– Sinceramente, no creo que vuelva. Tal vez el próximo año.
– Me moriré antes.
– ¡Por qué habla tanto de la muerte, mami! Le pone a una hielo en la médula de los huesos. Volveré dentro de algunos meses, un día de mucho frío y harta lluvia, y me pondré el jersey y le diré: «Gracias, mamá, le quedó maravilloso.»
En las nuevas funciones, el horario de trabajo era más flexible, y como el sol asomaba aún a ramalazos entre las nubes, aprovechó la última luz y no tomó la micro que lo llevaría de vuelta a casa. Anduvo por el centro, entre la plaza de Armas y la Alameda, y se puso un rato en medio de los peruanos que se juntaban a un costado de la catedral, ya fuera porque estuvieran cesantes, o simplemente para sentirse juntos y conversar cosas de la patria. Se dijo que no le gustaría vivir lejos de Chile, que la gente era para él una extensión de su familia. Tenía un tío que estuvo en el exilio en la República Democrática Alemana. Pero ese tío había muerto en un hospital. Algunos decían que de cáncer, otros que de pena, «que es como el cáncer del alma». También había muerto el país donde el tío vivía. No podía imaginarse cómo era posible que un país muriera.
Al cabo de media hora de paseos y observaciones sin rumbo, se acercó a lo que era, hasta ese momento, su inconfesado y problemático destino. Al entrar, miró de soslayo a cuanto punto cardinal había, temeroso de que algún soplón estuviera tras sus pasos, y sólo entonces se acercó a la ventanilla del Teletrak para preguntarle a la vendedora si ya se había publicado el programa del Hipódromo Chile para las carreras de mañana. La mujer le pidió setecientos cincuenta pesos y Zúñiga se lo guardó enrollado en un bolsillo y fue hasta el rincón más secreto del recinto para leerlo.
Como un cegatón, con la hoja casi frente a sus narices, estudió todas las jeroglíficas indicaciones sobre el animal que llevaba el número 15. A un metro de él había un anciano con gruesos lentes de carey, un cigarrillo encendido en la punta del labio, cuya ceniza caía regularmente sobre su abrigo, y dueño de un rostro curtido por la experiencia, que con seguridad incluiría la filosofía hípica. Zúñiga supuso que no le irritaría si se le acercara con una pregunta para asegurarse.
– Perdón, caballero. ¿Me podría decir qué chances le encuentra a este caballo?
– ¿Milton?
– Ése.
– Corre con el número quince. Partida exterior.
– Ah, ya -dijo el cabo con perfecta cara de haber recibido una información en chino.
– ¿Usted ha jugado alguna vez a las carreras?
Las orejas y las mejillas de Zúñiga se encendieron a la misma velocidad.
– Por supuesto.
– Mire, el quince es el número con que corre Milton. Estos de aquí son su padre y su madre, es decir, Seekers Reward y Brown Pond, y éste es el nombre del abuelo: Alleged. Doña Teresa es el nombre del stud de don Atilio Molinari, Patricio Aguilera, el jinete que pesa cincuenta y cinco kilos, Mauricio Farías el preparador, y el color de la casaquilla es azul con tirantes blancos. ¿Tiene el dato?
Zúñiga asintió, y al sentirse observado con tanta atención, tuvo la desfachatez de agregar:
– Es fijo.
El viejo volvió a sumergirse en el programa y leyó el breve comentario de La Fusta: «Seis meses sin correr. Tropiezos en la última. Bueno para el barro. Difícil.»
– Pagaría bueno -fue su conclusión.
Zúñiga ya tenía en la mano un billete colorado de cinco mil pesos. Lo miraba con ternura, como quien manda una carta que no llegará a su destinatario, y le causó sorpresa ver por primera vez que la efigie del billete era la de la poeta Gabriela Mistral. El viejo lo llevó hasta la cajera y la instruyó:
– En la primera carrera, cinco mil pesos al 15.
– ¿Ganador o placé? -quiso precisar la empleada.
El viejo miró interrogativo al cabo, y éste, echándole una melancólica última mirada al billete que ya estaba en manos de la vendedora, dijo con volumen bajito:
– Ganador.
Y cuando la cajera oprimió la tecla y saltó el ticket, lo recogió de prisa, agregando en voz alta:
– Naturalmente.
CUARENTA Y CINCO
El cuidador de autos Nemesio Santelices destornilló la patente del coche de un desconocido cliente en la calle de las Tabernas y se la aplicó al vehículo de Monasterio. Tenía la mayor confianza que los dueños que estacionaban en esa calle sentían tal felicidad de encontrar su auto al volver que no se preocupaban de si mantenía o no la misma placa.
El joven Ángel Santiago llamó a Charly de la Mirándola con una oferta irresistible. Apenas corrida la prueba de Milton, debería subirlo en una camioneta de transporte equino y el capataz de su corral debería esperarlo con el animal arriba y el motor en marcha por la salida de Vivaceta del hipódromo. Le compraría el rucio -«a precio de Golpe», pensó bromear y se abstuvo- por una cantidad interesante que podría llegar hasta los trescientos mil pesos. El campechano profesional supo dejar especificado que el valor de la bestia sería muy distinto según ganara o perdiese la primera; por supuesto, dijo Santiago, desaprensivo. La plata -probablemente en dólares- la podía recoger mañana en la calle de las Tabernas, donde pasaría para hacerle un cariñito a todos los ángeles que habían contribuido a sacar a Victoria de la incómoda posición en que estuvo alguna vez Lázaro.
La misma moneda le alcanzó para llamar a Victoria Ponce. Ella comenzó a contarle de los malos augurios de su madre, pero él la tranquilizó diciendo que nada ni nadie podría impedir el éxito de la operación. Simplemente debía ir bien abrigada -súper bien abrigada- y con los pies envueltos en por lo menos dos pares de calcetines de lana hasta el rancho suizo, donde se encontrarían para iniciar la luna de miel. Allí sería atendida como reina por un baquiano amigo desde la infancia con quien había recorrido palmo a palmo la región a lomo de caballo o simplemente caminando. Ella confirmó que las profecías de la madre la tenían sin cuidado y que se imaginaba su vida a partir de mañana como la de un animal indomable que corre por llanuras infinitas. El resfrío se había curado de maravillas y el poco de fluido de las narices lo mantenía a raya con toallitas Nova.
Vergara Grey hizo el último balance en el estudio de la maestra sobre la mesa del arquitecto. Aunque todo se veía presto -tutto a posto, le gustaba decir a su Teresa Capriatti-, un último asedio a los detalles podría revelar una pequeña filtración en la maquinaria que desbancara todo el plan.
¿Qué le esperaba en caso de éxito? Una nueva avalancha de lágrimas por la señora Capriatti, que se cuidaría de no derramar en los momentos que le hiciera las transferencias postales para que no se borroneara la tinta con el valor del giro.
Iba a contarle en una llamada telefónica que los recursos que recibiría mensualmente eran producto de negocios de «exportación e importación que hago fuera de Chile». Cuán honorable y redentor le sonaría a su Dulcinea que Vergara Grey estuviera incorporado a la pléyade de los grandes exportadores chilenos, quienes gracias a los convenios de libre comercio firmados con Estados Unidos y la Unión Europea por un gobernante socialista habían abierto al pequeño país el camino a la expansión mundial de la economía.
Aparte de estos cotidianos lagrimones, le quedaba el consuelo de la presencia de la muchacha. Si le era posible acompañarla durante algunos meses, y ser testigo del camino de perfección hasta el éxito internacional, los dolores de su vida se mitigarían considerablemente.
Ángel Santiago, a su vez, le había pintado un paraíso a su medida, ya que no a la de él, pájaro eminentemente urbano. Vergara Grey sería una especie de administrador de algunas hectáreas que Santiago compraría para cultivar legumbres, frutas y criar ganadería. Él vigilaría todo el terreno encima de su rucio, y asistido por un perro insidioso de agudos caninos, no permitiría que ninguno de sus animales siguiera el camino de perdición de la oveja negra.