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– ¿Qué había hecho tu papá?

– Estaba contra la dictadura. Podría haber identificado a algunos secuestradores que hicieron desaparecer gente. Yo creo que fue el último que mataron. Después vino la democracia.

– No tienes que pensar todo el tiempo en él.

– Si yo no lo recuerdo, él va a desaparecer para siempre.

– Pero eso es una obsesión. Te hace mal a la cabeza. Por eso te va mal en el colegio.

– Entré al mismo liceo donde él había trabajado. Todo el mundo fue muy bueno conmigo. Me trataban como sí fuera de cristal y pudiera astillarme en cualquier momento. Me dieron una beca hasta terminar el bachillerato.

– ¡No puedes desaprovecharla!

– Mi mamá tiene la ambición de que estudie leyes. ¡Imagínate! ¡Que yo estudie leyes en un país donde mataron impunemente a tu padre!

– Pero es tu madre. Tienes que contarle la verdad, y ella hablará con el rector del colegio y te admitirán de vuelta.

– Mamá tiene una profunda depresión y una total indiferencia. Mientras todo el mundo hablaba de mi padre como un héroe tras su asesinato, ella se quejaba de que la había abandonado. Cuando nací, más que alegrarse por mi vida, se apenaba porque yo le recordaba a su marido. Un día me dijo: «El partido perdió un militante en la guerra; yo perdí un hombre en la casa.»

Santiago quiso improvisar un argumento para arrancarla de ese tono sombrío, pero sintió que ahora le faltaban las palabras, y prefirió reprimir la caricia destinada a la mejilla de Victoria, temiendo darle una compasión que la chica acaso odiaría. Fue hasta las barras de ejercicio y practicó algunas piruetas de gimnasia aprendidas en el liceo. Reanimado por el movimiento, avanzó de vuelta a la muchacha y le dijo:

– Mañana te acompañaré al colegio y yo mismo convenceré a la directora.

Victoria se echó a reír sin burla. De pronto la había agarrado un buen humor irresistible.

– ¿Jú? ¿Con qué ropa?

– Soy tu hermano de Talca. Eso me da cierta autoridad ante ti y ante ella.

– Saben que no tengo hermanos. Año tras año, en los discursos de inauguración de las clases, los maestros aluden a mi soledad y a la tragedia superada de Chile. Me da risa la palabra «superada». Nunca la muerte es superada por nada.

– Le diré entonces que soy tu novio y que vamos a casarnos.

– Pero si no tienes plata ni para el autobús ¿Con qué me mantendrías?

– Tengo proyectos te dije.

– ¿Cuáles?

– Nada que te interese.

Victoria bostezó y extendió a lo largo del muro una colchoneta. Se sacó la malla de ballet y puso la blusa escolar bien doblada sobre la silla al lado del jumper. Su pecho desnudo le reveló a Santiago los senos firmes y medianos y un archipiélago de pecas infantiles en el espacio entre ambos.

Trajo la otra colchoneta y la puso arrimada a la de Victoria, y cubrió ambos cuerpos con la enorme frazada de lana chilota. La gruesa trama de la tela era una promesa de calor eficaz, y la cercanía del cuerpo de la muchacha le produjo un vértigo. Cuando insertó la rodilla helada entre sus muslos, ésta le dijo con los ojos cerrados:

– Recuerda que eres mi hermano de Tálca.

Pero ya el joven había prendido con la punta de los dedos el slip de la muchacha y con un brusco movimiento se lo bajó hasta los talones, y sin darle tiempo a que ella se los desprendiera del todo, le acercó desde atrás su sexo abultado y con buena fortuna encontró su vagina húmeda, y la penetró mordiéndose los labios, y al oír el suave gemido de la chica no resistió más, y dejó que todo ese espeso líquido acunado en noches de tristeza y fantasías se derramara dentro de ella.

SEIS

Lo despertaron golpes en la puerta, al comienzo tímidos y luego enérgicos. Fue primero hasta el lavatorio a enjuagarse la boca, no sin antes mirar melancólico la botella de champagne casi llena. Veinte 20:años atrás, ni dos de ellas hubieran bastado para amenizar una noche. Se puso los pantalones con parsimonia, y ahora los golpes sonaron casi policíacos.

– Mientras más aporreé la puerta, menos prisa me voy a dar.

El ruido cesó de inmediato, y se dio un tiempo para peinarse el bigote, sin dejar de advertir que el blanco iba ganando la batalla contra el gris. Recién entonces abrió a todo lo ancho la puerta, «es un viejo truco de hampón que no tiene nada que ocultar». Presumía que el furibundo madrugador sería un detective.

Sin embargo, el joven que se manoteaba nervioso la nariz en el pasillo le pareció un debutante, o un junior impertinente. En la mano izquierda portaba un par de libros y el pelo no había tenido trato, con un peine durante meses. Sobre la oreja traía un marcador verde y despedía un aroma trasnochado.

– ¿Qué deseas?

El ioven llevó sus manos al pecho en actitud de oración Y tuvo que carraspear antes de que le saliera una palabra.

– Vergara Grey -exclamó por fin-. Estoy delante del mismísimo Vergara Grey, ¡no puedo creerlo!

– No hagas tanto teatro, muchacho. ¿Qué quieres?

– ¿Puedo pasar?

– Preferiría que no. Esta habitación es sólo ocasional. Muy por debajo de nuestro nivel.

– Oh, no, maestro. Está perfectamente bien.

El hombre fue hasta la ventana. Corrió la cortina y lo consoló ver un sol filtrado por el inevitable smog de junio, pero al fin y al cabo luminoso. Comparado con el miserable día de gloria de su libertad, ese martes era una fiesta. Levantó las cejas, desdramatizando el gesto adusto que llevaba desde hacía minutos.

– ¿En qué te puedo servir, chico?

– Traigo una carta de recomendación para usted.

– ¿De dónde?

– De la cárcel. Me soltaron ayer.

– A mí me echaron de la penitenciaría. La misma amnistía, ¿no?

– El destino nos junta -saltó presto el joven.

– ¿Es una carta del alcaide?

– ¿Por quién me toma, señor? ¡Es de un preso!

– ¿De qué preso?

– Del Enano Lira.

– ¿Una carta de recomendación de un gángster como Lira? Te sugiero que no pidas trabajo en un banco, chiquillo.

– Ábrala y léala, por favor.

El hombre la puso sobre la colcha, se apartó histriónicamente y la estuvo mirando un rato con el ceño fruncido. El joven la levantó de allí y volvió a entregársela. El otro se limpió los dedos en la polera como si quisiera borrar sus huellas digitales. Rasgó el sobre con las uñas y sacó un esmirriado mensaje que sostuvo en lo alto como la cola de un ratón.

– ¿Qué dice? -preguntó ansioso el muchacho, cambiando de mano los libros forrados en papel de cuaderno de matemáticas.

– «Te presento a Ángel Santiago.» Firmado: el Enano.

– ¿Eso es todo?

– Eso es todo el contenido de esta obra maestra del género epistolar. El Enano Lira escribe tan poco como su tamaño.

– Era muy comprometedor decir algo más. El resto se lo canto yo.

– Me alegro, joven, porque esta misiva es tan parlanchina como un muro.

– Antes que nada, le traigo de regalo un par de libros. Usados pero buenos.

– Gracias. Ajá Corazón y Tres flores amarillas.

– En Corazón siempre me identifiqué con Garrón. El chico bueno del curso.

– Supongo entonces que tu estadía en la cárcel fue un malentendido.

– No se burle de mí, maestro. En el otro hay un cuento que trata de la muerte de Chéjov. ¿Sabe quién es Chéjov?

– Me suena como un ajedrecista.

– Era un autor ruso.

– Nunca me interesó la política.

– ChéJov es de antes del comunismo.

– Bueno, ya te habrás dado cuenta de que no soy un gran lector. Gracias de todas maneras por los libros. Intentaré hojearlos.

Santiago manoteó despreocupadamente en el aire.

– Oh, no. ¡No hace falta que los lea, profesor! Lo que cuenta en este caso no son los libros, sino los forros.