La señorita Isabelle se mostró solicita:
– Vamos, querida, no pierda la esperanza. No se atormente así, enfermará… Naturalmente, comprendo cuánto debe de estar sufriendo, querida, mi pobre amiga. ¡El mundo es tan malvado, por desgracia!… Debería decirle usted alguna cosa, Alfred, mimarla, consolarla…
– ¡Menuda comedia! -siseó Kampf entre dientes, con el semblante pálido-. ¿Quieren callarse de una vez?
– Vamos, Alfred, no grite. Al contrario, tiene que mimarla…
– ¿Eh? ¡Si a ella le gusta hacer el ridículo!
Giró bruscamente sobre los talones e interpeló a los músicos:
– ¿Qué hacen ustedes aquí todavía? ¿Cuánto se les debe? Y váyanse inmediatamente, por amor de Dios…
La señorita Isabelle recogió despacio su boa de plumas, sus impertinentes, su bolso.
– Será mejor que me retire, Alfred, a menos que pueda serles útil en lo que sea, mi pobre amigo…
Al ver que él no respondía, se inclinó, besó en la frente a Rosine, que permanecía inmóvil y ni siquiera lloraba, con los ojos fijos y secos.
– Adiós, querida, créame que estoy desolada, que lo siento muchísimo -musitó maquinalmente, como en el cementerio-. No, no; no me acompañe, Alfred, salgo, me voy, ya me he ido, llore a sus anchas, mi pobre amiga, desahóguese -soltó una vez más con todas sus fuerzas en medio del salón desierto.
Alfred y Rosine la oyeron decir a los criados, cuando cruzaba el comedor:
– Sobre todo, no hagan ruido; la señora está muy nerviosa, muy afectada.
Y, finalmente, el zumbido del ascensor y el golpe sordo de la puerta cochera al abrirse y volver a cerrarse.
– Vieja pajarraca -murmuró Kampf-, si al menos…
No terminó. Rosine, puesta en pie de repente, con el rostro brillante de lágrimas, le mostró el puño gritando:
– ¡Tú tienes la culpa, imbécil, por tu sucia vanidad, tu orgullo de pavo real, es cosa tuya!… ¡El señor quiere dar bailes! ¡Recibir! ¡Es para desternillarse de risa! ¡Por Dios! ¿Crees que la gente no sabe quién eres, de dónde sales? ¡Nuevo rico! ¡Te la han jugado bien, eh, tus amigos, tus queridos amigos, ladrones, estafadores!
– ¡Y los tuyos, tus condes, tus marqueses, tus gigolós!
Continuaron gritándose un tropel de palabras desbocadas, violentas, que fluían como un torrente. Después Kampf, con los dientes apretados, dijo bajando la voz:
– ¡Cuando te recogí, Dios sabe por dónde te habías arrastrado ya! ¡Crees que no sé nada, que no me daba cuenta de nada! Yo pensaba que eras guapa, inteligente, que si me hacia rico me honrarías… Buen negocio hice, desde luego, menuda con la que fui a dar, modales de verdulera, una solterona con modales de cocinera…
– Otros quedaron satisfechos…
– Lo dudo. Pero no me des detalles. Mañana lo lamentarías.
– ¿Mañana? ¿Y tú te has creído que me quedaré una hora siquiera contigo después de todo lo que me has dicho? ¡Animal!
– ¡Vete! ¡Vete al diablo!
El señor Kampf salió dando portazos. Rosine lo llamó:
– ¡Alfred, vuelve!
Y esperó, la cabeza vuelta hacia el salón, anhelante, pero él ya estaba lejos… Bajaba por la escalera. En la calle, su voz furiosa gritó un rato: «¡Taxi, taxi!», luego se alejó, se apagó a la vuelta de una esquina.
Los criados habían subido a su apartamento, dejando por todas partes las luces encendidas, las puertas golpeando… Rosine permaneció inmóvil, con su vestido brillante y sus perlas, hundida en un sofá.
De pronto hizo un movimiento colérico tan enérgico y repentino que Antoinette dio un respingo y, al retroceder, se golpeó la frente contra la pared. Se agachó aún más, temblando; pero su madre no había oído nada. Se arrancaba los brazaletes uno tras otro y los arrojaba al suelo. Uno de ellos, pesado y hermoso, adornado enteramente con diamantes, rodó bajo el canapé y llegó a los pies de Antoinette. La niña lo miró como clavada en el sitio.
Vio el rostro de su madre, por el que resbalaban las lágrimas, mezclándose con los afeites, un rostro arrugado, crispado, enrojecido, infantil, cómico… conmovedor… Pero Antoinette no estaba conmovida, sólo sentía una especie de desdén, de indiferencia despreciativa. Más adelante, comentaría a un hombre: «Oh, era una niña terrible, ¿sabe? Imagínese que una vez…» De pronto se sintió poseída por todo su futuro, sus jóvenes fuerzas intactas, su capacidad para pensar: «¿Cómo se puede llorar de esa manera por algo así?… ¿Y el amor? ¿Y la muerte? Un día morirá… ¿lo ha olvidado?»
¿Así que también las personas mayores sufrían por cosas fútiles y pasajeras? Y ella, Antoinette, les había tenido miedo, había temblado delante de ellos, de sus gritos, sus cóleras, sus amenazas vanas y absurdas… Lentamente, se deslizó fuera de su escondite. Un instante más, disimulada entre las sombras, miró a su madre, que no sollozaba, sino que simplemente estaba acurrucada y las lágrimas le caían hasta la boca sin que ella las enjugara. Antoinette se levantó y se acercó.
– Mamá.
La señora Kampf dio un respingo en su asiento.
– ¿Qué quieres, qué haces aquí? -exclamó con nerviosismo-. ¡Vete, vete enseguida! ¡Déjame en paz! ¡Ya no puedo estar ni un minuto tranquila en mi propia casa!
Antoinette, un poco pálida y la cabeza gacha, no se movió. Aquellos gritos resonaron en sus oídos, débiles y privados de su fuerza, como los truenos del teatro. Un día, muy pronto, diría a un hombre: «Mamá gritará, pero no importa…»
Extendió la mano despacio, la posó sobre los cabellos de su madre, los acarició con dedos ligeros y un poco temblorosos.
– Pobre mamá, va…
Un instante aún, Rosine se debatió como una autómata, la rechazó, sacudió el rostro convulso:
– Déjame, vete… déjame, te digo. -Entonces una expresión débil, vencida, lastimosa, se apoderó de sus facciones-. ¡Ah!, pobre hija mía, mi pobre Antoinette; tú sí que eres feliz; no sabes aún lo injusto que es el mundo, malvado, hipócrita… Toda esa gente que me sonreía, que me invitaba, se reía de mi a mis espaldas, me despreciaba, porque no pertenecía a su mundo, pandilla de pajarracos, de… ¡pero tú no puedes entenderlo, pobre hija mía! ¡Y tu padre!… ¡Ah! ¡Mira, sólo te tengo a ti!… -terminó diciendo de pronto-. Sólo te tengo a ti, mi pobre niña…
Estrechó a Antoinette entre sus brazos. Como la niña pegó el rostro mudo contra las perlas, su madre no la vio sonreír. Dijo:
– Eres una buena hija, Antoinette…
Fue un segundo, un destello inaprensible mientras se cruzaban «en el camino de la vida»; una iba a llegar, y la otra a hundirse en la sombra. Pero ellas no lo sabían. Sin embargo, Antoinette repitió bajito:
– Pobre mamá…
París, 1928