– Es verdad que tiene una letra muy bonita, muy formada… Dime, Alfred, ¿el señor Julien Nassan no es el que estuvo en prisión por ese asunto de la estafa?
– ¿Nassan? Sí.
– ¡Ah! -murmuró Rosine con cierto asombro.
Kampf dijo:
– Pero ¿con qué me sales ahora? Ha sido rehabilitado, lo reciben en todas partes, es un muchacho encantador y sobre todo un hombre de negocios de primera categoría…
– Señor Julien Nassan, avenida Hoche, número veintitrés bis -releyó Antoinette-. ¿Y después, papá?
– No hay más que veinticinco -gimió la señora Kampf-. Jamás vamos a encontrar doscientas personas, Alfred…
– Claro que sí; no empieces a ponerte nerviosa. ¿Dónde está tu lista? Todas las personas que el año pasado conociste en Niza, en Deauville, en Chamonix…
Su mujer cogió un cuaderno de notas que había sobre la mesa.
– El conde Moissi, el señor, la señora y la señorita Lévy de Brunelleschi y el marqués de Itcharra: es el gigoló de la señora Lévy, siempre los invitan juntos…
– ¿Hay un marido al menos? -preguntó Kampf con aire dubitativo.
– Por supuesto, son personas muy distinguidas. Hay otros marqueses, ¿sabes?, hay cinco… El marqués de Liguès y Hermosa, el marqués… Oye, Alfred, ¿se ha de usar el título cuando se habla con ellos? Creo que es mejor, ¿no? Nada de señor marqués como los criados, naturalmente, sino: querido marqués, mi querida condesa… Sin eso, los demás no se darían cuenta siquiera de que recibimos a gente con título.
– Si pudiéramos pegarles una etiqueta en la espalda… Eso te gustaría, ¿eh?
– ¡Oh!, tú y tus bromas idiotas… Vamos, Antoinette, date prisa en copiarlo todo, niña.
Antoinette escribió un poco más y luego leyó en voz alta:
– El barón y la baronesa Levinstein-Lévy, el conde y la condesa du Poirier…
– Son Abraham y Rébecca Birnbaum, que han comprado el título. Es una idiotez, ¿no?, hacerse llamar du Poirier… Pero si vamos a eso, yo… -Se sumió en una profunda ensoñación-. Conde y condesa Kampf, simplemente -murmuró-, no suena mal.
– Espera un poco -le aconsejó Kampf-. No antes de diez años…
Rosine se puso a escoger tarjetas de visita lanzadas en desorden a una copa de malaquita adornada con dragones chinos en bronce dorado.
– De todas maneras, me gustaría saber quiénes son estas personas -murmuró-. Recibí un montón de tarjetas por Año Nuevo… Hay un montón de gigolós que conocí en Deauville…
– Cuantos más mejor, para hacer bulto, y si van vestidos adecuadamente…
– Oh, querido, déjate de bromas, son todos condes, marqueses, vizcondes como mínimo. Pero no consigo juntar las caras con los nombres… todos se parecen. Aunque en el fondo da igual; ¿viste cómo lo hacían en casa de los Rothwan de Fiesque? Se dice a todo el mundo la misma frase exactamente: «Me alegro tanto…», y luego, si te ves obligada a presentar a dos personas, se farfullan los nombres… nunca se entiende nada… Mira, Antoinette, hija mía, la tarea es bien sencilla, las direcciones están en las tarjetas.
– Pero, mamá -repuso Antoinette-, esta tarjeta es del tapicero.
– ¿De qué estás hablando? Déjame ver. Sí, tiene razón; Dios mío, Dios mío, estoy perdiendo la cabeza, Alfred, te lo aseguro… ¿Cuántas tienes, Antoinette?
– Ciento setenta y dos, mamá.
– ¡Ah! ¡Menos mal!
Los Kampf dejaron escapar un suspiro de satisfacción conjunto y se miraron sonriendo, como dos actores que entran finalmente en escena tras una tercera llamada, con una expresión mezcla de lasitud dichosa y triunfo.
– No va nada mal, ¿eh?
Antoinette preguntó con timidez:
– La… la señorita Isabelle Cossette, ¿no será mi señorita Isabelle?
– Pues sí, claro…
– ¡Oh! -profirió Antoinette-. ¿Por qué la invitas a ella? -Y enrojeció con virulencia, presintiendo el seco «¿y a ti qué te importa?» de su madre; pero la señora Kampf explicó, azorada:
– Es una buena mujer… Hay que ser amables con los demás.
– Es un mal bicho -protestó Antoinette.
La señorita Isabelle, una prima de los Kampf, profesora de música de varias familias de ricos corredores de Bolsa judíos, era una solterona flaca, envarada y tiesa como un paraguas; enseñaba piano y solfeo a Antoinette. Excesivamente miope, pero sin llevar jamás lentes pues se envanecía de sus ojos -bastante bonitos- y de sus espesas cejas, pegaba a las partituras su larga nariz carnosa, puntiaguda, azulada por los polvos de arroz, y cuando Antoinette se equivocaba, la golpeaba en los dedos con una regla de ébano, plana y dura como ella misma. Era malévola y fisgona como una vieja beata.
La víspera de cada clase, Antoinette musitaba con fervor en su oración de la noche (al haberse convertido su padre al casarse, a Antoinette la habían educado en la fe católica): «Dios mío, haz que la señorita Isabelle se muera esta noche.»
– La niña tiene razón -terció Kampf, sorprendido-; ¿cómo se te ocurre invitar a esa vieja loca? Si no la soportas…
La señora Kampf se encogió de hombros, impaciente:
– ¡Ah!, no entiendes nada. ¿Cómo quieres que se entere la familia si no? A ver, dime, ¿ves desde aquí la cara de la tía Loridon que riñó conmigo porque me había casado con un judío, y la de Julie Lacombe y el tío Martial, todos los de la familia que nos hablaban con aquel tonillo protector porque eran más ricos que nosotros, te acuerdas? En fin, es muy simple, si no invitamos a Isabelle, si no estoy segura de que al día siguiente se morirán todos de envidia, ¡lo mismo me da que haya baile como que no! Escribe, Antoinette.
– ¿Se bailará en los dos salones?
– Naturalmente, y en la galería… Ya sabes que nuestra galería es preciosa, y alquilaré suficientes canastillos de flores; verás qué bonito se ve todo en la gran galería, con todas las mujeres vestidas de gala con sus hermosas joyas, y los hombres de frac… En casa de los Lévy de Brunelleschi el espectáculo fue mágico. Para bailar los tangos apagaron la luz eléctrica y sólo dejaron encendidas dos grandes lámparas de alabastro en los rincones. Daban una luz rojiza…
– ¡Oh! A mí eso no me gusta demasiado, suena a ambiente de local dancing.
– Es lo que se lleva ahora en todas partes, al parecer; a las mujeres les encanta dejarse toquetear con música… La cena, naturalmente, en mesas pequeñas.
– ¿Un bar, quizá, para comenzar?
– Es una idea… Hay que animarlos desde que lleguen. Podríamos instalar el bar en la habitación de Antoinette. Que duerma en el cuarto de la ropa blanca o en el trastero del final del pasillo, sólo será por una noche…
– ¿No podría quedarme al menos un cuartito de hora?
Un baile… Dios mío, Dios mío, ¿seria posible que hubiera, a dos pasos de ella, una cosa espléndida que ella imaginaba vagamente como una mezcla confusa de música frenética, perfumes embriagadores, trajes deslumbrantes y palabras de amor cuchicheadas en un gabinete apartado, oscuro y fresco como una alcoba… y que ella estuviera acostada, como todas las noches, a las nueve, como un bebé…? Quizá los hombres que supieran que los Kampf tenían una hija preguntarían por ella; y su madre respondería con una de sus odiosas risitas: «Oh, hace rato que duerme, claro…» Sin embargo, ¿qué podía importarle que también Antoinette tuviera su porción de dicha en este mundo? ¡Oh! Dios mío, bailar una vez, una sola vez, con un bonito vestido, como una auténtica joven, ceñida por brazos de hombre… Cerrando los ojos, insistió con una especie de audacia desesperada, como si se encañonara el pecho con un revólver cargado:
– Sólo un cuartito de hora; di que sí, mamá.