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6

Antoinette y la miss terminaron de cenar sobre una tabla de planchar tendida sobre dos sillas en el cuarto de la ropa blanca. Al otro lado de la puerta se oía a los criados correr de un lado para otro en la antecocina y ruido de vajilla.

– Tenemos que acostarnos ya, querida… No oirá la música desde el cuarto; dormirá bien.

Como Antoinette no respondió, dio unas palmadas riendo.

– Vamos, despierte, Antoinette, ¿qué le pasa?

La llevó a un pequeño trastero, mal iluminado y amueblado precipitadamente con una cama de hierro y dos sillas.

Delante, al otro lado del patio de luces, se divisaban las ventanas brillantes del salón y el comedor.

– Podrá ver bailar a la gente desde aquí; no hay postigos -bromeó la inglesa.

Cuando se fue, Antoinette pegó la frente a los cristales con temor y avidez; la claridad dorada y ardiente de las ventanas iluminaba un gran trozo de pared. Unas sombras pasaban presurosas al otro lado de las cortinas de tul. Los criados. Alguien entreabrió el ventanal; Antoinette percibió claramente el sonido de los instrumentos que afinaban al fondo del salón. Los músicos ya estaban allí. Dios mío, eran más de las nueve… Durante toda la semana, Antoinette había esperado confusamente una catástrofe que engulliría al mundo a tiempo de que no se descubriera nada; pero la noche discurría como todas las noches. En un piso vecino, un reloj dio la media. Media hora más, tres cuartos de hora y después… Nada, no pasaría nada, puesto que, cuando ellas habían vuelto del paseo aquel día, su madre había preguntado, abalanzándose sobre la miss con aquella impetuosidad que hacía perder la cabeza a las personas nerviosas: «Bien, ha echado las invitaciones al correo; no ha perdido nada, no ha extraviado nada, ¿está segura?», y la miss había contestado: «Sí, señora Kampf» Desde luego, la responsable era ella y sólo ella… Y si la despedían, peor para ella, le estaría bien empleado.

– Me importa un bledo, me importa un bledo -balbuceó, y se mordió coléricamente una mano, que sangró bajo los dientes jóvenes-. Y mamá puede hacerme lo que quiera, no tengo miedo, ¡me importa un bledo!

Miró el patio oscuro y profundo bajo la ventana.

– Me mataré, y antes de morir diré que es por su culpa, ya está -murmuró-. No tengo miedo a nada, me he vengado por adelantado…

Volvió a acechar por la ventana; el cristal se empañó bajo sus labios; lo frotó con fuerza, y de nuevo pegó la cara. Al final, inquieta, abrió los dos batientes de par en par. La noche era pura y fría. Ahora veía claramente, con sus penetrantes ojos de catorce años, las sillas dispuestas a lo largo de la pared, los músicos alrededor del piano. Permaneció inmóvil tanto rato que ya no se notaba las mejillas ni los desnudos brazos. En cierto momento llegó a sufrir la alucinación de que no había ocurrido nada, que había visto en sueños aquel puente, las negras aguas del Sena, las tarjetas de invitación rasgadas esparciéndose al viento, y que los invitados iban a entrar milagrosamente, dando comienzo a la fiesta. Oyó dar los tres cuartos, y luego las diez… Las diez… Entonces se estremeció y se deslizó fuera del cuarto. Se dirigió al salón, como un asesino novato atraído hacia el lugar del crimen. Atravesó el pasillo, donde dos camareros bebían champán directamente de las botellas. Llegó al comedor. Estaba desierto, con todo preparado, con la gran mesa dispuesta en el centro, rebosante de carnes de caza, de pescados en gelatina, de ostras en fuentes de plata, adornada con encajes de Venecia, con las flores que enlazaban los platos, y la fruta en dos pirámides iguales. Alrededor, los veladores con cuatro o seis cubiertos donde brillaba el cristal, la porcelana fina, la plata y la plata corlada. Más adelante, Antoinette jamás llegó a comprender cómo se había atrevido a cruzar así, en toda su longitud, aquella gran habitación de luces rutilantes. En la puerta del salón vaciló un instante y luego divisó el gran canapé de seda en el gabinete contiguo; se tiró al suelo de rodillas, se deslizó entre la parte posterior del mueble y las colgaduras con vuelo; había el espacio justo para permanecer allí apretando brazos y piernas contra el cuerpo, y si asomaba la cabeza veía el salón como un escenario de teatro. Temblaba levemente, helada aún por la larga exposición delante de la ventana abierta. Ahora el piso parecía dormido, tranquilo, silencioso. Los músicos hablaban en voz baja. Antoinette veía al negro de dientes brillantes, a una dama con vestido de seda, unos platillos como de bombo de feria, un violonchelo enorme de pie en un rincón. El negro suspiró mientras rasgueaba con la uña una especie de guitarra que zumbó y gimió sordamente.

– Cada vez se empieza y se acaba más tarde.

La pianista dijo unas palabras que Antoinette no oyó y que hicieron reír a los otros. El señor y la señora Kampf irrumpieron de pronto.

Cuando Antoinette los vio, hizo un movimiento como queriendo hundirse en el suelo; se aplastó contra la pared, la boca en el hueco que formaba el codo doblado. Oyó acercarse sus pasos, cada vez más. Kampf se sentó en un sofá delante de Antoinette. Rosine dio unas vueltas por la estancia; encendió los apliques de la chimenea y luego los apagó. Resplandecía de diamantes.

– Siéntate -dijo Kampf en voz baja-; es una tontería que te alteres así.

Rosine se colocó de tal manera que Antoinette, que había abierto los ojos y adelantado la cabeza hasta tocar con la mejilla la madera del canapé, vio a su madre de pie delante de ella, y le sorprendió la expresión de aquel rostro autoritario, una expresión que no le conocía: una suerte de humildad, de celo, de espanto…

– Alfred, ¿tú crees que saldrá bien? -preguntó con una voz temblorosa de niña pequeña.

Alfred no tuvo tiempo de responder, pues un timbrazo resonó de pronto en todo el piso. Rosine juntó las manos.

– ¡Oh, Dios mío, ya empieza! -bisbiseó, como si se tratara de un temblor de tierra. Los dos se lanzaron hacia la puerta del salón con los dos batientes abiertos.

Al cabo de un instante, Antoinette los vio regresar escoltando a la señorita Isabelle, que hablaba muy alto, con una voz diferente ella también, poco habitual, alta y aguda, con pequeñas carcajadas que punteaban sus frases como fuegos de artificio.

«Me había olvidado de ésta», pensó Antoinette con espanto.

La señora Kampf, radiante ahora, hablaba sin parar; había recobrado su aspecto arrogante y alegre; guiñaba el ojo con malicia a su marido, señalándole furtivamente el vestido de la señorita Isabelle, en tul amarillo, y en torno a su largo cuello enjuto una boa de plumas que agitaba con ambas manos como el abanico de Celimena; del extremo de una cinta de terciopelo naranja que rodeaba su muñeca colgaban unos impertinentes de plata.

– ¿No conocía usted esta habitación, Isabelle?

– No; es preciosa, ¿quién se la ha amueblado? ¡Oh!, qué encantadores estos jarroncitos de porcelana. Vaya, ¿a usted todavía le gusta el estilo japonés, Rosine? Yo siempre lo defiendo; el otro día precisamente les decía a los Bloch-Levy, los Salomon, ¿los conoce?, que criticaban este estilo por feo y por dar impresión de «nuevo rico» (según su expresión): «Ustedes dirán lo que quieran, pero es alegre, es vital, y además, aunque sea menos caro, por ejemplo, que el Luis XV, eso no es un defecto, al contrario…»

– Pero se equivoca usted por completo, Isabelle -protestó Rosine con viveza-. Lo chino antiguo y lo japonés alcanzan unos precios de locura. Este jarroncito con los pájaros, por ejemplo…

– Bastante moderno…