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– Mi marido pagó diez mil francos por él en el Hôtel Drouot… ¿Qué digo, diez mil francos? Doce mil, ¿no es cierto, Alfred? ¡Oh!, le regañé, pero no por mucho tiempo; a mí también me encanta buscar y comprar objetos artísticos, es mi pasión.

Kampf dijo animadamente:

– Tomarán una copita de oporto, ¿verdad, señoras? Traiga -dijo a Georges, que entraba- tres copas de oporto Sandeman y unos emparedados, emparedados de caviar…

Como la señorita Isabelle se había alejado y examinaba, a través de sus impertinentes, un Buda dorado sobre un cojín de terciopelo, la señora Kampf resopló rápidamente.

– Unos emparedados, estás loco, ¡no me vas a estropear toda la mesa por ella! Georges, traiga unas galletas en el cestito de Sajonia, en el cestito de Sajonia, ¿me ha oído bien?

– Sí, señora.

Georges regresó en un instante con la bandeja y la garrafita de Baccarat. Los tres bebieron en silencio. Después la señora Kampf y la señorita Isabelle se sentaron en el canapé detrás del cual se ocultaba Antoinette. Adelantando la mano, habría podido tocar los zapatos plateados de su madre y los escarpines de raso amarillo de su profesora. Kampf se paseaba de un lado a otro lanzando miradas furtivas al reloj de pared.

– Y cuénteme, ¿a quién veremos esta noche? -preguntó la señorita Isabelle.

– ¡Oh! -dijo Rosine-, algunas personas encantadoras, también algunos vejestorios, como la vieja marquesa de San Palacio, a quien debo devolver la cortesía; además, le gusta tanto venir a casa… La vi ayer, tenía que irse; me dijo: «Querida mía, he retrasado ocho horas mi partida al Midi por su velada: se pasa tan bien en su casa…»

– ¡Ah!, ¿ha organizado ya otros bailes? -preguntó la señorita Isabelle, y apretó los labios.

– No, no -se apresuró a decir la señora Kampf-, simplemente algunos tés; no la he invitado porque sé que está usted tan ocupada durante el día…

– Sí, en efecto; además, el año que viene pienso también dar unos conciertos…

– ¿En serio? ¡Qué excelente idea!

Callaron.

La señorita Isabelle examinó una vez más las paredes de la estancia.

– Encantadora, encantadora de verdad, con mucho gusto…

De nuevo se hizo el silencio. Las dos mujeres emitieron una tosecilla. Rosine se alisó el cabello. La señorita Isabelle se ajustó la falda minuciosamente.

– Qué buen tiempo hemos tenido estos días, ¿verdad?

Kampf intervino de pronto:

– Vamos, no podemos quedarnos así, con los brazos cruzados, ¿no? ¡Sí que tarda la gente, por eso! Porque en las tarjetas pusiste a las diez, ¿verdad, Rosine?

– Veo que me he adelantado mucho.

– Qué va, querida, ¿qué dice? Es una costumbre horrible la de llegar tan tarde, es deplorable…

– Propongo que bailemos -dijo Kampf dando una palmada jovialmente.

– ¡Por supuesto, qué buena idea! Pueden empezar a tocar -exclamó la señora Kampf a la orquesta-: Un charlestón.

– ¿Sabe bailar el charlestón, Isabelle?

– Claro que sí, un poco, como todo el mundo…

– Ah, pues no le faltarán acompañantes. El marqués de Itcharra, por ejemplo, el sobrino del embajador de España, siempre gana todos los premios en Deauville, ¿verdad, Rosine? Mientras esperamos, abramos el baile…

Se alejaron, y la orquesta bramó en el salón desierto. Antoinette vio que su madre se levantaba, corría a la ventana y pegaba -también ella, pensó la niña- el rostro a los cristales fríos. El reloj de pared dio las diez y media.

– Dios mío, Dios mío, pero ¿qué pretenden? -susurró la señora Kampf agitadamente-. Que el diablo se lleve a esta vieja loca -añadió, casi en voz alta, y al punto aplaudió y exclamó entre risas-: ¡Ah!, estupendo, estupendo; no sabía que bailaba tan bien, Isabelle.

– Pero si baila como Joséphine Baker -afirmó Kampf desde el otro lado del salón.

Terminado el baile, el anfitrión dijo:

– Rosine, voy a llevar a Isabelle al bar, no se ponga celosa.

– Pero ¿usted no nos acompaña, querida?

– Un instante si me lo permite, tengo que dar unas órdenes a los criados y enseguida me reúno con ustedes…

– Voy a coquetear con Isabelle durante toda la velada, está avisada, Rosine.

La señora Kampf tuvo fuerzas para reírse y amenazarles con el dedo; pero no pronunció una palabra y, en cuanto se quedó sola, se pegó de nuevo a la ventana. Se oían los automóviles que subían por la avenida; algunos ralentizaban la marcha delante de la casa; entonces ella se inclinaba y devoraba con los ojos la oscura calle invernal, pero los automóviles se alejaban, se perdían entre las sombras. A medida que transcurría el tiempo, los automóviles eran cada vez más escasos y durante largos minutos no se oía ni un solo ruido en la avenida desierta, como en provincias; apenas el ruido del tranvía en la calle de al lado, y bocinazos distantes, suavizados, amortiguados por la distancia…

Rosine hacía rechinar las mandíbulas como presa de la fiebre. Once menos cuarto. Once menos diez. En el salón vacío, un pequeño reloj daba la hora con pequeños toques acuciantes, de timbre agudo y claro; el del comedor respondió, insistió, y al otro lado de la calle, el gran reloj del frontispicio de una iglesia tocaba lenta y gravemente, cada vez más fuerte a medida que desgranaba las horas.

– … nueve, diez, once -contó con desesperación, levantando al cielo los brazos llenos de diamantes-. Pero ¿qué pasa? ¿Qué ha ocurrido, Jesús bendito?

Alfred regresó con Isabelle y los tres se miraron sin hablar.

La anfitriona rió con nerviosismo.

– Es un poco raro, ¿no? A menos que haya ocurrido algo…

– ¡Oh! Querida mía, a menos que haya habido un terremoto -dijo la invitada con tono triunfal.

Pero la señora Kampf no se rindió todavía. Jugueteando con sus perlas, pero con la voz ronca por la angustia, dijo:

– ¡Oh!, no significa nada; imagínese, el otro día estaba en casa de mi amiga la condesa de Brunelleschi y los primeros invitados empezaron a llegar a las doce menos cuarto. Así que…

– Pues es bastante molesto para la señora de la casa, irritante -murmuró la señorita Isabelle con dulzura.

– ¡Oh!, es… es una costumbre que hay que imitar, ¿no es así?

En aquel instante sonó el timbre. Alfred y Rosine se abalanzaron hacia la puerta.

– Toquen -ordenó Rosine a los músicos.

Ellos atacaron un blues briosamente. No aparecía nadie. Rosine no pudo soportarlo más. Interpeló:

– Georges, Georges, han llamado a la puerta, ¿no lo ha oído?

– Son los helados que traen de chez Rey.

La señora Kampf estalló:

– Les digo que ha ocurrido algo, un accidente, un malentendido, una confusión de fechas, de hora, ¡yo qué sé! Las once y diez, son la once y diez -repitió con desesperación.

– ¿Las once y diez ya? -exclamó la señorita Isabelle-. Sí, ya lo creo, tiene usted razón, el tiempo pasa deprisa en su casa, felicidades… Son y cuarto ya, creo, ¿lo oye?

– ¡Bueno, pues no tardarán en llegar! -dijo Kampf con voz resonante.

De nuevo se sentaron; pero no dijeron nada más. Se oía a los criados riéndose a carcajadas en la antecocina.

– Ve y hazlos callar, Alfred -dijo finalmente Rosine con voz temblorosa de ira-: ¡Ve!

A las once y media apareció la pianista.

– ¿Tenemos que esperar más, señora?

– ¡No, váyanse, váyanse todos! -exclamó ella bruscamente, a punto de precipitarse a una crisis nerviosa-. ¡Les pagamos y se van! No habrá baile, no habrá nada. ¡Es una afrenta, un insulto, una conspiración de nuestros enemigos para ridiculizarnos, para acabar conmigo! Si viene alguien ahora, no quiero verlo, ¿me oyen? -prosiguió con violencia creciente-. Les dicen que me he ido, que hay un enfermo en la casa, un muerto, ¡lo que quieran!