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Kampf se encogía de hombros sin decir nada. Entonces, la mayoría de las veces, Rosine se volvía hacia Antoinette. «Y tú, ¿qué estás escuchando? ¿Te interesa lo que dicen los mayores?», exclamaba con humor. Luego concluía: «Sí, anda, hija mía, si esperas que tu padre haga fortuna como promete desde que nos casamos, ya puedes esperar sentada, que va para largo. Te harás mayor y estarás aquí, como tu pobre madre, esperando…» Y cuando decía esa palabra, «esperando», por sus facciones duras, tensas, hurañas, cruzaba cierta expresión patética, profunda, que conmovía a Antoinette a su pesar y a menudo le hacía acercar instintivamente los labios a la mejilla materna.

«Pobrecita mía», decía entonces Rosine acariciándole la frente. Pero una vez exclamó: «¡Ah! Déjame tranquila, ¡eh!, me molestas; mira que llegas a ser pesada, tú también», y Antoinette nunca volvió a darle otros besos que no fueran los de la mañana y la noche, que padres e hijos intercambian sin pensar, como apretones de manos entre desconocidos.

Y después, un buen día se hicieron ricos de golpe, ella nunca había llegado a comprender muy bien cómo. Se habían ido a vivir a un gran piso blanco, y su madre había hecho que le tiñeran el cabello de un bonito dorado completamente nuevo. Antoinette lanzaba miradas asustadizas a aquella cabellera resplandeciente que no reconocía.

– Antoinette -ordenaba la señora Kampf-, repite conmigo. ¿Qué has de responder cuando te pregunten dónde vivíamos el año pasado?

– Eres una estúpida -decía Kampf desde el cuarto de aseo-, ¿con quién quieres que hable la niña? No conoce a nadie.

– Yo sé lo que me digo -respondía su mujer alzando la voz-. ¿Y los criados?

– Si la veo diciéndoles a los criados una sola palabra, tendrá que vérselas conmigo, ¿has comprendido, Antoinette? Ella ya sabe que tiene que callar y aprenderse sus lecciones, y ya está. No se le pide nada más… -Y volviéndose hacia su mujer-: No es imbécil, ¿sabes?

Pero en cuanto él se iba, la señora Kampf volvía a empezar:

– Si te preguntan alguna cosa, Antoinette, dirás que vivíamos en el Midi todo el año. No es necesario que especifiques si era Cannes o Niza, di solamente el Midi… a menos que te lo pregunten; entonces, es mejor que digas Cannes, es más distinguido… Pero naturalmente, tu padre tiene razón, sobre todo debes callar. Una niña debe hablar lo menos posible con los mayores.

Y la echaba con un gesto de su hermoso brazo desnudo, que había engordado un poco, en el que brillaba el brazalete de diamantes regalo reciente de su marido, que no se quitaba más que para bañarse. Antoinette recordaba todo eso vagamente, mientras su madre preguntaba a la inglesa:

– ¿Tiene Antoinette la letra bonita, al menos?

– Yes, Mrs. Kampf.

– ¿Por qué? -preguntó la aludida tímidamente.

– Porque podrás ayudarme esta noche a escribir los sobres -explicó su madre-. Tengo que enviar casi doscientas invitaciones, ¿comprendes? No lo conseguiré yo sola… Miss Betty, autorizo a Antoinette a acostarse hoy una hora más tarde de lo habitual… Estarás contenta, espero -añadió volviéndose hacia su hija.

Pero como Antoinette callaba, sumida de nuevo en sus ensoñaciones, la señora Kampf se encogió de hombros.

– Siempre está en la luna, esta niña -comentó a media voz-. Un baile, ¿no te sientes orgullosa, acaso, al pensar que tus padres van a ofrecer un baile? No tienes mucho empuje, me temo, pobre hija mía -concluyó con un suspiro, y se fue.

2

Aquella noche, Antoinette, a quien la inglesa llevaba a acostarse por lo común al dar las nueve, se quedó en el salón con sus padres. Entraba en él tan pocas veces que examinó con atención los artesonados blancos y los muebles dorados, como cuando visitaba una casa desconocida. Su madre le mostró un pequeño velador donde había tinta, plumas y un paquete de cartas y sobres.

– Siéntate aquí. Voy a dictarte las direcciones. ¿Viene usted, querido amigo? -dijo en voz alta a su marido, ya que el sirviente estaba quitando la mesa en la estancia contigua. Desde hacía varios meses, en su presencia los Kampf se trataban de «usted».

Cuando el señor Kampf se acercó, Rosine bisbiseó:

– Oye, despide al criado, ¿quieres? Me molesta… -Pero al sorprender la mirada de Antoinette, se sonrojó y ordenó enérgicamente-: A ver, Georges, ¿va a acabar pronto? Arregle lo que falte y ya puede subir…

A continuación, los tres se quedaron en silencio, petrificados en sus asientos. Cuando el sirviente salió, la señora Kampf dejó escapar un suspiro.

– En fin, detesto a ese Georges, no sé por qué. Cuando sirve la mesa y lo noto a mi espalda, se me quita el apetito… ¿De qué te ríes como una tonta, Antoinette? Vamos, a trabajar. ¿Tienes la lista de invitados, Alfred?

– Sí -respondió Kampf-, pero espera que me quite la chaqueta, tengo calor.

– Sobre todo -dijo su mujer-, no se te ocurra dejarla aquí como la otra vez… Por la cara que ponían Georges y Lucie me di cuenta perfectamente de que les parecía extraño que estuvieras en mangas de camisa en el salón…

– Me importa un bledo la opinión de los sirvientes -refunfuñó Kampf.

– Cometes un error, amigo mío, son ellos los que crean una reputación yendo de una casa a otra y contándolo todo…

»Jamás me habría enterado de que la baronesa del tercer…

Bajó la voz y susurró unas palabras que Antoinette no llegó a oír, pese a sus esfuerzos.

– … de no ser por Lucie, que estuvo en su casa tres años.