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– What's the matter with you, child? Are you ill? -preguntó la inglesa.

Los sollozos cesaron de inmediato.

– Supongo que su madre la ha reñido, es por su bien, Antoinette… Mañana le pedirá perdón, se abrazarán y ya está; pero ahora hay que dormir. ¿Quiere una taza de tila caliente? ¿No? Al menos podría contestarme, querida -añadió al ver que Antoinette guardaba silencio-. ¡Oh!, dear, dear, está muy feo que una señorita se enfurruñe; apena a su ángel de la guarda…

Antoinette hizo una mueca, «sucia inglesa», y tendió hacia la pared sus débiles puños crispados. Sucios egoístas, hipócritas, todos, todos… Les daba exactamente igual que ella se ahogara de tanto llorar en medio de la noche, que se sintiera miserable y sola como un perro extraviado…

Nadie la quería, ni una sola alma en el mundo… Los muy ciegos e imbéciles no veían que ella era mil veces más inteligente, más refinada, más profunda que toda esa gente que osaba criarla y educarla. Nuevos ricos groseros e incultos… ¡Ah!, cómo se había reído de ellos durante toda la velada, y ellos no se habían dado cuenta, naturalmente. Podía llorar o reír delante de sus narices y ellos no se dignarían mirarla. Claro, una niña de catorce años, una chiquilla, es algo despreciable y vil como un perro. Pero ¿con qué derecho la enviaban a acostarse, la castigaban, la injuriaban? «¡Ah!, ojalá se murieran.» Al otro lado de la pared se oía a la inglesa respirar suavemente mientras dormía. De nuevo Antoinette se echó a llorar, pero más quedo, saboreando las lágrimas que se le colaban por las comisuras de la boca; un extraño placer la invadió bruscamente: por primera vez en la vida lloraba así, sin muecas, ni hipos, silenciosamente, como una mujer… Más adelante derramaría las mismas lágrimas por amor… Durante un largo instante oyó los sollozos batiendo en su pecho como el oleaje profundo y grave del mar, la boca bañada por lágrimas que sabían a agua salada… Encendió la lámpara y se miró en el espejo con curiosidad. Tenía los párpados hinchados, las mejillas enrojecidas, amoratadas, como una niña maltratada. Estaba fea, fea… Volvió a sollozar.

«Quiero morirme. Dios mío, haz que me muera… Dios mío, Virgen Santa, ¿por qué me habéis hecho nacer entre ellos? Castigadlos, os lo suplico… Castigadlos una vez para que yo pueda morir en paz.»

Se interrumpió y de pronto dijo en voz alta:

– Pero sin duda todo es un cuento, el buen Dios, la Virgen, cuentos como los padres buenos de los libros y la infancia feliz…

¡Ah!, sí, la infancia feliz, ¡menuda mentira, eh, menuda mentira! Coléricamente, mordiéndose las manos con tanta fuerza que las notaba sangrar, repitió:

– Feliz… feliz… ¡Preferiría estar muerta y enterrada!

La esclavitud, la prisión, repetir día tras día los mismos gestos a las mismas horas… Levantarse, vestirse… los vestidos oscuros, los gruesos botines, las medias de canalé, adrede, adrede ataviada como una criada, para que nadie en la calle siga con la mirada, siquiera un momento, a esta chiquilla insignificante… Imbéciles, jamás volveréis a verle esta piel joven y estos párpados lisos, intactos, frescos y ojerosos, y estos bellos ojos asombrados, desvergonzados, que llaman, ignoran, esperan… Jamás, nunca jamás… Esperar… y estos deseos malignos… Por qué esta envidia vergonzosa, desesperada, que roe el corazón al ver pasar dos enamorados bajo el crepúsculo, que se abrazan al caminar y titubean dulcemente, como ebrios… ¿Un odio de solterona a los catorce años? Sin embargo, ella sabe que le llegará su momento; pero tarda demasiado, nunca llega… y mientras tanto, la vida estricta, humillada, las lecciones, la dura disciplina, la madre que grita…

«¡Esa mujer, esa mujer que ha osado amenazarme!», pensó, y dijo en voz alta:

– No se habría atrevido…

Pero recordaba la mano alzada.

«Si me hubiera tocado la habría arañado, la habría mordido, y luego… pues me habría escapado… para siempre… por la ventana», pensó febrilmente. Y se vio en la acera, tendida, ensangrentada… Sin baile a los quince… Dirían: «La niña no podía escoger otro día para matarse.» Como había dicho su madre: «Quiero vivir yo, yo…» En el fondo, quizá eso le hacía más daño aún que todo lo demás. Antoinette nunca había visto en los ojos maternos aquella fría mirada de mujer, de enemiga…

«Sucios egoístas; soy yo la que quiere vivir, yo, yo; yo soy joven… Me están robando, me roban mi parte de felicidad en la tierra… ¡Oh! ¡Entrar en ese baile milagrosamente, y ser la más bella, la más deslumbrante, con los hombres a mis pies!»

Susurró:

– ¿La conocen? Es la señorita Kampf. La suya quizá no sea una belleza convencional, pero posee un extraordinario encanto, y es tan fina… Eclipsa a todas las demás, ¿no creen? En cuanto a su madre, parece una cocinera a su lado.

Apoyó la cabeza en la almohada húmeda de lágrimas y cerró los ojos; cierta molicie y relajada voluptuosidad distendió lentamente sus cansadas extremidades. Se tocó el cuerpo a través de la camisa de dormir, con dedos ligeros, suavemente, respetuosamente… Un buen cuerpo preparado para el amor…

– Quince años, oh Romeo, la edad de Julieta… -musitó.

Cuando tuviera quince años, el sabor del mundo habría cambiado…

4

Al día siguiente, la señora Kampf no dijo nada a Antoinette sobre la escena de la víspera; pero durante todo el desayuno se dedicó a hacerle notar su mal humor mediante una serie de reprimendas breves, en las que era maestra cuando estaba enfadada.

– ¿En qué sueñas con ese labio colgando? Cierra la boca y respira por la nariz. Qué agradable para unos padres, una hija que está siempre en las nubes… Ten más cuidado, ¿qué manera de comer es ésa? Apuesto a que has manchado el mantel… ¿A tu edad y no sabes comer como es debido? Y no muevas las ventanas de la nariz, por favor, niña… Tienes que aprender a escuchar las observaciones sin poner esa cara… ¿No te dignas contestar? ¿Te has tragado la lengua? Vaya, y ahora lágrimas.

Se levantó y arrojó la servilleta sobre la mesa.

– Mira, prefiero irme antes que ver esa cara delante de mí, pequeña boba.

Salió dando un brusco empujón a la puerta; Antoinette y la inglesa se quedaron solas frente al plato de comida revuelta.