La señora Kampf llevaba una bata y los pies desnudos embutidos en babuchas; sus despeinados cabellos se retorcían como serpientes en torno a su rostro encendido. Vio al florista que, con los brazos llenos de rosas, se esforzaba en pasar por delante de Antoinette, que a su vez se pegaba a la pared.
– Perdón, señorita.
– Vamos, muévete, vamos -la urgió la madre con tal aspereza que, al retroceder, Antoinette chocó contra el brazo del hombre y deshojó una rosa-. ¡Mira que eres insoportable! -exclamó la anfitriona, haciendo tintinear la cristalería que había en la mesa-. ¿Qué haces aquí, tropezando con la gente y estorbando a todo el mundo? Vete, ve a tu habitación, no, a tu habitación no, al cuarto de la ropa blanca, donde quieras; ¡pero que no se te vea ni se te oiga!
Tras marcharse Antoinette, la señora Kampf cruzó deprisa el comedor y la antecocina atestada de cubos para enfriar el champán llenos de hielo, y llegó al despacho de su marido. Éste hablaba por teléfono. Ella esperó a duras penas a que colgara y rápidamente exclamó:
– Pero ¿qué haces, no te has afeitado?
– ¿A las seis? ¡Estás loca!
– Para empezar, son las seis y media, y después puede que se requiera hacer alguna compra en el último minuto; más vale ser prevenido.
– Estás loca -repitió él con impaciencia-. Tenemos a los criados para hacer las compras.
– Me encanta cuando empiezas a dártelas de aristócrata y de señor -repuso ella encogiéndose de hombros-: «Tenemos a los criados…»; guárdate esos aires para los invitados.
– No empieces a ponerte nerviosa, ¡eh! -rezongó él.
– ¡Pero cómo quieres -exclamó Rosine con la voz ahogada por el llanto-, cómo quieres que no me ponga nerviosa! ¡Todo va mal! ¡Esos inútiles de criados no acabarán nunca! Tengo que estar en todas partes y vigilarlo todo, y hace tres noches que no duermo; ¡ya no puedo más, siento que me estoy volviendo loca!
Cogió un pequeño cenicero de plata y lo arrojó al suelo, y este repentino acceso de violencia pareció calmarla. Sonrió un poco avergonzada.
– No es culpa mía, Alfred…
Kampf sacudió la cabeza sin responder. Al ver que ella se iba, la llamó:
– Oye, quería preguntarte una cosa. ¿No has recibido nada, ni una sola respuesta de los invitados?
– No. ¿Por qué?
– No sé, me parece extraño… Y parece hecho a propósito; quería preguntar a Barthélemy si había recibido la invitación, y resulta que hace una semana que no lo veo por la Bolsa. ¿Y si le telefoneara?
– ¿Ahora? Sería una idiotez.
– Pero no deja de resultarme extraño -insistió Kampf.
Su mujer lo interrumpió:
– ¡Mira, lo que pasa es que no se responde, eso es todo! O se asiste o no se asiste… ¿Y quieres que te diga una cosa? Incluso me complace. Significa que nadie ha pensado por adelantado en faltar al compromiso… Al menos se habrían excusado, ¿no crees?
Como su marido no respondía, preguntó con impaciencia:
– ¿No crees, Alfred? ¿Tengo razón? ¿Eh? ¿Qué me dices?
Kampf abrió los brazos.
– Yo qué sé… ¿Qué quieres que te diga? Sé tanto como tú.
Cruzaron la mirada un momento y Rosine suspiró y bajó la cabeza.
– ¡Oh! Dios mío, estamos como perdidos, ¿verdad?
– Ya se nos pasará -dijo Kampf.
– Lo sé, pero mientras… ¡Oh, si supieras el miedo que tengo! Ojalá ya hubiera acabado todo…
– No te pongas nerviosa -repitió él blandamente, girando el abrecartas entre las manos con aire ausente. Y recomendó-: Sobre todo, habla lo menos posible… sólo frases hechas… «Encantada de verles… Tomen alguna cosa… Hace calor, hace frío…»
– Lo más terrible serán las presentaciones -dijo Rosine con preocupación-. Imagínate, toda esa gente a la que he visto una vez en mi vida, a la que apenas reconozco por la cara… y que no se conoce entre sí, que no tiene nada en común…
– Dios mío, pues farfulla alguna cosa. Al fin y al cabo, todo el mundo está como nosotros, todo el mundo tuvo que empezar un día.
– ¿Te acuerdas de nuestro pequeño apartamento de la rue Favart? -preguntó Rosine de repente-. ¿Y cómo vacilamos antes de reemplazar aquel viejo diván del comedor que estaba destrozado? Hace cuatro años de eso, y mira… -añadió, señalando los pesados muebles de bronce que los rodeaban.
– ¿Quieres decir que de aquí a cuatro años recibiremos a embajadores, y entonces nos acordaremos de cómo temblábamos esta noche porque venían un centenar de rufianes y viejas grullas? ¿Eh?
Ella le tapó la boca con la mano riéndose.
– ¡Vamos, calla ya!
Al salir, Rosine tropezó con el jefe de comedor, que iba a avisarla con respecto a los bodegueros: no habían llegado con el champán y el barman creía que no habría bastante ginebra para los cócteles.
Rosine se agarró la cabeza con ambas manos.
– Pero bueno, lo que nos faltaba -empezó a clamar-. ¿Y esto no podía habérmelo dicho antes? ¿Dónde quiere que encuentre ginebra a estas horas? Todo está cerrado y los bodegueros…
– Envía al chofer, querida -aconsejó Kampf.
– El chofer se ha ido a cenar -dijo Georges.
– ¡Naturalmente! -exclamó Rosine fuera de sí-. ¡Naturalmente! A él le da todo igual… -Se dominó-. Le da igual que lo necesitemos o no, el señor se va, ¡el señor se va a cenar! Otro al que voy a despedir mañana a primera hora -añadió dirigiéndose a Georges con tal furia que el criado apretó sus finos labios.
– Si la señora lo dice por mí… -empezó.
– No, no, lo he dicho sin pensar; ya ve usted lo nerviosa que estoy -repuso ella encogiéndose de hombros-. Coja un taxi y vaya enseguida a chez Nicolas… Dale dinero, Alfred.
Rosine se dirigió a su habitación precipitadamente, enderezando las flores al pasar y regañando a los criados:
– Este plato de pastas está mal colocado. Levanten la cola del faisán un poco más. Los emparedados de caviar frío, ¿dónde están? No los pongan demasiado a la vista o todo el mundo se abalanzará sobre ellos. ¿Y las barquillas de foie gras? ¡Apuesto a que se han olvidado de las barquillas de foie gras! ¡Si yo no estuviera pendiente de todo!…