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– Pero se están desempaquetando, señora -dijo el jefe de comedor, y la miró con ironía mal disimulada.

«Debo de parecer ridícula», pensó ella de pronto, al ver en el espejo su cara purpúrea, los ojos extraviados, los labios temblorosos.

Sin embargo, como una niña demasiado cansada, no podía calmarse por más que lo intentase; estaba extenuada y al borde de las lágrimas.

Fue a su habitación.

La doncella colocó sobre la cama el vestido de baile, en lamé plata y adornado con tupidos flecos de cuentas, unos zapatos que brillaban como joyas y medias de muselina.

– ¿La señora cenará ahora? Se le servirá aquí para no estropear las mesas, claro…

– No tengo hambre -replicó Rosine iracunda.

– Como quiera la señora; pero ¿puedo ir yo a cenar ahora? -dijo Lucie y apretó los labios, pues la señora Kampf le había hecho recoser durante cuatro horas las cuentas del vestido que se soltaban a lo largo de los flecos-. Quisiera señalarle a la señora que son cerca de las ocho y que las personas no son animales.

– ¡Pues vaya, hija, vaya! ¿La retengo yo acaso? -exclamó la otra.

Cuando se quedó sola, se echó en el canapé y cerró los ojos; pero la habitación estaba helada, como una cueva: se habían apagado los radiadores de todo el piso por la mañana. Se levantó y se acercó al tocador.

«Estoy horrorosa…»

Empezó a maquillarse la cara minuciosamente; primero, una espesa capa de crema que extendió masajeando con las manos, después el colorete líquido en las mejillas, el negro en las cejas, la fina línea que alargaba los párpados hacia las sienes, los polvos… Se maquillaba con extrema lentitud y de vez en cuando se detenía, cogía el espejo y sus ojos devoraban su imagen con una atención apasionada, ansiosa, lanzándose miradas duras, desafiantes y astutas. De pronto atrapó entre dos dedos una cana sobre la sien; la arrancó con una mueca grotesca. ¡Ah!, ¡la vida estaba mal hecha! Antes, su cara con veinte años, sus mejillas sonrosadas, pero también las medias zurcidas y la ropa interior remendada… Ahora las joyas, los vestidos, pero también las primeras arrugas… Todo eso iba junto… Cómo había que apresurarse en vivir, Dios mío, en agradar a los hombres, en amar… El dinero, los vestidos y los coches bonitos, ¿de qué servía todo eso sin un hombre en tu vida, un pretendiente, un joven amante? Cuánto había esperado ella ese amante. Había escuchado y seguido a hombres que le hablaban de amor cuando aún era una muchacha pobre, porque iban bien vestidos y tenían hermosas manos cuidadas… Menudos patanes, todos. Pero ella no había dejado de esperar. Y ahora tenía su última oportunidad, los últimos años antes de la vejez, la auténtica, sin remedio, la irreparable… Cerró los ojos e imaginó unos labios jóvenes, una mirada ávida y tierna, cargada de deseo…

A toda prisa, como si acudiera a una cita amorosa, arrojó a un lado la bata y empezó a vestirse: se puso las medias, los zapatos y el vestido, con esa habilidad especial de aquellas que se las han arreglado sin doncella toda su vida. Las joyas… Tenía un cofre lleno. Kampf decía que eran la inversión más segura. Se puso el gran collar de perlas de dos vueltas, todos sus anillos, brazaletes de diamantes que le envolvían los brazos desde la muñeca hasta el codo; después fijó al cuerpo del vestido un gran dije adornado con zafiros, rubíes y esmeraldas. Brillaba, centelleaba como un relicario. Retrocedió unos pasos, se miró con una sonrisa feliz… ¡La vida comenzaba al fin!… ¿Quién sabe si esa misma noche?

6

Antoinette y la miss terminaron de cenar sobre una tabla de planchar tendida sobre dos sillas en el cuarto de la ropa blanca. Al otro lado de la puerta se oía a los criados correr de un lado para otro en la antecocina y ruido de vajilla.

– Tenemos que acostarnos ya, querida… No oirá la música desde el cuarto; dormirá bien.

Como Antoinette no respondió, dio unas palmadas riendo.

– Vamos, despierte, Antoinette, ¿qué le pasa?

La llevó a un pequeño trastero, mal iluminado y amueblado precipitadamente con una cama de hierro y dos sillas.

Delante, al otro lado del patio de luces, se divisaban las ventanas brillantes del salón y el comedor.

– Podrá ver bailar a la gente desde aquí; no hay postigos -bromeó la inglesa.

Cuando se fue, Antoinette pegó la frente a los cristales con temor y avidez; la claridad dorada y ardiente de las ventanas iluminaba un gran trozo de pared. Unas sombras pasaban presurosas al otro lado de las cortinas de tul. Los criados. Alguien entreabrió el ventanal; Antoinette percibió claramente el sonido de los instrumentos que afinaban al fondo del salón. Los músicos ya estaban allí. Dios mío, eran más de las nueve… Durante toda la semana, Antoinette había esperado confusamente una catástrofe que engulliría al mundo a tiempo de que no se descubriera nada; pero la noche discurría como todas las noches. En un piso vecino, un reloj dio la media. Media hora más, tres cuartos de hora y después… Nada, no pasaría nada, puesto que, cuando ellas habían vuelto del paseo aquel día, su madre había preguntado, abalanzándose sobre la miss con aquella impetuosidad que hacía perder la cabeza a las personas nerviosas: «Bien, ha echado las invitaciones al correo; no ha perdido nada, no ha extraviado nada, ¿está segura?», y la miss había contestado: «Sí, señora Kampf» Desde luego, la responsable era ella y sólo ella… Y si la despedían, peor para ella, le estaría bien empleado.

– Me importa un bledo, me importa un bledo -balbuceó, y se mordió coléricamente una mano, que sangró bajo los dientes jóvenes-. Y mamá puede hacerme lo que quiera, no tengo miedo, ¡me importa un bledo!

Miró el patio oscuro y profundo bajo la ventana.

– Me mataré, y antes de morir diré que es por su culpa, ya está -murmuró-. No tengo miedo a nada, me he vengado por adelantado…

Volvió a acechar por la ventana; el cristal se empañó bajo sus labios; lo frotó con fuerza, y de nuevo pegó la cara. Al final, inquieta, abrió los dos batientes de par en par. La noche era pura y fría. Ahora veía claramente, con sus penetrantes ojos de catorce años, las sillas dispuestas a lo largo de la pared, los músicos alrededor del piano. Permaneció inmóvil tanto rato que ya no se notaba las mejillas ni los desnudos brazos. En cierto momento llegó a sufrir la alucinación de que no había ocurrido nada, que había visto en sueños aquel puente, las negras aguas del Sena, las tarjetas de invitación rasgadas esparciéndose al viento, y que los invitados iban a entrar milagrosamente, dando comienzo a la fiesta. Oyó dar los tres cuartos, y luego las diez… Las diez… Entonces se estremeció y se deslizó fuera del cuarto. Se dirigió al salón, como un asesino novato atraído hacia el lugar del crimen. Atravesó el pasillo, donde dos camareros bebían champán directamente de las botellas. Llegó al comedor. Estaba desierto, con todo preparado, con la gran mesa dispuesta en el centro, rebosante de carnes de caza, de pescados en gelatina, de ostras en fuentes de plata, adornada con encajes de Venecia, con las flores que enlazaban los platos, y la fruta en dos pirámides iguales. Alrededor, los veladores con cuatro o seis cubiertos donde brillaba el cristal, la porcelana fina, la plata y la plata corlada. Más adelante, Antoinette jamás llegó a comprender cómo se había atrevido a cruzar así, en toda su longitud, aquella gran habitación de luces rutilantes. En la puerta del salón vaciló un instante y luego divisó el gran canapé de seda en el gabinete contiguo; se tiró al suelo de rodillas, se deslizó entre la parte posterior del mueble y las colgaduras con vuelo; había el espacio justo para permanecer allí apretando brazos y piernas contra el cuerpo, y si asomaba la cabeza veía el salón como un escenario de teatro. Temblaba levemente, helada aún por la larga exposición delante de la ventana abierta. Ahora el piso parecía dormido, tranquilo, silencioso. Los músicos hablaban en voz baja. Antoinette veía al negro de dientes brillantes, a una dama con vestido de seda, unos platillos como de bombo de feria, un violonchelo enorme de pie en un rincón. El negro suspiró mientras rasgueaba con la uña una especie de guitarra que zumbó y gimió sordamente.