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– Lo sé. Todo eso es verdad. Ya hablaremos de ello más tarde. Cuando lo hayamos consultado con la almohada.

Vlado la atrajo hacia él y le susurró al oído.

– También es bonito no tener que preocuparme de ti cada día. Aunque detestes el trabajo. Al menos siempre sé que volverás a casa.

– No dirías eso si supieras dónde he estado esta mañana -dijo Vlado-. Fantasmas y viejos nazis bajo tierra. Ha sido un día extraño.

Y estaba a punto de serlo aún más, se temía.

Vlado salió a paso vivo del edificio. El U-Bahn dejaría de funcionar al cabo de menos de una hora, pero su destino estaba a sólo unas manzanas de distancia. El hombre se llamaba Haris, y a Vlado el estómago le seguía dando un vuelco cada vez que recordaba la primera vez que lo había oído. Había notado la presencia de aquel hombre casi desde el mismo instante en que regresó junto a su familia cinco años atrás.

Había llamado dos veces a la puerta del apartamento, sintiéndose más un cartero con un paquete certificado que entregar que marido y padre. Jasmina había abierto la puerta y dado un grito ahogado, después sonrió, estuvo a punto de desplomarse, mientras el aire cálido del apartamento salía al corredor. Sonja levantó la vista desde el suelo tal y como cabía esperar que lo hiciera una niña escéptica de cuatro años cuando aparece un extraño en su puerta. Ante ella se desplegaba una colección de animales salvajes compuesta por zebras y leones de juguete en una llanura enmoquetada. Los había recogido frunciendo el ceño, y después había dado un grito ahogado cuando su madre abrazó de verdad a aquel extraño, sollozando y haciéndole entrar en su casa.

Para ella, papá se había convertido en una voz al teléfono que llamaba una vez al mes desde un lugar llamado Sarajevo, en un programa de una radio privada que emitía para ella sola, una novedad que había envejecido con el tiempo. Aquel hombre que entraba en casa era algo totalmente distinto.

Unos minutos después Vlado había reparado en la presencia de la revista deportiva en la mesa, aquella en su lengua materna en la que venían los nombres de las estrellas futbolísticas a las que en otros tiempos había aclamado. No mucho después había encontrado dos cervezas en el frigorífico. Jasmina la detestaba.

Cuando Jasmina se hubo recuperado de su sorpresa inicial se apresuró a ordenar el salón, llevándose la revista al tiempo que recogía toda clase de cosas, ruborizada y no sólo por la excitación, supuso él. Entró primero en el dormitorio, llevándose su maleta, y mientras Vlado miraba hacia el pasillo desde el sofá, la vio meter rápidamente algunas cosas en una bolsa de plástico. Se sentó, agotado, abrumado al comprender que los dos últimos años habían terminado por fin. Su guerra había terminado de verdad. La idea de que hubiera otro hombre no debería haberle sorprendido, suponía, y por el momento estaba demasiado aturdido y cansado para sentirse furioso, ni siquiera dolido. Había estado fuera de la circulación durante tanto tiempo, sin posibilidad de escapar, y de pronto allí estaba, observando cómo su hija lo miraba a él desde la puerta de la cocina. Sabía por su propia experiencia que las personas que están solas en lugares desconocidos o hacían amistades o se volvían locas, y a veces las amistades se convertían en algo más. Aparte de eso, estaba demasiado agotado por los interrogatorios y el largo viaje para reencontrarse con su familia. Hacía menos de una semana que había salido de Sarajevo. Las emociones de los años bajo el fuego seguían pegadas a él como ropa mojada.

Jasmina nunca mencionó a nadie, ni le dio pista alguna, aunque había veces en que parecía titubear, contenerse en la conversación, ya fuera por no querer hacerle daño o por el dolor que le causaba una pérdida de la que no podía hablar y que no estaba segura de que él quisiera conocer.

Por suerte tenían a Sonja para distraerlos. Se acostumbró a Vlado enseguida, algún antiguo vínculo que se imponía, como si ella tuviera codificado su olor, su voz, sus sentimientos cuando se acurrucaba junto a él con un libro y le pedía que leyera para ella, y al cabo de una semana estaba tan apegada a él que no lo dejaría marcharse. Vlado adquirió la rutina de leerle un cuento en alemán por la tarde. Era un buen ejercicio para los dos, aunque no estaba muy claro quién enseñaba a quién. Él avanzaba por las páginas como un hombre con zancos, mientras ella corregía con delicadeza su pronunciación y señalaba con su manita la página mientras articulaba con destreza sonidos que parecían carraspeos. Su bosnio, si es que así se llamaba ahora su lengua, pues el término serbocroata se había convertido en un contrasentido, se diluía de día en día. Él y Jasmina lo utilizaban en casa, pero recurrir a su lengua materna comenzó a ser como trasladarse a otra época en un tranvía que chirriaba y se había quedado anticuado.

Su matrimonio dio la misma sensación durante algún tiempo. Habían perdido la sensibilidad para los ritmos del otro, el cómodo toma y daca con sus frases hechas y sus gestos. Era como volver a aprender una lengua, pero cada día volvían a ellos más palabras.

Vlado nunca quiso preguntar por ningún hombre, aunque sintió la tentación de sacar a colación el tema cuando hablaba con Sonja. Habría sido tan fácil preguntar por «los amigos de mamá». Sin embargo, cuando intentaba articular las palabras sentía aparecer al policía que llevaba dentro y que interrogaba a su hija, así que alejaba aquel pensamiento. Además, Jasmina no mostraba signo alguno de que nada hubiera continuado. No había largas ausencias sin explicar, ni momentos furtivos al teléfono, y sí, escuchaba para tratar de encontrarlos, con una atención que le daba vergüenza. Las únicas pistas que ofrecía eran aquellos momentos de vacío, cuando miraba hacia rincones en los que no había nada que ver. ¿De quién era el rostro que continuaba por allí?, se preguntaba.

Al cabo de unos meses todo había aflorado en cualquier caso, un día que Jasmina había salido a la compra. Sonja estaba jugando en el suelo con una pequeña jirafa de peluche con hilos de color naranja a modo de crin.

– Qué juguete tan bonito -dijo Vlado desde el sofá, sólo por entablar conversación.

– Me lo regaló Haris -respondió Sonja, y al principio él no reparó en esas palabras. Dio por supuesto que Haris era un amiguito, un niño generoso de la Spielplatz-. Cuando compró a mamá el agua de olor.

Entonces sí le dedicó toda su atención.

– ¿El agua de olor?

– Sí.

– Enséñamela -dijo, dejándose caer lentamente al suelo, moviéndose con sigilo hasta su hija como un conspirador, pero sin dejar que su voz se alterase-. Enséñame el agua de olor de mamá.

– Ya lo sabesss -la niña arrugó la nariz con una sonrisa, haciéndole sentir vergüenza de su ignorancia.

– No. No lo sé -dijo, sonriendo a su vez-. Tráemela.

Y como un pequeño y buen confidente se fue a toda prisa por el pasillo con el paso tembloroso de una niña de cuatro años. La observó a través de la puerta abierta mientras se ponía de puntillas en el dormitorio del matrimonio para hurgar en el cajón superior del tocador de Jasmina.

– Aquí está -dijo con dulzura, acercándose con la presa en la mano extendida.

Era un frasco de Chanel.

Vlado desenroscó el tapón y olió. Jasmina no había usado aquel perfume desde que él había vuelto, pero el frasco estaba usado. Lo puso a la luz, sintiendo la frialdad del cristal, admirando el color ámbar. Incluso las versiones piratas de aquellos artículos alcanzaban un buen precio en la calle. Con sus ingresos comprar algo así supondría un verdadero sacrificio. Atrajo a Sonja hacia él y la estrechó entre sus brazos, conteniendo las lágrimas.