– ¿A que es bonito? -dijo Sonja, con la voz ahogada contra su camisa.
Vlado esbozó con esfuerzo otra sonrisa.
– Sí, mi vida. Es muy bonito.
Así que ahora tenía un nombre. Haris. Y hojeó mentalmente un catálogo de rostros del edificio, del bar, del puesto de salchichas, del mercado, intentando recordar a Haris. Estaba el Centro Cultural Bosnio en Kreutzberg, un lugar donde sus compatriotas se reunían a veces, celebraban las fiestas, festejaban las bodas. Pero el único Haris que había allí era un anciano, con sopa en la pechera, que siempre hablaba entre dientes de sus hijos perdidos y de los crímenes de los serbios.
La puerta de la vivienda se abrió y apareció Jasmina, empapada, con dos bolsas de lona repletas de comestibles. Miró el frasco de perfume que él sostenía en su mano, después a Sonja, que estaba de nuevo en el suelo con su jirafa, ajena a la súbita tensión ambiental.
Los colores aparecieron en las mejillas de Vlado, que dejó con suavidad el frasco en una mesa al lado del sofá. Jasmina entró en la cocina sin decir palabra, sin molestarse en quitarse los zapatos, dejando a su paso huellas húmedas en la moqueta. Vlado oyó las llaves sonar en la encimera, el clic del frigorífico al abrirse, el ajetreo de puertas de armarios cerrándose, botellas chocando, bolsas crujiendo. Deseó sentirse furioso pero sólo sintió frialdad, un dolor apagado y profundo.
Volvió a mirar el frasco. Ahora tenía la oportunidad de devolverlo al cajón, a cualquier cajón. Aquel paso les permitiría guardar las apariencias a los dos, ganar tiempo, un gesto a partir del cual construir. Podrían hablar de ello más adelante. Pero en cambio encendió la televisión y volvió al sofá, dejando el frasco bien a la vista, una acusación abierta. Prueba A de la acusación.
Esperaron hasta después de la cena, una vez que Sonja estuvo dormida. Después Jasmina preparó un té para ella y abrió una botella de cerveza para Vlado, que le llevó en un vaso. Aquello pareció un primer paso hacia el acuerdo, y él aprovecho la oportunidad, hablando despacio.
– Sonja me habló de alguien llamado Haris.
Jasmina se sentó con las piernas dobladas en el otro extremo del sofá, con la jarrita humeante en sus manos.
– Haris -dijo, haciendo una pausa- es un amigo. Mejor dicho, era un amigo. Un amigo y a veces… -titubeó, mirando a Vlado a los ojos con una expresión de cuidado y preocupación-. A veces algo más. Un compañero. Más para dar calor ante la soledad que otra cosa. Los días sin ti pasaban y pasaban. Entre una llamada y otra pensaba que habías muerto. A veces estaba convencida de ello, sabía que nadie te encontraría en el apartamento durante días, y que incluso cuando te encontrasen, nadie sabría a quién llamar, ni cómo. Y fue uno de esos días cuando conocí a Haris.
No necesitaba oír más. Lo único que necesitaba oír era que aquel hombre había desaparecido, que había terminado en la vida de Jasmina. De lo contrario, la conversación giraría hacia el punto muerto al que a menudo llegaban desde que había regresado. Los dos parecían decididos a demostrar al otro que habían sufrido más durante los dos años en que habían estado separados. Y era cierto que ninguno de los dos podía entender de verdad lo que el otro había soportado. Él nunca conocería la dureza de la vida en soledad en un lugar inhóspito sin otra cosa que tu hija y tus deseos de compañía, arrastrada por una corriente fría de parloteo indescifrable y funcionarios que siempre querían ver tus documentos, papeles y más papeles. Ella, por otra parte, no podía entender el miedo y el agotamiento de dos años dentro de una guerra claustrofóbica, donde los obuses y las balas formaban parte del tiempo, pavesas de ceniza en una atmósfera viciada que apestaba a cañerías atascadas, basura ardiendo y muerte.
Pero la mención del nombre de aquel hombre, oír la palabra «Haris» saliendo de los labios de Jasmina, pareció sacar a Vlado de su acostumbrada trinchera, y a ella de la suya, y a partir de aquel día ninguno de los dos insistió tanto en documentar los dos años que habían pasado separados. Poco a poco, las discusiones se desvanecieron, y con ellas el nombre de Haris.
Sin embargo, ésa no fue la última vez que oyó aquel nombre, y lo lamentaba más si cabe ahora que el americano, Pine, había aparecido en su puerta.
Había conocido a Haris más de cuatro años después, hacía en ese momento apenas un mes, en un lugar llamado Noski's. Era un bar, uno de los pocos donde un bosnio podía estar sin preocuparse de ser apaleado hasta estar en un tris de perder la vida por la pandilla de jóvenes gallitos del barrio. Vlado acudía allí a veces para leer periódicos y revistas atrasadas de Zagreb, incluso de Belgrado, amontonadas en un extremo de la barra. A veces había un ejemplar bastante reciente del diario de Sarajevo, Oslobodjene. Al encargado, un viejo tabernero de Prijedor, nunca pareció importarle que Vlado apenas gastase en bebida. Sabía que la mayoría de sus parroquianos no podían permitírselo, y los pocos que podían compensaban con creces a los demás bebiendo hasta perder el conocimiento, un día tras otro.
Vlado estaba sentado en su taburete de costumbre cuando una voz le habló a su espalda.
– Tú eres Vlado.
Se volvió y vio a un hombre delgado y entrecano, vestido con tejanos y una chaqueta de cuero negro ajada, con el cabello despeinado, unos ojos que habrían sido de un bonito y tranquilizador color azul de no haber estado inyectados en sangre. Pero eran unos ojos que no dejaban que se apartase la mirada de ellos, y Vlado supo exactamente quién debía de ser.
– Y tú eres Haris.
El hombre asintió con la cabeza.
– Te invito a una copa. Después te contaré una historia.
Se sentó en el taburete de al lado, oliendo a whisky. Pero parecía perfectamente sobrio, no se tambaleaba ni arrastraba las palabras.
– No quiero una copa -dijo Vlado-. Y desde luego no quiero que me cuentes una historia.
– Es una historia para un policía, y tú eres el único que conozco. De acuerdo, también es una historia para un marido. Un marido que sólo quiere leer los periódicos y volver a casa con su mujer y su hija. -Se volvió hacia el barman-. Una cerveza, por favor. Y un whisky. -Después, volviéndose de nuevo hacia Vlado, agregó-: Sólo tienes que escucharme esta vez. Es lo único que pido.
Sus ojos suplicaron desde alguna lejana y distante colina del pasado.
– De acuerdo. Sólo ésta.
Haris puso un billete arrugado en la barra para pagar las bebidas y esperó a que le sirvieran el whisky. Luego comenzó.
– Llegué aquí con mi hermana a finales del noventa y dos. Con mi hermana Saliha. De Bijeljina. Allí nos criamos. Allí fuimos a la escuela, conseguimos trabajo, hicimos amigos. La mayoría de nuestros amigos eran serbios. Cuando comenzó la guerra, sabía que todo iría bien, porque todo el mundo nos conocía. Nadie permitiría que nos sucediera nada.
Bebió un largo trago de whisky, hizo una mueca y se limpió la boca con la manga.
– Saliha fue violada en el primer mes de la guerra. Cinco veces, por un grupo de hombres, en una habitación donde la retuvieron durante dos días. A mí me llevaron al campo de concentración de Keratern. Nos cargaron a cincuenta en un autobús y nos metieron detrás de una valla. No nos dieron de comer durante cuatro días en los que nos sacaban, de dos en dos, nos pegaban en la cabeza, nos encadenaban a camiones. A algunos los mataron a tiros. A mí sólo me pegaron. En las piernas y en la cara. Nos dejaron cinco semanas detrás de la alambrada hasta que un día llegó un comandante y nos dejó en libertad. A todos los que no habían muerto. Pero se quedaron con nuestros papeles, con nuestro dinero, luego nos metieron en camiones y nos llevaron a las primeras líneas del frente, donde nos descargaron y nos dijeron que no volviéramos nunca.
»Los francotiradores mataron a dos de los nuestros mientras caminábamos hacia el otro lado, cruzando las líneas a trompicones. Otro pisó una mina. La ONU estaba allí y todo, pero no podían hacer nada. Creo que alguien presentó una protesta más tarde. -Bebió un sorbo de whisky, señaló con un gesto la jarra de cerveza llena de espuma-. Por favor. Necesitarás beber si vas a oír todo esto.