Observó a Vlado mientras éste levantaba la jarra y bebía.
– Encontré a mi hermana tres semanas después en el gimnasio de un colegio, donde dormía en el suelo. Aquel lugar estaba lleno de refugiados. Cientos. Familias enteras sobre toallas y mantas, con la ropa tendida entre los aros de baloncesto.
»Piojos, mala comida, todos los olores que puedas imaginar. Así era la vida en el gimnasio. Mi hermana no hablaba con nadie. Lo único que hacía era estar sentada todo el día en un catre, con los ojos abiertos. Dormí en el suelo a su lado durante una semana. Después, al octavo día, se levantó por fin y decidió dar un paseo por el exterior. Estaba nevando y ella iba descalza, pero siguió andando como si nada mientras yo la seguía, con miedo de decir algo. Después de dos manzanas se detuvo, se miró los pies y comenzó a llorar. La llevé de vuelta y en el camino me contó lo que había sucedido, me susurraba al oído como un niño que le cuenta a su padre que ha hecho algo malo. Conocía a aquellos hombres, a tres de ellos. Conocía sus caras y sus nombres. Uno enseñaba a nuestro sobrino en la escuela. Otro se había criado en una granja cercana a la de nuestro tío. Yo jugaba al fútbol con él en la escuela. El otro hombre era del pueblo, un panadero. -Hizo una pausa, negó con la cabeza-. Cinco meses después llegamos aquí. Fue a finales del noventa y dos. Durante tres años ella estuvo más o menos igual, sin ir a ninguna parte, tumbada en el apartamento, viendo la televisión.
»Un día soleado y cálido, una mañana de primavera después de que lloviera un poco, la llevé a dar un paseo, casi tuve que empujarla para que saliera por la puerta y bajarla en brazos por las escaleras. Pero comenzó a mirar a su alrededor. Se paró y se sentó un rato en un banco, frente a una parada de autobús. Luego decidimos coger un autobús, dar una vuelta. Cruzamos la calle y ella miró a la multitud, siete u ocho personas que esperaban el autobús. Y entonces fue cuando lo vio, a uno de los hombres, no uno de los tres a los que conocía, sino a su jefe, el más importante, el que tenía una cicatriz y llevaba una boina negra, el que se inclinaba sobre su cara con el aliento oliendo a brandy, el que sudaba encima de ella durante veinte minutos. Intentó gritar, intentó decirme quién era, pero de su boca no salió ninguna palabra hasta que el autobús se fue con aquel hombre dentro. Me dijo que se llamaba Popovic, y yo también lo había visto.
»Así que al día siguiente fui de nuevo a la parada de autobús a esperarlo. Estuve allí nueve horas. Y al día siguiente, y al siguiente. Tomé la decisión de ir todos los días hasta que él volviera, como si fuera mi trabajo, porque de todos modos no tenía un trabajo de verdad. Sólo trabajos en la construcción, sin papeles, tirando viejas paredes y enlucidos, y la mitad de las veces no nos pagaban. Así que seguí acudiendo a la misma esquina. Y así fue como conocí a Jasmina.
Oírle decir su nombre produjo un sobresalto a Vlado. Pero siguió en silencio, esperando que Haris continuase. Hizo una pausa para beber otro trago de whisky.
– Ella me había visto, supongo, me había visto en aquella esquina día tras día, como alguien obsesionado. Y es verdad que estaba obsesionado. Loco y sucio, con el mismo abrigo, lloviera o luciera el sol. La misma botellita de agua metida bajo el brazo con un periódico.
»Ella me abordó un día, por curiosidad más que nada, y me preguntó a quién buscaba. Después de días de ser ignorado por casi todo el mundo en Berlín, parecía una especie de revelación, como si hubiera sido invisible para todos menos para ella. Y cuando te sientes como yo me sentía, tan centrado en algo que no puedes ver nada más, cuando alguien advierte de verdad lo que estás haciendo, parece magia. Como si tuviera poderes que nadie más tiene. Así que hablamos. Y yo me relajé un poco. Me sentí casi normal durante aquellos minutos hasta que llegó su autobús. Y al día siguiente volvimos a hablar, y yo no le había dicho todavía por qué estaba allí, ni a quién buscaba. Pero ella me dijo que también esperaba a alguien. Creo que aquella mañana puede que hasta me hubiera afeitado. Que me hubiera cambiado de camisa. Que hubiera limpiado el abrigo. No lo recuerdo ya. Pero el quinto día ella me trajo una manzana. Debía de estar muy pálido. Y unos días después dejé de ir allí. Nos encontrábamos en otros lugares, lugares más normales, y nos hicimos amigos.
Aquello era todo lo que a Vlado le interesaba oír sobre la cuestión. Quiso hablar, pero Haris levantó una mano.
– Por favor. Otra cerveza. Yo invito, tú escuchas. He terminado con la parte de tu mujer, pero tenía que contarte hasta ahí, para que lo supieras.
El barman puso otra ronda, Haris otro billete arrugado.
– Más adelante me enteré de más cosas sobre aquel hombre, Popovic. No era ése el nombre que usaba aquí, y la gente que lo conocía decía que había vuelto, que había vuelto a Bosnia y a los combates. Tenía su propia unidad, sus propios hombres con sus propios uniformes negros y un sobrenombre, «Los Leones de Popi». Pero entonces yo volvía a tener una vida. Trabajaba en edificios antiguos, pintando o desprendiendo aislamiento. Me pagaban en efectivo al terminar cada jornada, o a veces no me pagaban. A mi hermana no le importaba. Estaba en casa, más callada que nunca, con la televisión encendida. Después de ver a Popovic aquella vez no volvió a salir de la casa. Pero seguí trabajando. Y, sí, a veces veía a Jasmina.
Fue la única vez que Haris estuvo a punto de alzar la voz, en una breve nota de desafío.
– Después, a principios del noventa y cuatro, la persona a la que ella esperaba volvió a casa. Y, para mí, aquello fue el fin de Jasmina. Me llamó, una sola vez, y me dijo adiós, me deseó buena suerte. Y durante algún tiempo me pareció que la vida se acababa allí. Así que volví a trabajar. Intenté encontrar trabajo. Gané algo de dinero. Y me olvidé de las mujeres, me olvidé hasta de Popovic. Hasta hace tres semanas, cuando lo volví a ver. Había oído algunas cosas sobre él, como mucha gente. Alguien me había dicho que en el último año de la guerra había estado en Srebrenica cuando la ciudad cayó, de nuevo al mando de su unidad, ayudando a reunir hombres y niños. Saqueando, matando, haciendo lo que hiciera. Otras personas dijeron después que debía de haberse marchado a Belgrado, o incluso a Kosovo.
»Pero ahora eran tiempos de paz y allí estaba cerca de la misma parada de autobús que antes, esta vez cruzando la calle en dirección al U-Bahn. Caminaba deprisa. Siempre me había preocupado que no pudiera reconocerlo si lo volvía a ver, que su cara pudiera haber desaparecido de mi cabeza para siempre, sólo para atormentarme, pero incluso después de más de cuatro años lo reconocí de inmediato, y supe que no me había visto observarlo. Así que lo seguí, monté en el U-Bahn un vagón detrás del suyo. Lo observé a través de las ventanillas y me bajé en la misma parada. Un largo trayecto, un par de trasbordos. Luego media hora a pie y llegó a la Ku'damm. Y para entonces él parecía ya fuera de lugar, estoy seguro, un mugriento bosnio en aquella calle elegante de tiendas y teatros y berlineses occidentales con todo su dinero y expresiones de aburrimiento. Yo lo seguía media manzana por detrás, intentando no perderlo. Entramos en Ka De We, los grandes almacenes, y durante unos minutos no pude verlo. Pensé que me echaría a llorar allí mismo en la tienda si lo perdía después de todo aquello. Entonces vi su cabeza al otro lado de los mostradores, dirigiéndose a una escalera mecánica. Iba al café, que estaba en la parte superior del establecimiento, donde había todas aquellas plantas bajo un techo de cristal. Se sentó. Esperaba a alguien, así que fui a otra mesa. Tuve que pedir algo o me habrían echado a patadas. Cinco marcos de mi bolsillo me costó un café que me dejó sin blanca para el resto de la semana.