Vlado no pudo menos de pensar en el frasco de Chanel, que debió de dejarle sin blanca para un mes entero.
– Lo observé mientras disfrutaba de su Schnitzel, sus pastelitos, su Coca-Cola y su café. Gastó algo así como veinte marcos sólo para tomar un refrigerio, y no dejó de mirar su reloj hasta que por fin llegó una mujer y se sentó con él. Guapa. Probablemente bosnia, pero no pude asegurarme porque no pude oír lo que decían. Iba muy elegante. Un bonito vestido y medias negras. Los labios pintados. Muy guapa, y era suya. Pertenecía al violador, al asesino. Ella le dio un beso, hablaron un rato, muchas sonrisas y sonrisitas de suficiencia de él. Y después ella se despidió. Creo que debía de trabajar allí. Y él volvió sobre sus pasos, por el mismo camino que a la ida. Las mismas estaciones de U-Bahn. La misma parada al final, y ahora yo estaba excitado. Porque sabía que volvía a su casa. Entró en un portal. Un edificio como el tuyo. Y casi me entró el pánico porque no sabía qué hacer con el ascensor. Si subía con él me reconocería, estaba seguro, o vería algo en mis ojos y sabría que estaba lo bastante loco para matarlo. Pensé que estaba a punto de perderlo después de todo aquello. Y entonces, mi día de suerte. Unos trabajadores de mudanzas estaban utilizando un ascensor. Cargando un mueble de gran tamaño. El otro estaba averiado. Kaput. Así que subió por las escaleras, y yo lo seguí un tramo por detrás, andando de puntillas para no hacer ruido. Oí abrirse una puerta en el cuarto piso y subí corriendo mientras se cerraba. Miré hacia el corredor a tiempo de ver una puerta cerrándose tras él, y vi el número y busqué el nombre en la puerta y en el buzón. Era falso, por supuesto, porque yo conocía su verdadero nombre. Lo había oído muchas veces, incluso lo había leído en los periódicos.
»Y bien. ¿Qué hacer entonces? Primero se lo conté a mi amigo Huso, porque era de Srebrenica. Había estado cuatro días corriendo por los bosques, intentando salir de allí. Y había visto a aquel hombre, Popovic con las muchedumbres de chetnik, metiendo a la gente en autobuses, haciendo salir a hombres y niños de los bosques. Sus dos hermanos salieron, pero él siguió corriendo. Llegó a Tuzla, pero ellos nunca lo lograron. Se subieron en los autobuses. Nadie los ha vuelto a ver.
»Huso dijo que lo único que teníamos que hacer era acudir a la policía. Se lo contamos a ellos, dijo, luego ellos se lo contarán al Tribunal para Crímenes de Guerra, y después alguien vendrá a detenerlo. Así lo hicimos, al día siguiente. Esperamos dos horas en la comisaría de policía y podía haberse pensado que éramos ladrones por la forma en que actuaban, como si estuviéramos sucios y sólo quisieran meternos en la cárcel o mandarnos a casa, de vuelta a Bosnia. Pero al final aceptaron nuestra información. Dijeron que harían una llamada telefónica.
– ¿Y después? -preguntó Vlado.
Para entonces el policía que llevaba dentro estaba enganchado. Tragó un poco de cerveza, sin apartar la mirada de Haris.
– Y después, nada. Pasaron dos semanas y yo lo controlaba todos los días, sólo para asegurarme de que seguía aquí. Todos los días iba a ver a la misma mujer, pero en lugares diferentes. A veces pasaba la noche con ella. A veces ella volvía con él. Iba siempre bien vestido y gastaba sus marcos como si no tuvieran ningún valor. Pero nadie había ido a detenerlo, ni a llevárselo. Y Huso y yo habíamos comenzado a pensar que nadie iba a venir nunca.
Haris hizo una pausa, como si le costase continuar. Pidió otro whisky y miró fijamente a Vlado.
– Así que ahora quieres que yo haga algo al respecto -dijo Vlado-. Porque antes era policía.
– Porque sabes cómo se hacen esas cosas. Practicar detenciones. Poner a la gente a disposición judicial. Has formado parte de todo eso.
Pero no fue el policía que había en Vlado el que respondió. Fue el marido, súbita e irracionalmente furioso porque aquel hombre que había encontrado consuelo en su mujer quisiera encontrar consuelo también en él. El policía que llevaba dentro le habría dicho: «Deja que las cosas sigan su curso. Denúncialo otra vez si quieres sentirte mejor. Da la lata si tienes que hacerlo, o llama por teléfono directamente a La Haya, y desde luego ofrécete como testigo, y si no permanece al margen del asunto. Sólo te estarás buscando problemas».
El mando que llevaba dentro dejó a un lado tales aspectos prácticos.
– Si la policía fuera a hacer algo, lo habría hecho ya. Alguien como Popovic no debe de figurar en los primeros puestos de su lista. A los alemanes les preocupan más los asiáticos que venden cigarrillos libres de impuestos, o los turcos que trafican con heroína. Lo único que quieren de los bosnios es un visado de salida y una rápida despedida. La única forma de hacer que se interesen por alguien como Popovic es llevárselo a la puerta. Si Huso y tú queréis que se haga algo con Popovic, tendréis que hacerlo vosotros.
En cuanto hubo dicho esto, Vlado se sintió avergonzado, incluso un poco nervioso, como un niño que ha encendido la mecha de un enorme artilugio pirotécnico y ahora debe arrojarlo, sin saber dónde caerá. Una imagen absurda se le vino a la mente, de Haris y Huso atando a Popovic con metros de cuerda y descargando a aquel hombre en una comisaría de policía con una mordaza en la boca y una nota prendida a su camisa, garabateada en un bosnio gramaticalmente incorrecto.
Haris seguía mirándolo, como si esperase más instrucciones.
Vlado lo complació, incapaz de resistir la tentación de hacer avanzar la llama un poco más en la mecha.
– Mira, si Popovic vive aquí con otra identidad, con otro nombre, ¿quién crees que echaría de menos al verdadero Popovic? Nadie. Echarían de menos al otro hombre. Pero el otro hombre no existe, excepto en documentos falsos. Algo que las autoridades descubrirían en cuanto registrasen su casa o investigasen sus antecedentes. Suponiendo que se molestasen en hacerlo.
Tomó un sorbo de cerveza y sintió la espuma fría en sus labios.
– Y si no has tenido noticias del Tribunal, ¿cuánto dice eso de su interés? Da la impresión de que Huso y tú sois los únicos que os preocupáis del asunto. Es posible que ni siquiera haya sido acusado, y si ése es el caso, puede que nunca lo sea.
– Pero Huso lo vio, vio lo que hacía en Srebrenica. Mi hermana también lo vio. Debe de haber testigos que hayan mencionado su nombre.
– Tal vez los investigadores nunca hayan hablado con ninguno de ellos. Además, ¿estás seguro de que es eso lo que quieres hacerle pasar a tu hermana? ¿Que suba al estrado para contestar a las preguntas de un abogado de Popovic, que no parará de decirle a ella cuánto lo deseaba, cuánto lo había pedido? Le preguntará qué vestidos llevaba, qué clase de perfume usaba, con cuántos hombres se había acostado. ¿Es eso lo que quieres?
Haris no respondió. Sólo bebió whisky de nuevo y dejó su vaso con fuerza en la mesa, asintiendo con la cabeza una vez, con una mirada de determinación en los ojos, y por un momento Vlado deseó volver atrás, decirle: «Cálmate. Haré algunas llamadas. Deja que me ocupe de esto».
Pero el momento pasó, y Haris se levantó, depositando un último billete arrugado en la barra.
Haris no tardó mucho tiempo en seguir sus consejos. Cuatro noches más tarde sonó el teléfono. Por suerte fue Vlado el que contestó.
– Soy Haris.
La cólera nació en Vlado casi de inmediato, pero Jasmina y Sonja estaban en la habitación contigua, así que no gritó.
– No quiero oír hablar nunca más de tus problemas -susurró-. Quiero que salgas de nuestras vidas.
– Entonces baja a la calle y tu deseo se cumplirá. Te lo prometo. Huso y yo estamos aquí abajo.
– ¿Qué habéis hecho? -preguntó lacónicamente.
– Tú ven. No tenemos mucho tiempo.
Los encontró en un rincón poco iluminado del vestíbulo, junto a un teléfono público al lado de los buzones, intentando no llamar la atención y por lo tanto haciendo exactamente eso, una pareja sudorosa y de aspecto nervioso que apestaba a esfuerzo y agotamiento, con las miradas vidriosas por un desenfreno apenas contenido y por más de una copa.