– Vamos afuera -susurró Haris-. Síguenos.
Caminaron hasta un rincón apartado del aparcamiento, que daba a una pequeña arboleda. Las dos farolas de aquel rincón estaban apagadas. Los cristales rotos crujían al pisarlos. Su coche era el único en un radio de veinte metros, y Vlado estuvo a punto de echarse a reír al ver que era un Yugo marrón, como el final de un chiste elaborado y burdo, dos expatriados incompetentes y algo expatriado e indigno de llamarse coche.
Se detuvieron junto a la parte trasera del coche, formando un corrillo nervioso, Haris mirando a Huso, que buscaba las llaves. A Vlado se le revolvió el estómago cuando la puerta del maletero se alzó con un chasquido, abriéndose a la oscuridad con un chirrido agudo. Allí había un hombre encajado y hecho un ovillo, presumiblemente Popovic, con las manos atadas a la espalda. Vlado esperaba desesperadamente que estuviera vivo, pero tenía la boca abierta, sin mordaza, y el olor que salía de aquel exiguo espacio oscuro era de sangre, sangre enfriada y coagulada en la ropa y en la piel.
– Está muerto -dijo Haris.
Huso miró a Vlado. Era la primera vez que Vlado lo veía. Cara ancha y plana y cuerpo bajo y rechoncho, y los ojos marrones y asustados de un perro que acaba de mordisquear el periódico de la mañana. ¿Qué querían? ¿Que los detuviera? La situación era desesperada, y flaqueó ante la magnitud de lo que habían hecho, de lo que él había hecho. Los haces de luz de unos faros los iluminaron brevemente cuando un coche giró para dirigirse al extremo opuesto del estacionamiento.
– Por el amor de Dios, ciérralo -dijo Vlado.
Estaba tratando con idiotas. ¿Pero por qué estaba tratando con ellos? ¿Qué estaba haciendo allí en el aparcamiento con aquellos dos hombres y aquel cadáver?
– Quiero contarte cómo pasó -dijo Haris-. No queríamos matarlo. Y ahora no sabemos qué hacer.
– Subid al coche -dijo Vlado-. Contádmelo mientras conducís. Pero no os quedéis aquí llamando la atención. Si aparece un policía ahora, ésta es la primera zona del aparcamiento que inspeccionará. Vamos. Subid.
Obedecieron, dóciles y cansados. Huso se sentó al volante, acelerando el quejumbroso motor, los mecanismos fabricados en algún lejano rincón de la patria, años atrás, antes de la guerra, cuando ser dueño de un Yugo no era algo tan malo, y la vida en una aldea entre las montañas era pobre pero tranquila. Los que vivían allí estaban olvidados, al igual que el país. Pero ahora los problemas se habían esparcido por todas partes, una diáspora de enemistades y venganzas. Habían llevado la guerra al Spielplatz y al puesto de wurst, pequeñas Bosnias por todas partes.
– Busca una calle más transitada -dijo Vlado desde el asiento trasero, tomando el control como policía-. Y no aceleres, no hagas nada para que te paren.
Huso iba rígido al volante, con la postura de un alumno de autoescuela que teme hacer algo distinto de lo que el profesor le ha dicho.
– ¿Cómo diablos ha sucedido?
Haris se volvió en el asiento del pasajero.
– Lo seguimos hasta su casa esta tarde. Había ido a Ka De We. A ver a esa mujer. A la vuelta se detuvo en un parque y dio un paseo. Se metió entre unos arbustos para mear, y Huso lo agarró. Huso llevaba un cuchillo.
– ¿Dónde está el cuchillo?
Haris pareció quedarse en blanco. Huso negó con la cabeza.
– No estoy seguro -dijo-. Puede que en el maletero. No lo sé.
Así era como la cagaban siempre los aficionados. Algún detalle importante que se pasaba por alto. Vlado había visto ya todo los indicios en su trabajo. Ahora estaba allí en un coche con aquel par de imbéciles, inextricablemente unido a ellos.
– Nos pusimos uno a cada lado de él y le dijimos que viniera con nosotros -continuó Haris-. Huso le enseñó el cuchillo. Le dijimos que era una cuestión de dinero. Que si venía con nosotros y escuchaba nuestra oferta todos podíamos ganar un montón de dinero. Aquello no le gustó pero vino con nosotros. Creo que pensaba que el cuchillo era algo de lo que podía ocuparse. Así que caminamos hasta el coche. Huso había pedido prestado uno, y estaba a sólo una manzana de allí. Huso seguía llevando el cuchillo debajo de la chaqueta.
– ¿Así que este coche ni siquiera es de Huso?
– No.
– ¿Encima de qué está ahí atrás? ¿De una manta? ¿Algo?
– Hay una gran sábana de plástico.
A veces los aficionados acertaban, a pesar de sí mismos. Vlado se preguntó cuánta sangre llevaban en sus ropas. Recordó lo mugrientos que parecían a la tenue luz del aparcamiento del edificio. No era una buena señal.
– Sigue adelante. ¿Qué pasó después?
– Fuimos con el coche hasta una obra. Un nuevo centro comercial donde Huso había trabajado alguna vez, pintando. Paramos en la parte trasera. Huso sacó el cuchillo y le dijo que se diera la vuelta. Le até las muñecas. Le dijimos que lo íbamos a llevar a nuestro alijo de drogas.
A Vlado le asombraba que Popovic hubiera accedido a todo aquello. O era demasiado tonto o demasiado codicioso. Probablemente las dos cosas. O tal vez sólo estuviera asustado. La gente acostumbrada a dar órdenes casi nunca sabe actuar cuando las recibe.
– No íbamos a matarlo -dijo Huso desde el asiento delantero-. Lo único que queríamos era una confesión. Luego íbamos a entregarlo a la policía.
– ¿Una confesión?
– De todo lo que había hecho -dijo Haris-. Iba a tomarle declaración.
Metió la mano debajo del asiento y sacó un cuaderno de espiral con dos bolígrafos introducidos en las espirales de encuadernación. Como si fuera un policía haciendo un atestado. Haris había creído de verdad que ellos iban a resolver el asunto, pobre desgraciado. Sobre todo porque un policía de verdad había sido tan negligente que les había dicho que podrían hacerlo.
– Continúa -dijo Vlado, con la voz poco más alta que un susurro.
– Se rió de nosotros. Dijo: «¿Eso es todo lo que queréis? ¿Una confesión? ¿No hay negocios? ¿Sólo gilipolleces sobre la guerra?». Así que Huso le pegó. Le pegó en la cara y le preguntó por sus hermanos. Le dijo que había violado a mi hermana. Él siguió callado, no decía nada. Creo que empezaba a estar un poco asustado, pero no iba a admitirlo, no iba a decir nada. Así que le dijimos que le llevaríamos a la policía, que sabíamos su verdadero nombre y que lo detendrían.
– Y él dijo que adelante.
– Sí. ¿Cómo lo sabes?
– ¿Por qué iba a decir otra cosa? La policía no habría sabido qué hacer con él, salvo que era un bosnio sin los papeles en regla. Lo habrían deportado y él se habría alejado de vosotros dos, y se lo habría pensado dos veces antes de volver a Berlín. Me parece increíble que fuera tan tonto para desafiaros. O para reírse.
– Decidimos que no tenía sentido. Mejor dicho, yo lo decidí. Le dije a Huso que no podíamos llevarlo. Comenzamos a discutir en el coche. Entonces fue cuando Popovic abrió la puerta de golpe con la rodilla. Se bajó y echó a correr, hacia la calle. Lo cogimos y lo inmovilizamos, lo llevamos a rastras de nuevo hasta el coche. Lo llevamos a empujones hasta uno de los muros traseros del edificio. Luego le escupió en la cara a Huso. Dijo: «A la mierda tus hermanos, se merecían morir». Y entonces fue cuando Huso lo apuñaló. Lo apuñaló una vez y después ya no pudo parar.
Haris hizo una pausa. Huso suspiró profundamente en el asiento del conductor, como si recordase alguna lejana situación desagradable.
– Todo fue muy rápido. Como matar a un animal. Todas las sacudidas y los resuellos, el aire y la sangre saliendo de su cuerpo, el cuchillo entrando y saliendo con aquel ruido, como apuñalar un saco de arena.