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– Será divertido -dijo Pine antes de desacelerar un punto, con una sonrisa ahora casi avergonzada-. O interesante, claro. Ah, y guarda los recibos si quieres que se te reembolsen los gastos. Contreras es tan estricto con el dólar como sus predecesores.

Vlado sonrió. Algunas cosas del trabajo policial eran iguales sin importar para quién se trabajase.

El viaje en tren fue una cámara de descompresión perfecta para pasar de una vida a otra. Cuando habían terminado de cruzar lentamente Berlín para adentrarse entre los pinos del campo, Vlado sintió como si viejos circuitos surgieran de la noche a la mañana después de años de inactividad. Compró una Coca-Cola y una bolsa de patatas fritas a un vendedor que empujaba un carrito por el pasillo en movimiento, y después se quedó dormido durante media hora, se despertó fresco y pensando en su familia. Jasmina estaba excitada y un poco celosa. Era Sonja quien se había mantenido firme en contra de todo aquello, tirándole del abrigo cuando él cruzaba el umbral. El recuerdo enfrió su euforia. Seguía siendo demasiado fácil recordar el vacío de sus dos años en soledad, el tiempo, la energía que había dedicado a limar asperezas. Ahora había salido corriendo solo otra vez, dejándolas atrás por quién sabe cuántos días, incluso semanas. Pero cuando todo acabase tendrían nuevas posibilidades. Fácil, se advirtió a sí mismo. No empieces a decidirte. Disfruta sin más de la aventura.

Se levantó para estirar las piernas en el pasillo, balanceándose con el movimiento del tren mientras el paisaje decolorado de noviembre pasaba a 190 kilómetros por hora. Pensó por un momento en Tomas. Ahora debía de estar pilotando la JCB entre la arcilla y los escombros.

Ya por la tarde cruzaron la frontera de los Países Bajos, y la vista cambió poco a poco. Había canales separando los campos, con barcos que parecían aparcados en mitad de ninguna parte hasta que se caía en la cuenta de que el agua estaba por todos lados. Había incluso algunos molinos de viento. Vlado se puso de pie ante la ventana, con los codos apoyados en el cristal. Falanges de escolares en bicicleta esperaban en los pasos a nivel, rumbo a casa. El agua de lluvia estaba encharcada en los puntos bajos y en las irregularidades del terreno. Aquello junto con los canales dejaba la impresión de una campiña flotando como una balsa de tierra, a la que el más leve movimiento podía hundir bajo las olas.

La Haya era un típico acto de ocultación europeo, una aldea medieval envuelta dentro de siglos de construcción. Era posible trazar el mapa del rápido ritmo de la edificación reciente en los suburbios exteriores muy urbanizados, e incluso hacia el centro un nuevo sector de acero y cristal se cernía sobre los viejos parques y canales.

Pero el corazón envejecido de la ciudad seguía encorvado en estrechas callejuelas empedradas de bajos edificios de ladrillo. Estatuas de graves y antiguos holandeses observaban desde parques muy cuidados. Disciplinadas columnas de bicicletas negras dominaban el tráfico. El aire transmitía una sensación húmeda y salobre del mar del Norte, un frío cortante se metía bajo la piel como si estuviera dispuesto a quedarse hasta la primavera.

Un breve trayecto en tranvía llevó a Vlado a su hotel y desde allí fue a pie hasta la sede del Tribunal, un edificio en curva de cuatro plantas de acero y cristal. Parecía la oficina de seguros que en otros tiempos había sido. Ante la fachada una colección de esculturas abstractas surgían, desde un estanque de hormigón, residuos metálicos como restos lanzados desde un helicóptero.

Vlado vio a su primer bosnio mientras los hombres de seguridad examinaban sus pantalones con un detector de metales. Era una mujer, que pasó bulliciosa, hablando en su lengua materna a un guardia, que le respondió en su idioma. Los guardias indicaron a Vlado el camino de la cantina del segundo piso para esperar a Pine. Hombres y mujeres estaban sentados en torno a mesas pequeñas con tazas de café y ceniceros repletos, se oían voces en inglés, bosnio, alemán, francés. Ser extranjero aquí sólo era formar parte del decorado, no algo que ocultar. Pasó junto a él un hombre con el cabello oscuro y los ojos hundidos que sólo podían venir de su país, y Vlado sintió la tentación de saludarlo con un gesto familiar. Después Pine surgió de un conjunto cercano de puertas, caminando a paso ligero.

– Bienvenido a la gran central -dijo-. ¿Has tenido buen viaje?

– Por supuesto. Todo ha ido bien.

– Espero que estés descansado y dispuesto a trabajar. Vamos arriba y comenzaré a presentarte.

Subieron a la tercera planta y recorrieron pasillos cubiertos de moqueta azul hasta un grupo de cubículos separados por mamparas donde varios hombres estaban sentados ante escritorios, todos hablando por teléfono.

– Éste es mi equipo de investigadores -dijo Pine-. Un poco atestado como puedes ver, más o menos una docena cuanto todos están aquí. Veamos si Benny tiene un minuto. Eh, tal vez quieras tomar un café, ¿no?

– Sería estupendo.

– Iré a buscarlo abajo. Quítate el abrigo y ponte cómodo. Aunque parece que todo el mundo está ahora al teléfono. No te preocupes, ninguno muerde.

Vlado dejó su abrigo encima de una silla. Tres de los cubículos más cercanos estaban ocupados. Un hombre con un corte de pelo a la moda y una elegante camisa de color azul eléctrico hablaba en una lengua que parecía italiano mientras garabateaba en un pequeño cuaderno. Enfrente de él estaba un individuo calvo y huesudo que asomaba muy por encima de su escritorio, con la piel morena oscura estirada en torno a una cabeza estrecha, lo que daba a su frente el aspecto endurecido de un grano de café. Hablaba en un idioma que Vlado no pudo identificar, como el sonido de agua corriendo, y después pasó súbitamente al inglés sin perder el compás.

El que estaba más cerca de Vlado era el que Pine había llamado Benny, el más ruidoso del grupo. Era estadounidense, pero mucho más bajo que Pine, la barriga le caía por encima del cinturón y llevaba la corbata torcida. Estaba recostado en su silla mientras hablaba por teléfono, con los pies apoyados en una mesa desordenada. Una fotografía rasgada de Madonna, recortada de un periódico, estaba clavada en una esquina de su mampara, cerca de una pegatina en caracteres cirílicos que decía «A la mierda la SFOR». El respaldo de la silla crujía cuando Benny cambiaba de postura. El cable del auricular estaba retorcido y hecho nudos en una docena de puntos, y Benny sostenía el teléfono con su pie izquierdo para impedir que se cayera de la mesa. Hablaba entre dientes, asintiendo rápidamente con la cabeza, y parecía estar impacientándose con la persona que estaba al otro lado de la línea. Miró hacia Vlado, poniendo los ojos en blanco. Y entonces comenzó el espectáculo.

– Sí -dijo-. Sí, ya lo sé. Pero es porque es un criminal, ¿vale? -Su acento era muy marcado. Vlado había visto bastantes películas americanas para situarlo en algún lugar cercano a Nueva York-. He dicho criminal -gritando ahora, después susurrando-. Por Dios, estos teléfonos. -Volvió a alzar la voz-. Un maldito criminal de guerra, ¿vale? ¿Por qué si no íbamos a querer capturarlo? Ha oído usted hablar de nosotros por ahí, ¿no? -Miró de nuevo a Vlado, poniendo los ojos en blanco.

Humor de sala del equipo. Los cigarrillos y los calendarios atrevidos. Esto también era como una especie de hogar, y Vlado sintió un cálido arrebato de energía.

Sacó su cajetilla de cigarrillos del bolsillo. Benny lo vio y se giró en su silla, inclinándose hacia Vlado, que se preparó para ver un gesto admonitorio con un dedo o una negación con la cabeza. Pero Benny se limitó a acercarse, entre el rechinar de las ruedas de la silla. Como por arte de magia, sacó un encendedor y lo levantó hacia Vlado al tiempo que se incorporaba de la quejumbrosa silla. El encendedor chirrió y Vlado se inclinó hacia delante, inhalando, casi rozando los dedos de aquel hombre con los suyos mientras su aspiración hacía brotar la llama en el cigarrillo.