Benny fue el primero en verlo, y alzó la vista con aquel destello de travesura que Vlado había decidido ya que era de su agrado.
– Así que, ¿listo para alistarte?
Antes de que Vlado tuviera tiempo de contestar, una voz autoritaria les interrumpió desde otra dirección.
– No le haga caso. Le hará creer que no somos más que una panda de inadaptados. Bienvenido a bordo, Vlado. Soy Philip Spratt, jefe de investigaciones.
Otra mano que estrechar, pero Vlado seguía tratando de identificar su acento.
– De Australia -dijo Spratt sin que nadie le diera pie-. Voluntario. Más o menos como todos los de esta casa. Cincuenta y seis países y la mayoría de los fallos y deficiencias de sus sistemas jurídicos, todos bajo un mismo techo. Y, sí, sé que los demás ya habéis oído este discursito, pero Vlado no.
Spratt tenía una cara ancha y de aspecto lo bastante duro para causar lesiones mortales a quien chocara contra ella, una frente de roble estriado debajo de un pico de pelos cobrizos entre las entradas. Pine había dicho a Vlado que el único indicador fiable del humor de Pratt era la piel de debajo de las orejas, minúsculos termómetros en los que el color subía cuando la temperatura ascendía. Por un instante parecieron adquirir un tono rojo de intensidad media. Las personas que estaban a su alrededor se habían quedado mudas.
– ¿Le ha llevado ya Pine a hacer la gran excursión? -preguntó Spratt.
– No hemos tenido tiempo -respondió Pine.
– Debería echar un vistazo a nuestras salas de vistas, ya que está aquí. De lo más impresionante.
– Las dos parecen el puente de la puta nave espacial Enterprise -saltó Benny-, sólo que con revestimiento de paneles de madera.
Todos rieron incómodos. Benny parecía ser el único que podía permitirse hacer esa interpretación. Pero antes de que Spratt pudiera contestar, otra voz resonó, un sonido claro y ondulado como la más insensata de las músicas. Vlado observó el creciente rubor bajo las orejas de Spratt y supuso atinadamente que el gran jefe debía de haber llegado.
– Ah, está aquí, señor Petric. Soy Héctor Contreras, el fiscal jefe. Casi tan novato en este lugar como usted.
La impresión inmediata de Vlado fue que Contreras era un caballero de buena posición económica, pero también un chismoso y un intrigante. Tendrían que haberle insistido mucho para que dijera exactamente por qué. Había algo de vividor en la mirada de aquel hombre, que se acercaba en diagonal, con una ligera inclinación de la cabeza, como si mirase hacia un punto situado a la izquierda del interlocutor y volviese la vista a tiempo de cogerlo in fraganti. No podía ir vestido con más elegancia, con un traje entallado de color azul marino de solapas y bolsillos cortados en un tono distinto, realzado por el pañuelo rojo que asomaba del bolsillo superior de la chaqueta. Lucía un pequeño bigote, un bigote de gigolo parecía ser la única forma de describirlo, también en este caso por razones que Vlado no sabría explicar. Para entonces habían acudido algunas personas más desde sus escritorios para presenciar el espectáculo, y diez rostros estaban vueltos hacia Vlado, esperando su respuesta, algo a lo que no estaba precisamente acostumbrado.
Se ruborizó, y después soltó un apagado «Es un honor, señor», sintiéndose cohibido, como si su inglés se hubiera anquilosado de pronto para convertirse en la peor clase de caricatura balcánica.
Contreras se apresuró a responder con gentileza y cordialidad.
– El honor es mío. Un hombre bueno metido en un aprieto, y encima incorruptible, eso es lo que he oído decir de usted hasta ahora, y sólo espero oír más cosas del mismo tenor. Vendrá a cenar esta noche, desde luego.
– Desde luego.
Vlado intentó ocultar su sorpresa. Pine parecía horrorizado. Luego Spratt, cuyas orejas se habían puesto rojas como tomates, tomó la palabra.
– Señor, me disponía a invitarlo. Yo mismo no me he enterado hasta hace una hora.
Vlado vio a Benny esbozar una sonrisita de complicidad.
– No importa -dijo Contreras-. Confío en que los veré a los tres a las siete en el cóctel, que será un acto abierto, con toda clase de miembros de la comunidad diplomática, de esa gente a la que debemos tener contenta si queremos pagar la factura de la electricidad. Después los ahuyentaremos y cerraremos las puertas para la multitud que necesita saber, todo extraoficialmente. Una especie de combinación de sesión de presentación de informes y de confraternización. He decidido que sería precisamente el clima adecuado para señalar el comienzo de…, en fin, de un acontecimiento tan extraordinario.
– Un acontecimiento extraordinario, ¿eh? -dijo Benny, que al parecer podía terciar en la conversación de cualquiera-. Cuéntenos algo más.
Contreras esbozó su sonrisa de vividor mientras Spratt fulminaba con la mirada a Benny.
– Todo se aclarará muy pronto. Formará parte del nuevo orden de aquí, y también de allí. Pero por el momento, estoy seguro de que los demás saben perfectamente que no han de decir nada sobre estos asuntos fuera de este edificio. ¿Entendido?
Hubo una ronda de leves movimientos afirmativos de cabeza y de asentimientos entre dientes.
– Muy bien.
Contreras dio media vuelta y se alejó, a la manera de un mayordomo especialmente ampuloso. No era de extrañar que hubiera sido juez, pues era evidente que le encantaba actuar. Vlado se lo imaginó sin dificultad actuando para un jurado, o para una rueda de prensa.
Los investigadores regresaron poco a poco a sus despachos, pero Pine era presa del pánico.
– ¿Has traído un traje?
Vlado negó con la cabeza.
– Creía que íbamos a viajar ligeros de equipaje.
– Y tenías razón, pero será mejor que te consigamos uno. -Recorrió la sala con la mirada en busca de posibles donantes y después miró su reloj-. Vamos. Tomaremos un tranvía para ir a la ciudad. Lo cargaremos en gastos de representación. Contreras puede incluirlo en su maldito presupuesto para fiestas. ¿Tienes una camisa blanca?
– Una.
– Con una es suficiente. En marcha.
Se pusieron en camino hacia el centro de la ciudad. Todos los asientos del tranvía estaban ocupados, así que se agarraron a las correas colgadas del techo, tambaleándose con los virajes y el traqueteo mientras Vlado se agachaba para mirar por las ventanillas. Era encantador, a su manera, aquel trazado de ciudad de juguete de ladrillos y bicicletas. Había tiendas de quesos llenas a rebosar de ruedas de cera roja del tamaño de neumáticos de autobús, verdulerías con tensos y vistosos toldos, y las cortinas de todas las viviendas estaban abiertas de par en par al anochecer, mientras la luz de las farolas se reflejaba delante de ellas en la acera. Pero la sensación de orden era casi desconcertante; cada ladrillo estaba en su sitio, todas las bicicletas negras rodaban sincronizadas. La mayoría de los rostros de la calle parecían tan carentes de sentido del humor como las estatuas del parque, que parecían desaprobar todo lo que ellos contemplaban. Se preguntó cómo encajaba Pine aquí, un americano desgarbado y de cabello rebelde.
Llegaron a su parada y caminaron unas manzanas hasta una tienda para caballeros donde Pine dijo que algunas veces había comprado camisas. Pine utilizó su titubeante holandés para explicar su escasez de tiempo, y un empleado nervioso se apresuró a tomar medidas a Vlado, al tiempo que manifestaba su preocupación porque aquélla no era forma de comprar un buen traje. Extendió alguno sobre un mostrador mientras Pine repasaba un corbatero.
– Será mejor que te ponga al corriente de lo que cabe esperar de ese cóctel -dijo Pine-. No he visto la lista de invitados pero es probable que sea un campo de minas. Mira, esta corbata te sentará bien.
Era de color rojo vivo con un estampado de cachemir dorado. Vlado frunció el ceño.