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La bandera roja y blanca de Perú ondeaba en la fachada, como si se tratara de una residencia consular y Contreras su inquilino acaparador de cargos. Un camarero abrió la puerta con una ligera inclinación y señaló hacia una espaciosa sala a un lado, con manteles blancos y fuentes de plata. Se oía ya un rumor de conversación, el tintineo de los cubitos de hielo en los vasos. Cabezas peinadas y calvas se congregaban bajo el resplandor de una espléndida araña.

Vlado se sentía perfectamente tranquilo, después de todo. Se ajustó por última vez el nudo de la corbata. El traje hacía maravillas en la impresión general que causaba, al parecer. La gente reaccionaba como si su cociente intelectual estuviera cuarenta puntos por encima del valor que tenía cuando llevaba encima el barro y los tejanos en Berlín.

– Si alguien te pregunta quién eres, di que eres empleado a menos que yo te presente -susurró Pine-. Procura estar cerca de mí. Y si la cosa se pone fea, limítate a sonreír todo lo que puedas y a reírles los chistes.

Vlado dudaba de que pudieran surgir demasiados problemas. La escena le parecía más bien una recepción con un exceso de ceremonia, algo en lo que podía participar un arzobispo, o un funcionario del gobierno que acabara de ser ascendido más allá de sus capacidades.

Oyeron una voz grave a sus espaldas.

– Calvin, comienzas a parecer aburrido ya de estas cosas.

Pine se puso tenso, y al volverse Vlado vio a Spratt, que parecía tan tenso como en la oficina. Relajarse no parecía formar parte de la manera de ser de aquel hombre.

– Así que, ¿todo listo para mañana?

– Más o menos -dijo Pine-. Un poco más de tiempo para preparar a Vlado no habría venido mal.

– Estoy seguro que lo hará bien. Y tú tendrás más tiempo para ponerle al corriente cuando estéis en Sarajevo.

Una extraña mirada pareció cruzarse entre ellos, y Vlado se preguntó qué significaba todo aquello. Se había saltado el almuerzo, así que agarró un puñado de cacahuetes de un recipiente cercano. Un camarero se presentó de sopetón y le sirvió una copa de vino. Spratt esperó hasta que el camarero se hubo marchado, miró a su alrededor para ver si alguien escuchaba y bajó la voz.

– Pero si los franceses mantienen su compromiso respecto a Andric, estaremos en el ajo. Y vosotros podréis cumplir vuestro cometido y estar de vuelta en cuestión de días.

– ¿De verdad piensas que será tan fácil?

– Tal como se nos ha presentado da la impresión de ser una operación infalible.

– Sólo espero que no estemos subestimando al viejo.

– No en tanto en cuanto lo mantengamos alejado de los guardaespaldas. Ahí es donde entra usted, Vlado. Eso es lo que le hace indispensable. Me preocupa más reunir a todos los testigos en el caso de Andric. Seguimos contando con Popovic como estrella, pero al parecer nadie ha visto a ese hombre desde hace más de un mes.

Vlado estuvo a punto de atragantarse con un cacahuete al oír el nombre de Popovic. En cierto modo esperaba que Spratt y Pine se volvieran hacia él para sorprenderlo con una trampa, exigiendo una explicación. Pero si aquella conversación iba dirigida a él, lo disimulaban bien.

– Creía que lo habían localizado -dijo Pine-. Holgazaneando en el Grand Hotel de Pristina.

– Debes de estar pensando en algún otro matón. Ni rastro de Popovic. No ha sido visto recientemente. Podría estar en cualquier parte. Viena. Kosovo -hizo una breve pausa-. Berlín. Belgrado. A lo mejor sería buena idea preguntárselo a Leblanc, nuestro amigo de Francia. -Spratt señaló en dirección a un rincón-. Al parecer se está quejando de eso.

Vlado intentó ver a quién se refería Spratt, pero había seis o siete personas en el lugar que había señalado.

– Parece ser que fue él quien ayudó a vincular estos dos casos, él y Harkness.

– ¿Quién es Harkness? -preguntó Vlado.

– Un fanfarrón entrometido -dijo Pine-. Paul Harkness. Oficialmente es el enlace especial del Departamento de Estado con el Tribunal. Estuvo destinado en la embajada en Belgrado, y después en Sarajevo. Pero que me aspen si sé qué hace de verdad como no sea meter las narices en los asuntos de los demás.

– No seas desagradable con Paul -dijo Spratt en tono de reconvención-. Ha hecho mucho por nosotros allí. Y nada de esto sería posible si no fuera por él.

– Lo cual debería decirnos algo sobre la operación en su integridad.

– ¿Qué le hizo interesarse por Matek? -preguntó Vlado.

Spratt miró hacia Pine, como para preguntarle hasta dónde sabía Vlado.

– No sabría decirlo con autoridad -dijo Spratt titubeando-, pero al parecer él o su homólogo francés Leblanc descubrieron algo en un viejo expediente. Forman una extraña alianza, debo decirlo. Esos dos han pasado los últimos cinco años intentando arrancarse el hígado el uno al otro y ahora se llevan como Ginger Rogers y Fred Astaire.

– Se parecen más a Jekyll y Hyde -dijo Pine-. Aunque sería difícil decir quién es quién.

– Muy acertado. Pero es el problema jurisdiccional lo que me preocupa más que cualquiera de las personalidades. No es de nuestra competencia perseguir a un viejo ustashi. Sólo estamos autorizados a investigar crímenes cometidos a partir de mil novecientos noventa y uno.

– ¿Así que nuestra parte de esta operación es ilegal? -dijo Vlado.

Pine sonrió atribulado, mientras Spratt hacía sonar el hielo en su copa. Las orejas se le habían vuelto a poner rojas.

– Técnicamente -Spratt pronunció la palabra con evidente desagrado-, no. Pero a efectos oficiales, lo único que vais a hacer es concertar una entrevista con Matek para el interrogatorio de un testigo potencial. Entonces, mientras él esté casualmente bajo nuestro control, una unidad de tropas de la SFOR lo detendrá en nombre de los croatas, que supuestamente están preparando un acta de acusación mientras nosotros hablamos.

– ¿Y extraoficialmente?

Spratt hizo una mueca, así que Pine retomó el hilo.

– Vamos a capturarlo, lisa y llanamente. A la mierda la jurisdicción.

– Si funciona, Contreras será aclamado por toda la ciudad, y nuestros patrocinadores internacionales se sentirán felices como almejas.

– Brindemos, pues, por Héctor Contreras -dijo Pine, alzando su copa-. El organizador de la fiesta.

– ¿Es un Ebenezer Scrooge? -preguntó Vlado.

Spratt levantó la vista con un destello de asombro.

– Parece que has elegido a uno avispado, Calvin -dijo, en un tono que parecía el del director del colegio hablando con el jefe de estudios-. No todos los bosnios habrían captado esa referencia.

– Leí mucho en inglés en la escuela -dijo Vlado, molesto por la actitud condescendiente-. Supongo que si quisiera mantener el personaje debería decir «Dios nos bendiga a todos», y dejar que Pine me subiera a hombros.

– Lo siento -dijo Spratt, haciendo sonar de nuevo el hielo-. Esto se me está acabando. Mejor voy a buscar más.

Vlado lo miró mientras se dirigía a la barra que estaba en el rincón.

– Parece que nos ocupamos de un caso popular.

– Bueno, cualquier cosa que meta a Andric en el saco no puede ser muy mala. Quién sabe, puede que hasta aprendas un poco de tu historia.

– Nadie dijo nunca gran cosa sobre el origen de la guerra. Sólo las explicaciones heroicas.

– ¿Ni siquiera aquel tío viejo y cascarrabias del que hablaste?

– El tío Tomislav -dijo-. Debía de tener diez u once años la última vez que fuimos a visitarlo. Allá en mitad de ninguna parte. Grandes colinas áridas donde sólo había cabras y serpientes de cascabel. Yo dormía en un cuarto en la parte de atrás de la planta alta cuando mi tío y mi padre se quedaron en el jardín trasero, jugando a las cartas y bebiendo brandy. Me desperté en plena noche y estaban gritando, iban de acá para allá como viejos discutidores borrachos. Y tuve la sensación de que estaban hablando de la guerra. Nada concreto, sólo un montón de viejas rencillas sobre quién la empezó, quién hizo qué, todas esas cosas de las que nadie hablaba nunca. Fue quizá la única vez que oí a mi padre hablar de política. Me acerqué a mirar por la ventana. Resollaban como toros, locos de remate. Era casi divertido, pero también aterrador. Mi tía y mi madre salieron y se los llevaron a la cama. A la mañana siguiente nos marchamos sin esperar siquiera a tomar el café, que es casi tan descortés como largarse con la plata. -Miró a Pine-. ¿Y tú qué me dices de tu familia? ¿Cómo es tu padre?