Con unos prismáticos, aquella mañana de lunes en concreto se podría haber visto a Vlado y Tomas dirigirse a su trabajo, caminar hacia sus excavadoras, casi emulando el paso de la oca mientras se abrían paso entre el fango sonoro, los cascos amarillos oscilando. Estaban a unos cientos de metros del límite verde del Tiergarten, Tomas, un polaco bajo y robusto, de cabello dorado y barba de vikingo, y Vlado, de complexión mediana y expresión comedida, con el cabello oscuro y recortado sobre unos ojos castaños hundidos, un rostro que pugnaba afanosamente por no revelar nada. Los dos vestían tejanos y camisas de franela comprados en los tenderetes de metal abollado de mercados al aire libre en grises mañanas de sábado, y los dos sabían lo afortunados que eran al trabajar por doce marcos a la hora, y tener todos los papeles y documentos necesarios para que aquello fuera legal.
Ninguno hablaba la lengua del otro, pero los dos hablaban suficiente alemán para pasar la jornada gruñendo y asintiendo con la cabeza. Su tarea era muy sencilla. Otros hombres clavaban estacas y jalones en el suelo, y después Vlado y Tomas cavaban zanjas y hoyos entre ellos, por lo general trabajando sin parar hasta la hora del almuerzo. A mediodía iban con sus bolsas marrones hasta un húmedo claro entre los abedules del Tiergarten, tan tranquilo y verde como un prado alpino, y se comían sus sándwiches y sus manzanas mientras miraban pasar legiones de jóvenes alemanes con mochilas en sus bicicletas.
Pero aquella mañana, si el observador hubiera tenido paciencia con los prismáticos en la plataforma de observación, podría haber advertido una interrupción en su rutina, poco antes de las diez, cuando apagaron los motores y se apearon.
Tomas había encontrado algo.
La boca dentada de su excavadora había chocado con un bloque de hormigón enterrado, y allí eso significaba que se había hecho un descubrimiento. Las reglas eran claras en cuanto a qué había que hacer, y los dos procuraban no ignorar las reglas.
– ¿Quién va a decírselo? -preguntó Vlado en su titubeante alemán.
Tomas se encogió de hombros. En algún lugar en el laberinto que formaban los remolques donde estaban los supervisores había un encargado de antiguos mapas que podía poner nombre a lo que habían encontrado. Y en algún lugar de un ministerio cercano, en una sala donde había planos amarillentos enrollados con esvásticas desvaídas, había una autoridad en aquella historia subterránea, un experto en nombrar y clasificar cada cámara de hibernación donde hombres de gris se habían acurrucado un día para esperar la derrota. Siempre era él quien decidía el modo de actuación, y hasta entonces sus decisiones nunca habían variado: volver a enterrarlo y seguir construyendo.
– Quizá no sea algo de lo que haya que informar -dijo Tomas, sabiendo mientras las palabras salían de su boca que estaba equivocado.
La respuesta de Vlado pareció coger a los dos por sorpresa.
– Creo que quizá tengas razón. Vamos a asegurarnos de que merece la pena informar. Vamos a investigar.
Medio siglo antes esa desobediencia les habría valido sendas balas en la cabeza. Pero ahora, según la reglamentación laboral, las consecuencias difícilmente irían más allá de una reprimenda siempre que los papeles de inmigración de ambos estuvieran en orden. Pocos alemanes trabajarían ya por aquellos salarios, sin importar lo elevada que fuera la tasa de desempleo, y por eso miles de polacos, irlandeses, escoceses, rusos y otros acudían cada mañana a aquel grandioso anfiteatro de barro. Los hombres se habían vuelto demasiado valiosos para desperdiciarlos en aquel frente, sobre todo cuando compañías como Sony y Daimler esperaban con ansiedad trasladarse allí.
Así que Vlado y Tomas subieron a sus máquinas y reanudaron su trabajo sonriendo mientras levantaban y empujaban la tierra para sacar a la luz una porción mayor del bloque de hormigón, con la angustiosa sensación de que podían darles el alto en cualquier momento. Al cabo de una hora habían descubierto la parte superior de una puerta. Al cabo de otra hora llegaron al fondo, y a la una de la tarde, olvidándose por completo del almuerzo, habían terminado una zanja en declive que les permitiría llegar a pie. Fue entonces, con el estómago gruñendo, cuando apagaron por fin los motores y se apearon de nuevo, sudando en medio del frío, aturdidos por el súbito silencio.
Miraron alrededor para asegurarse de que nadie los observaba, luego descendieron por el pasadizo embarrado y empujaron una pesada puerta de acero, una vez, dos veces y una tercera vez, dispuestos a abandonar cuando la puerta comenzó a abrirse, crujiendo al rozar con el piso de hormigón. Haciendo fuerza con los hombros, la abrieron un poco más, y el aire salió como el aliento añejo de una tumba. Después, respirando con rapidez, entraron en el húmedo frío de mayo de 1945.
Vlado alumbró con su encendedor y descubrió un mural en la pared opuesta, tan brillante y fresco como si lo hubieran pintado la víspera. La luz temblorosa jugaba con los rostros de duros hombres de las SS, atildados con sus uniformes planchados, vigilando a esposas rubias y niños de ojos azules, un soleado retablo de bienestar ario para aquel día gris de principios de noviembre.
Vlado y Tomas podían haber hablado, pero su nueva lengua tendía a fallarles en momentos como aquél, como si hubieran extraviado el manual de una herramienta de manejo especialmente difícil. Sin embargo, los dos sabían que habían ido demasiado lejos, y Tomas salió en busca del capataz. Vlado esperó en silencio, preguntándose qué clase de fantasmas podían seguir acechando en un lugar donde los muros de hormigón aún olían a húmedo y nuevo después de medio siglo bajo tierra.
Respiró profundamente, y después, alumbrándose de nuevo con su encendedor, cruzó el piso de hormigón hasta una segunda dependencia, donde encontró una hilera de camas de hierro bajas con colchones delgados. La pared opuesta estaba cubierta de armarios de acero, pero a Vlado le llamó la atención una inscripción amarilla y negra en la puerta, un distintivo en forma de relámpago de las SS. Encima de la puerta había unas palabras alemanas en caracteres góticos. Tardó un segundo en traducirlas: «Hay mucha gente, pero pocos hombres buenos».
Vlado caminó despacio, como si pudiera haber alguien dormido a la vuelta de la esquina. No llegaba ningún ruido de arriba, y sintió un peso en el pecho, un cambio en la presión del aire, o quizá todo fueran imaginaciones suyas. Su camisa de franela estaba húmeda de sudor, sudor que se enfriaba pegado a su piel.
Había una última sala, y entró en ella. Desprovista de muebles, también allí había un mural, pero éste era un mapa detallado del imperio nazi en su apogeo. Alemania estaba en el centro en rojo, y sus fronteras a modo de tela de araña abarcaban Austria, Checoslovaquia y la mitad de Polonia. Más allá, franjas rojas inclinadas cubrían los territorios capturados: Hungría, Escandinavia, Bélgica, los Países Bajos, así como gran parte de Francia, la Unión Soviética y los Balcanes. Encontró su país, el viejo nombre de «Jugoslavia», y en la parte superior izquierda «Kroatien», el estado títere de la Croacia de la guerra, cuyas fronteras abarcaban la mayor parte de lo que ahora era Bosnia. Su ciudad natal, Sarajevo, merecía un puntito, y tocó la cuidadosa escritura de «Sarajewo», el hormigón frío, cuya superficie era lo bastante irregular para imaginar que las propias montañas estaban bajo las yemas de sus dedos. Qué extraño sentir una punzada de añoranza ante aquel mapa de conquista, pero si cerraba los ojos, sabía que vería ancianas con pañuelos en la cabeza y largas faldas dimije barriendo los caminos de tierra, hombres encorvados con gorras de algodón sentados en carretas de mulas cargadas hasta arriba de heno, oiría el chirrido de las ruedas. Vlado había vivido la mayor parte de su vida en la ciudad, pero las granjas y las aldeas nunca estaban a más de un valle de distancia, y aquéllos eran los lugares que le llamaban ahora. Qué extraño, pensó, sobre todo allí abajo, en ese pozo de oscuridad cautiva que bastaba para hacerle sentirse como un viejo campesino nostálgico que nunca se había alejado más de diez kilómetros del cobertizo donde ordeñaba.