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Vlado sabía lo que aquello significaba.

– ¿Un sospechoso de la segunda guerra mundial?

– Sí. De Jasenovac. ¿Ha oído hablar de eso?

– Yo diría que sí.

Era como preguntarle a un alemán si había oído hablar de Auschwitz. En los Balcanes, Jasenovac era la mancha más oscura de la segunda guerra mundial, tal vez de cualquier guerra. Era un campo de concentración donde, según el libro de historia que se consulte, murieron entre 200.000 y 600.000 personas, judíos, gitanos y musulmanes, además de algunos miles de disidentes políticos y otros de variada condición incluidos en la lista de «indeseables» de Hitler. Pero la gran mayoría de las víctimas fueron serbios, que no murieron a manos de los alemanes sino de su colaborador local, la ultranacionalista Ustashi, una facción de croatas gobernados por el dictador títere Ante Pavelic. Todo lo cual explicaba por qué la cifra de víctimas seguía siendo objeto de debate. En aquella guerra, los croatas fueron los villanos del momento. En la última, los serbios eran los que tenían las manos más manchadas de sangre. Y en ambos conflictos, acerbas discusiones étnicas adoptaron a veces la forma de debate erudito sobre las cifras de víctimas y los grados de crueldad. Dependiendo del punto de vista étnico de cada cual, Jasenovac era la gran mancha de culpabilidad croata o la mentira ampulosa de la propaganda serbia. El mundo exterior se había decidido en gran medida por la primera versión.

Pero si el número de muertos seguía siendo dudoso, no había la menor duda en cuanto a la metodología. Los asesinatos de Jasenovac habían sido brutales y rotundos, un rudimentario antídoto balcánico contra la precisión industrial alemana. Los locales habían hecho las cosas a su manera, utilizando cachiporras, cuchillos, hachas, pistolas, en muchos casos tardando una cantidad desmesurada de tiempo. Fue un genocidio de fruición acuchilladora que había sorprendido incluso a los nazis, cuyos responsables habían escrito malhumorados a Berlín para quejarse de aquellas atrocidades. Pero sus cartas tampoco sirvieron para nada. A Hitler pareció agradarle la idea de tener un aliado dispuesto a tomar la iniciativa. Además, incluso la Iglesia católica local había respaldado tácitamente algunos aspectos del proyecto, con los sacerdotes y obispos de Zagreb alineados en apoyo del nuevo régimen.

– Por supuesto que he oído hablar de eso -dijo Vlado-. Mi madre era católica. Le interesaba más la religión que el nacionalismo, así que siempre estuvo dispuesta a admitir que Jasenovac fue algo horrible. Sus padres eran otra cosa. Su padre me sentó en sus rodillas para hablarme de todas las mentiras de los serbios antes de que yo supiese siquiera qué era un serbio. Señalaba a los sacerdotes ortodoxos con sus barbas y sus hábitos negros como si fueran vampiros que acabaran de salir de la tumba. Tenía pesadillas con ellos en las que me agarraban mientras dormía. Pero en su mayoría parecía un montón de gente mayor que se exaltaba demasiado por cosas que ya no importaban. Luego, en el noventa y dos, comenzaron a caer las bombas y me di cuenta de que tal vez tenía que haber prestado más atención.

– Usted y cualquiera con un mínimo de cordura. El tipo al que seguimos puede contarle todo lo que siempre quiso saber acerca de Jasenovac. Dirigió una unidad allí, donde estaba la acción. En La Haya hay un expediente interesante sobre él. No tardará usted en leerlo, espero.

– Me interesaría más averiguar cómo logró evitar que lo capturasen después de la guerra.

– Ésa tampoco es una mala historia. Atravesó Austria y llegó a Italia. Se escondió en granjas y monasterios durante algún tiempo. Luego, un campo de refugiados, un gran redil temporal para personas desplazadas, antes de terminar en Roma. Se quedó en Italia más de diez años, con la ayuda de algunos eclesiásticos, un grupo de sacerdotes croatas que dirigían una pequeña operación a orillas del Tíber. ¿Ha oído hablar de la Ruta de las Ratas? Dinero occidental blanqueado con el que se pagaban documentos falsificados y viajes en buques de carga rumbo a Argentina. Parece ser que a los británicos y a nosotros nos preocupaba ya más Stalin que unos cuantos nazis residuales. Suponemos que regresó a Yugoslavia en mil novecientos sesenta y uno. Que vivió con un nuevo nombre y sin apuros. Hoy es un hombre de negocios de bastante éxito. Estaciones de servicio. Cerveza y licores. Y continúa bastante activo. Últimamente le han adjudicado subvenciones de la Unión Europea para el desarrollo económico. Y como trabajo extra gestiona coches robados.

– ¿Por qué me necesita entonces? -dijo Vlado-. Este caso parece estar resuelto. Da la impresión de que lo que necesita es un escolta armado. Un guardaespaldas. Tienen un nombre para eso en Estados Unidos, estoy seguro.

– Un agente de seguridad, quiere decir, o un agente judicial. Sí, podríamos recurrir a unos cuantos miles de ellos. Por lo general no es nuestro cometido atrapar a tipos de esa clase. Nunca. Y se supone que tampoco nos ocupamos de casos de la segunda guerra mundial. Supongo que podría decirse que todo esto es un poco heterodoxo, incluso que no está en los libros. En circunstancias normales, la Fuerza de Estabilización de la ONU detiene a nuestros sospechosos, pero suelen decir no, gracias siempre que se lo pedimos. A la SFOR le gusta dejar las cosas como están, no removerlas. Ese tipo tiene más de setenta años, vive en un lugar apartado. Su seguridad es aceptable y tiene mucho cuidado; sin embargo, si nuestro plan funciona, el uso de la fuerza no debería ser un problema. Y ahí es donde entra usted.

– ¿Cómo?

– Sería un trabajo clandestino. Se hará pasar por un expatriado bosnio que acaba de regresar, algo que será totalmente cierto. Usted llevará el cebo. Le hará salir a campo abierto, donde podremos atraparlo sin mucho alboroto. A ser posible en su café preferido. De ese modo se presentará callado y tranquilo y nadie resultará herido, como nos gusta decir.

– ¿Por qué un expatriado? ¿Por qué no alguien que viva allí? Sobornen a alguien de su aldea en quien él confíe de verdad -Vlado se dio cuenta de que podía estar diciendo que no al trabajo, pero aquello no cuadraba-. De hecho, yo diría que hay unos cuantos millones para elegir sin tener que llevarme a ninguna parte, o a unos miles si sólo hablamos de policías. Un policía de la zona lo haría probablemente por unos cartones de cigarrillos.

– El policía de la zona es uno de sus principales distribuidores de cigarrillos.

– Algo que debería haber adivinado -dijo Vlado con una sonrisa-. No le quepa duda de que llevo demasiado tiempo lejos de casa.

– Mire -dijo Pine-, digamos que tenemos nuestras razones. Buenas razones. Algunas de ellas no se las puedo confiar ahora por cuestiones de seguridad.

Era una línea que puso de inmediato en guardia a Vlado. Pero Pine prosiguió sin pérdida de tiempo.

– Otra razón es el cebo. Tiene que venir de alguien de fuera, pero alguien que tenga algunas conexiones locales, y usted es la elección perfecta.

– ¿Cuál es el cebo?

– Una concesión para la remoción de minas. Eliminación de minas. Lleva algún tiempo esperando su parte del pastel.

– No parece que sea el trabajo más deseable del mundo.

– Le sorprendería. Es un negocio lucrativo. Todo el mundo quiere una parte. Señores de la guerra, señores del crimen, alcaldes, jefes de policía.

– Lo cual incluye a un mínimo de dos personas en cada municipio.

– Lo ha entendido. Pero ese tipo se ha mantenido siempre al margen de la política local, a menos que se cuenten los sobornos y el amaño de votos para alguno de sus amigos.