Aquel momento lo había puesto lo bastante nervioso para pensar si continuar con su paseo. ¿Y si alguien lo reconocía, o comenzaba a hacerle preguntas? Estuvo nervioso desde que cruzó la frontera, demasiado agitado incluso para leer un periódico o sintonizar las noticias en la radio, por miedo a ver su propio rostro. Era mejor tratar de pasar inadvertido, ahora que se acercaba el momento. Tanta planificación, y todo había quedado reducido a una sola noche.
Y entonces, como respondiendo a sus pensamientos, oyó un golpe en la puerta. ¿La camarera, quizás? ¿O era alguien a quien esperaba?
– ¿Sí? -dijo, mientras se acercaba a la puerta y buscaba el arma que sobresalía de un bolsillo de la chaqueta colgada de una percha de latón.
– ¿Marko? Soy yo.
Así que de verdad era él, entonces, hablando en su misma lengua, aunque con una mínima diferencia de tono y timbre respecto a cómo sonaba por teléfono. Habría jurado que buena parte del acento de aquel hombre también había desaparecido. Tal vez sólo fueran los nervios. Pero era tal el alivio que sentía al oír palabras que podía entender que no se acordó de coger el arma del bolsillo. Su invitado llegaba temprano, pero cualquier buen general sabía que incluso los planes más meticulosos se modificaban y cambiaban.
Así que abrió la puerta desarmado, su primer y último error. Le devolvió la mirada un rostro totalmente distinto del que esperaba, aunque también le resultaba extrañamente familiar. ¿Quién era aquel anciano?, se preguntó, pero antes de que pudiera responder se encontró ante el cañón de una pistola, una cosa abultada y fea con algo pesado ajustado en su extremo. Un silenciador. No era una buena señal, ni siquiera para alguien tan abierto a cambios de planes.
– Le conozco, ¿verdad? -dijo, dándose cuenta mientras pronunciaba esas palabras de quién era exactamente-. ¡Oh, Dios mío! Sí. De la frontera.
El anciano asintió. Parecía respirar con dificultad, ligeramente falto de aliento.
– Sí, ahora lo recuerdas -dijo el anciano-. Y has venido aquí a robarme. Así que se me ha ocurrido pasar a buscar mi llave. Dámela, por favor, si no te importa. Dime dónde está. Y no intentes meter las manos en cajones o bolsillos, por favor, si no quieres que nuestra breve charla termine prematuramente.
El general seguía intentando recordar el nombre de aquel hombre. ¿Matek? ¿O era Petric? No podía recordar cuál de los dos había hablado, el que había trazado el plan, el que en última instancia había presentado el plan que mereció su aprobación. Pero aquel hombre esgrimía ahora una pistola de una manera muy desagradable, y el general Andric sintió que se le revolvía el estómago, que se escoraba sobre el costado como un barco que pugnaba por mantenerse a flote. Quiso eructar, o algo peor; podía sentir ya el sabor de la bilis subiendo por la garganta, sazonada con el infernal polvo terroso. Se pasó la lengua por los labios, haciendo un ruido pegajoso.
– Está en el bolsillo del pantalón -respondió, avergonzado por el temblor de su voz.
Su actuación era deshonrosa, y el general imaginó que su estado mayor contemplaba la escena desde la puerta, mirando al suelo mientras eran testigos de su humillación, el viejo guerrero derritiéndose hasta convertirse en un montón de gelatina. Fue aquel pensamiento, finalmente, el que lo revivió, y con una súbita arremetida intentó agarrar el odioso cañón, de nuevo un soldado a la ofensiva.
Murió como un soldado, abatido en el frente, el impacto demoledor y con sordina de las dos balas lo lanzó contra la ventana, donde la parte posterior de su cabeza golpeó el alféizar con un fuerte estrépito. Al desplomarse en el suelo, con la espalda pegada a la pared, miró hacia abajo y vio sus entrañas salir retorciéndose como un nido de serpientes húmedas. Hicieron un horrible sonido, como un gorgoteo, más surrealista si cabe por su falta de dolor. Sólo sintió una inmensa y vacía frialdad ahí abajo. Después, fluyendo a la cabeza, una gran ráfaga de calor y oscuridad, como si alguien hubiera abierto, destrozándola, una puerta en lo más alto de la columna vertebral. La diestra pinza de una mano se introdujo en el bolsillo de su pantalón, explorando frenéticamente, y lo último que el general oyó fue la voz de un anciano jubiloso, como un viejo gnomo en el bosque.
– Aquí estás -dijo una voz ronca-. Tal y como te dejé.
27
Vlado sintió alivio al comprobar que Torello seguía sentado en su despacho. Pero su primera pregunta fue precisamente la que Vlado no hubiera querido contestar.
– ¿Dónde está su compañero americano?
– El señor Pine está en el hotel.
Torello pareció pensar detenidamente en la respuesta. En circunstancias normales, habría sido una mala señal, un indicio de que tal vez Vlado estaba a punto de ponerlo de patitas en la calle, desenmascarado como el agente delincuente que ahora era.
Pero Torello no tenía el ceño fruncido, no estaba nervioso ni se disponía a llamar por teléfono. Si acaso, parecía contento.
– Dígame una cosa -dijo por fin-. No está autorizado a estar aquí, ¿verdad? Así, usted solo.
Vlado decidió ser sincero con él.
– Nos han apartado del caso. Parece ser que nos hemos convertido en un fastidio para las autoridades de Estados Unidos. De modo que no estoy aquí como representante del Tribunal. Ahora trabajo para mí, más que nada porque mi padre era compañero del sospechoso principal. Algo de lo que no tuve noticia hasta hace unos días, cuando el Tribunal echó mano de mí para este trabajo. Así que para mí es algo estrictamente personal.
Torello lo observó un instante.
– Un caso de personas desaparecidas, entonces. ¿Lo definiría usted así? Ya no es busca y captura por crímenes de guerra. Por si mis superiores preguntan después -dijo, al tiempo que comenzaba a esbozar una sonrisa.
Vlado creyó estar en presencia de un compatriota, aunque no estaba seguro de por qué.
– Exactamente.
– Está bien que coincidamos. ¿Café? Parece que lo necesita.
– Sí.
– Y, por favor, fume con toda confianza -dijo Torello, sacando una cajetilla de cigarrillos de su chaqueta-. Esto no es América, ya sabe.
– ¿No le gustan los americanos?
– Nada más lejos. Creo que los americanos son estupendos. Sobre todo sus mujeres, que parecen pensar que los hombres italianos son estupendos siempre que se tomen en dosis limitadas.
La sonrisa de Torello se amplió.
Sí, Vlado podía imaginárselo durante la temporada turística. La belleza morena que el resto del mundo esperaba de los hombres jóvenes italianos. Delgado y desenvuelto, con el cabello cruzándole perfectamente la frente, el inglés impecable y la cantidad justa de sol en el rostro para hacer pensar en un hombre de acción.
– Pero seamos realistas -continuó Torello-. ¿Cuántas veces personas como usted y yo, de países que por lo general se mantienen al margen, tienen la oportunidad de hacer lo que les venga en gana, sobre todo cuando gente de embajadas muy poderosas exigen que hagan otra cosa? Este fax, por ejemplo, aterrizó en mi mesa esta misma tarde -dijo y se lo pasó a Vlado.
Era un mensaje del Departamento de Estado de Estados Unidos instando a las autoridades policiales a consultar por favor con contactos de la embajada de Roma antes de cooperar con investigadores que afirmen buscar a los sospechosos Marko Andric y Pero Matek, debido a «irregularidades diplomáticas» no especificadas.
– Ellos gritan. Nosotros saltamos. Y mírenos a nosotros dos, hablando en su idioma. Pero me atendré a la letra de esta nota, desde luego. -Levantó el fax en alto-. Es decir que si, por ejemplo, telefonea un representante oficial del Tribunal, buscando a un compañero desaparecido, tendría que remitirme como es natural a estas instrucciones, y no le diría nada. ¿Pero un caso de personas desaparecidas para un policía de Bosnia que está de visita? Eso es algo totalmente distinto.