Vlado dejó pasar un momento, mientras evaluaba la gravedad del salto que se disponía a dar con la ayuda de Torello. Lo que más le preocupaba era su familia. Es probable que dispusiera de un día, quizá menos, antes de que dieran con él Pine o Harkness. También sentía preocupación por Pine: no quería arruinar la carrera de aquel hombre, aunque en cierto modo pensaba que podría aprobarlo. ¿Y si no lo aprobaba? Simpático o no, Pine y el Tribunal lo habían utilizado, y Vlado se había ganado su intento de rebelión.
– Pues bien -dijo Torello-. ¿Qué le trae aquí? ¿Busca ayuda?
– Estos nombres.
Entregó a Torello el papel en el que había escrito Giuseppe di Florio y Piro Barzini seguido de once números de teléfono de Di Florio.
– Di Florio era el apellido de mi padre mientras estuvo aquí. Barzini era el de Matek. Es probable que llegasen en el verano de mil novecientos cuarenta y seis y se quedaran hasta el sesenta y uno. Después volvieron a Yugoslavia. No estoy seguro del porqué, pero me imagino que tuvieron que salir precipitadamente. Puede que gente de la Ustashi los encontrase finalmente. Y pudieron dejarse algo aquí. Algo que Matek podría haber vuelto a buscar. -Vlado hizo una pausa. Éste era el único dato sobre cuya revelación seguía sintiéndose incómodo, pero no parecía tener elección-. Puede que se dejaran dos cajas de lingotes de oro, además de algunos documentos que para Estados Unidos, todavía hoy, podrían resultar embarazosos, incluso perjudiciales.
Torello se recostó en su silla, irradiando un placer casi infantil mientras unía las manos y arqueaba los dedos apuntando hacia arriba.
– Fantastico -dijo en voz baja-. No es de extrañar que todo el mundo esté tan, cómo lo dirían ellos, nervioso. Histérico. Perfecto. -Su sonrisa se desvaneció-. Pero esos nombres. Me temo que sólo con eso no iremos muy lejos.
– También tengo esto -dijo Vlado, y depositó la vieja fotografía sobre la mesa de Torello y le explicó por qué había anotado los once números de teléfono.
– Iba a probar a llamar. Un palo de ciego, ya lo sé.
– Sí, un tiro al aire.
Torello parecía disfrutar tanto como Vlado recogiendo retazos de jerga.
– Pero, en fin, no hablo italiano. Sólo unas cuantas palabras.
– Podría hacer las llamadas por usted, desde luego, pero ¿de verdad queremos comenzar a hacer preguntas sobre este asunto a familias de toda la ciudad, para que chismorreen sobre quién sabe qué? No lo creo. Sería mejor consultar los archivos. -Miró el reloj-. Tengo un amigo en el ayuntamiento que nos dejará acceder fuera del horario habitual para echar un vistazo a las licencias de matrimonio, los certificados de defunción, esa clase de cosas. Archivos policiales. Si ese tal Matek es tan artero como parece, no puedo imaginar que fuera capaz de estar aquí quince años sin meterse en algún lío. Vamos. Al sótano.
Sólo tardaron veinte minutos. Torello abrió unos cuantos libros polvorientos de detenciones y atestados de incidentes de las décadas anteriores a 1970. Los demás habían sido informatizados. La primera línea que les llamó la atención fue un caso de contrabando de 1953. El sospechoso era Piro Barzini. Su fecha de nacimiento concordaba con la del pasaporte de la Cruz Roja. Los cargos se habían retirado.
– Pero mire -dijo Torello, pasando a otra página-. Esto es mejor.
Era una anotación de 1961, el atestado de unas muertes accidentales por ahogamiento. Dos víctimas: Giuseppe di Florio y Piro Barzini.
– Parece que se decidieron por la salida definitiva para volver a su tierra, una salida que no dejase expectativas de regreso. Una especie de accidente de barca. Sin que se recuperasen los cadáveres, por supuesto. Y mire. Los dos tenían esposa.
Así que su padre se había casado aquí. Aunque Vlado no esperaba menos, la noticia cayó como una bola de plomo. Torello seguía mirando el libro, ajeno al efecto de sus palabras. Pero el silencio de Vlado se prolongaba y se volvió para ver la expresión del bosnio.
– Lo siento -dijo-. Esto debe de ser duro para usted.
Vlado negó con la cabeza y carraspeó.
– ¿Cómo se llamaban? -preguntó en voz muy baja.
Torello volvió a mirar el libro.
– Lia. Y Gianna. Lia di Florio y Gianna Barzini. Y si Lia es esa mujer de la fotografía, es probable que siga creyendo que es la viuda de su padre.
– Si es que sigue viva.
– Veamos esos números de teléfono.
Lia di Florio era el séptimo nombre de la lista.
Su dirección es la misma que la del atestado policial. Sigue sin haber garantías de que esté viva. Sus hijos podrían haber conservado la entrada con su nombre.
– Hijos. Ni siquiera había pensado en ello.
– ¿Quiere que llame?
Vlado tragó saliva. Asintió.
– Vamos, pues. Volvamos a mi despacho.
Torello marcó el número y esperó. La comisaría estaba casi vacía. Sólo se oía el zumbido del fax. La luz de la lámpara del escritorio creaba a su alrededor un halo que les hacía parecer personajes en un pequeño escenario.
Vlado oyó el clic de la línea, seguido de un «¿Sí?» apenas audible.
– Buona sera -dijo Torello.
El resto fue un galimatías para Vlado, un rápido intercambio de palabras que por lo que sabía tenía que ver con un hijo o una hija, o bien con alguien distinto. Tal vez fuera mejor no saber lo que se decía. Enterarse de todo de una vez.
– Sí. Sí -dijo finalmente Torello, enérgicamente, moviendo en el aire la mano que tenía libre-. Prego. Ciao. -Colgó-. Es ella. Y está dispuesta a recibirnos. Esta noche.
Vlado asintió, sin estar convencido de lo que estaba pasando.
– Creo que en realidad siente tanta curiosidad como usted.
– ¿Qué le ha dicho? ¿Qué ha dicho ella?
– Le he dicho que era policía, desde luego, y le he preguntado si había estado casada con Giuseppe di Florio, el hombre que según los informes se ahogó en mil novecientos sesenta y uno. Ha dicho que sí. A partir de ahí lo demás no ha sido difícil. Le he dicho que teníamos nuevos datos sobre los hechos de aquellos años, pero que sobre todo quería preguntarle por un amigo de su marido de esa época. Piro Barzini. Más o menos se ha reído y ha dicho algo de que Barzini no era muy amigo. Y le he dicho que estaba con un colega mío de Yugoslavia que a lo mejor podía facilitarle más información. Me ha dado la impresión de que le ha parecido un poco extraño, como era de esperar. Incluso parecía tener algo de miedo. Pero yo no diría que estaba asustada. Luego nos ha invitado a visitarla, pero me ha pedido que le demos un poco de tiempo para prepararse. Eso quiere decir, estoy seguro, de que necesita tiempo para cocinar para nosotros. Es de esa clase de mujeres, estoy convencido. Podrían ser las tres de la madrugada y seguiría pensando que tenía que darnos de comer.
– Mejor así. Nunca como a mediodía.
– Después le querrá como a un hijo.
Torello se ruborizó al darse cuenta de que había pronunciado esas palabras sin comprender su trascendencia.
Pero a Vlado no le importó. El momento había llegado de forma tan irreal que nada le habría sonado discordante. Bueno, casi nada. Dudó antes de hacer la siguiente pregunta.
– ¿Tiene hijos?
– No se lo he preguntado. Vive sola, por si sirve de algo. Pero preferiría que fuera usted quien hiciera esa pregunta.
– ¿Le ha dicho… algo más sobre mí?
– Dejaré que lo haga usted también. Aun siendo difícil todo esto para usted, es probable que sea peor para ella, al enterarse de que su marido vivió, ¿cuánto, otros veintidós años? Será mejor que lleve esa fotografía. Tal vez necesite convencerse. Tenemos que irnos ya. Se tarda más de media hora. Vive en las colinas.