Las aceras de la ciudad estaban atestadas de gente que iba a cenar o que volvía poco a poco a casa. Cuando el coche comenzó a ascender, la carretera se estrechó, y al cabo de unos diez minutos pasaron por un bosque, después salieron a campo abierto, mientras la carretera serpenteaba sin dejar de ascender. Cuando estaban a la mitad de la subida salieron del denso banco de nubes que se había posado sobre la ciudad durante todo el día. Se veían las estrellas, y mientras miraba por la ventanilla, Vlado pensó: voy a la que fue la casa de mi padre. Se preguntó si aquella carretera había sido un día el camino diario que seguía del trabajo a casa. Se volvió para mirar hacia abajo, pero la ciudad había desaparecido, sus luces eran una pálida mancha amarilla contra las nubes.
Se encontró incómodo en cuanto entró en la casa. La anciana estaba nerviosa y preocupada, con harina en las manos, el delantal todavía atado a la cintura. La casa olía a especias y vapor, una olla de pasta hervía. Pero los sentidos de Vlado estaban en plena alerta por otras razones. Sintió vergüenza al verse como un sabueso, como un intruso. Era un espía olfateando y buscando algún indicio de una vida pasada, cualquier rastro de una presencia que se había desvanecido hacía treinta y siete años. Aquello significaba explorar las paredes en busca de fotografías y buscar cualquier signo de reconocimiento en los ojos de la mujer. Fordham había observado de inmediato el parecido de Vlado con su padre. Puede que ella también lo viera, aunque Fordham tenía la ventaja de conocer el apellido Petric y lo que eso podía significar. Era probable que ella no hubiera oído ese apellido en su vida.
La mujer los miró detenidamente mientras pasaban al salón, pero el examen se parecía más al de una persona poco acostumbrada a recibir visitas, al de un alma precavida que evaluaba a unos extraños que llegaban cuando ya había anochecido, y los dos policías.
No hablaba inglés, así que acordaron que Torello se encargaría de las preguntas y traduciría para Vlado.
– Le identificaré como un policía bosnio que tiene interés en algunos hechos de su pasado -había dicho Torello mientras subían la cuesta-. Podrá ser más explícito si lo desea.
Estaba demasiado oscuro para echar un vistazo al exterior de la casa. Estaba apartada de la carretera, en la cresta de la colina. Pero enfrente de un afloramiento rocoso a la izquierda había un huerto de árboles que parecían cítricos. A la derecha había una maraña de arbustos y brezos. En el interior, las paredes enlucidas estaban viejas y agrietadas, pero limpias y blanqueadas. La visión fugaz de la cocina cuando pasaron por la puerta reveló la presencia de un antiguo fogón que le recordó al de la tía Melania, con todos los quemadores en uso.
Mientras se sentaban en el sofá, Vlado vio una pequeña fotografía enmarcada en el rincón. Sin pensárselo, cruzó la sala para verla mejor. El corazón le dio un vuelco al ver, sí, que eran Lia y su padre. La fotografía podía haberse tomado más o menos un año después de la que llevaba en la cartera, pero en ésta estaban en la playa. Piedras redondas a sus pies, aguas claras detrás, con un transbordador humeante visible a lo lejos. Lucían el mismo aspecto de profunda satisfacción. Era la única fotografía que había en el salón. No había instantáneas de niños, ni de bebés, ni de nadie más.
– Scusi -dijo Vlado en su limitado italiano al darse cuenta de que Lia y Torello lo miraban fijamente, Torello con cierta inquietud.
Volvió al sofá y Torello comenzó a hablar. Vlado perdió enseguida el hilo de la conversación, pero oyó el nombre de Piro Barzini y vio que la mujer fruncía el ceño. Dijo unas palabras en voz baja y Torello se volvió para traducir.
– Me temo que no va a ser fácil, y puede que ni siquiera productivo. Parece muy reacia. Dice que sus recuerdos de esa época son confusos. Pero creo que más bien podría darse el caso de que los recuerdos no sean muy agradables. Al menos en lo que se refiere a Barzini. En cuanto he dicho que era él quien de verdad nos interesaba, me ha dado la impresión de no querer hablar. Pero si tiene alguna idea…
– Sí -dijo Vlado-. Quizá si le enseño la fotografía.
– No estoy seguro. Tal vez sea demasiado pronto.
– Nos dará cierta credibilidad.
– O quizá sólo le cause una gran impresión. Es una anciana. A lo mejor deberíamos dejarla en paz.
– Me temo que sea demasiado tarde. Si averigua de algún modo que Barzini sigue vivo, y, seamos realistas, acabará saliendo en los periódicos, de una forma o de otra, ¿cree que quedará en paz entonces, preguntándose si su marido podría estar vivo también?
Torello frunció el ceño.
– De acuerdo entonces. Adelante.
Vlado sacó la fotografía de su bolsa, sabiendo que se disponía a robar a aquella mujer una parte de su historia, una pérdida que él conocía vivamente. Se la entregó vuelta hacia abajo a Torello, que se la pasó a Lia di Florio. Su presión cambió de inmediato, del escepticismo pertinaz a la alarma.
Lia y Torello intercambiaron unas palabras en italiano y la anciana miró enseguida a Vlado con los ojos abiertos como platos y gesto de asombro.
– Quiere saber de dónde la ha sacado -tradujo Torello.
Y entonces la mujer volvió a hablar, pero esta vez Vlado entendió cada palabra.
– ¿De dónde la has sacado? -preguntó en un serbocroata fluido, y por alguna razón a Vlado no le sorprendió lo más mínimo-. Soy eslovena -dijo, dirigiéndose a Vlado. Eslovenia, otro fragmento étnico de Yugoslavia que se había desgajado en la reciente convulsión para formar su propio Estado al norte de Croacia y se había librado de prácticamente todos los combates. Pero no había sido así en la guerra anterior-. De cerca de la frontera -continuó-. No muy lejos de Trieste.
– Y por eso conoció… -Vlado se detuvo en seco, después de estar a punto de decir «a mi padre»-. ¿Por eso conoció a Giuseppe di Florio, porque hablaba su lengua?
Lia negó con la cabeza al tiempo que cerraba con fuerza la boca.
– No. Cuando lo conocí se llamaba Josip Iskric. Era guardia, y yo prisionera. En el campo de Jasenovac, durante la guerra. ¿Ha oído hablar de él?
– Sí. -Vlado tragó saliva, con la garganta seca-. He oído hablar. Pero tiene que contarme su historia. Y después yo le contaré la mía. Creo que tenemos algunas cosas en común.
– ¿Qué está pasando? -preguntó Torello.
– Es complicado -respondió Vlado lacónicamente en inglés-. Espero que no tenga ninguna cita urgente. Quizá tengamos que quedarnos aquí un buen rato.
28
– No estuvimos mucho tiempo en el campo -dijo-. Un mes en total, más o menos. Debimos de ser de los últimos en llegar. Sólo un autobús proveniente de los combates en el este. Mi familia se trasladaba a otro pueblo con otras veinte personas cuando el Ejército de Defensa Nacional nos apresó. No se atrevieron a fusilarnos, y no creo que supieran qué otra cosa podían hacer con nosotros. De todos modos, en esas fechas la situación estaba ya muy deteriorada. Y cuando llegamos a Jasenovac había una gran agitación en el campo.
Estaban sentados en el comedor de Lia. En cuanto Vlado informó a Torello de las líneas generales de su revelación, acordaron hacer una breve pausa, en parte porque ella insistió en que tenían que comer algo antes de seguir hablando. Necesitaba combustible si tenía que hablar de aquellos tiempos, les dijo, y agregó que ellos también lo necesitarían.
Vlado dudó que tuviera apetito, pero una vez sentado ante los platos rebosantes de pasta y salsas, su estómago le recordó que se había saltado el almuerzo. Cuando Lia reanudó su relato había dado buena cuenta de la mayor parte de la comida.
– A la mayoría de las mujeres las enviaban a campos de trabajo, en Alemania y Austria -dijo-. Mano de obra esclava para las fábricas de municiones. Las que seguían allí sabían todo lo que pasaba. Pero los partisanos se acercaban. Y los rusos también. Los trenes que iban hacia el norte habían dejado de pasar y nadie iba a ninguna parte. Así que sólo quedaba el asesinato. Iban lo más rápido que podían, sobre todo con los hombres. Los sacaban por la mañana y los fusilaban, los apaleaban, los apuñalaban, los sacrificaban como si fueran cerdos. Los tiraban a un hoyo o los arrojaban sin más al río. Por la noche quemaban los cuerpos en grandes montones. Lo siento, sé que estás comiendo, pero si quieres oír la historia tendré que contarla a mi manera.