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Vlado asintió, petrificado. Dejó el tenedor en el plato y no volvió a probar bocado hasta que pasaron varios minutos. Torello, al no comprender el idioma, miró con expresión anodina y engulló otro bocado de pasta.

– Podía verlo en parte desde los barracones. Antes, en nuestro pueblo, siempre se había oído decir que aquellas cosas pasaban, pero no creo que nadie se lo creyera de verdad. Antes ya se habían llevado a algunos eslovenos a la isla de Rab, un campo que los alemanes tenían cerca de la costa. Nadie sabía a ciencia cierta qué había sido de ellos, así que aquello era algo totalmente nuevo para mí, pero nunca olvidaré lo que vi. Si hubiera estado allí mucho más tiempo, no sé si me habría recuperado.

Pareció sumirse un momento en sus pensamientos, y Vlado se preguntó qué imágenes le estarían pasando por la cabeza.

– Me está hablando de la vida en el campo -dijo a Torello en inglés-. Su familia estuvo allí el último mes de la guerra.

Torello asintió, sin dejar de masticar.

– Algunos guardias también eran nuevos -continuó Lia-. Parecían casi tan asustados como nosotros. Josip era uno de ellos.

Ahí queríamos llegar, pensó Vlado, armándose de valor para escuchar lo peor sin dejar de esperar lo mejor.

– Era el encargado de las mujeres de mi grupo. Unas cien. Nos sacaba en formación a los campos donde ayudábamos en la siembra. Era abril y algunos agricultores habían pedido mano de obra. Pero todos los días mirábamos hacia el horizonte, hacia las carreteras que iban al oeste, para ver si llegaban los ejércitos. Había rumores de todas clases, así que naturalmente esperábamos que nos rescatasen.

– ¿Cuáles eran sus obligaciones?

– ¿Las de Josip?

– Sí.

– Darnos órdenes, más que nada. No perdernos de vista. Casi nunca era complicado. Sólo decirnos «en marcha. Alto. No os paréis. Contaos». Cosas así. Pero ya la primera mañana vi que me miraba, y podría decir que pensaba que era guapa. Y entonces lo animé, devolviéndole las miradas, sonriéndole. No porque pensara que era distinto de todos los demás, lo habría matado si hubiera podido, sino porque necesitaba sentir que hacía algo para sobrevivir. Cualquier cosa, aunque sólo fuera coquetear con un guardia. Porque todas las mañanas le mandaban escoger a tres o cuatro de nosotras para enviarlas con un destacamento al río, y todas sabíamos lo que allí pasaba. Las que se marchaban no volvían, y cuando terminase la siembra sabíamos que no nos necesitarían. Así que intentábamos trabajar todo lo despacio que podíamos.

– ¿Tenía que elegir él? -preguntó Vlado, agarrando el borde de la mesa.

– Sí -dijo Lia-. Lo hacía con rapidez, sin pensar demasiado. Escogía a las más viejas, las que tosían o las que estaban enfermas. Todas lo odiábamos por ello, claro está. Era el hombre más poderoso de nuestras vidas. En cuanto te señalaba con el dedo, estabas muerta. Nuestro verdugo. De modo que seguí sonriéndole, sonrisas discretas, para que las demás mujeres no se dieran cuenta. Yo sabía que otras hacían lo mismo. Pero a esas alturas muchas de ellas sólo eran piel y huesos. Yo tenía diecinueve años y estaba sana, y quería ser la última de su lista. Él siempre aparentaba no darse cuenta, pero yo sabía que sí. Y luego, más adelante, se lo perdoné todo. Después de lo que sucedió el último día. Cuando nos ayudó a huir.

A Vlado el corazón le dio un brinco. Se agarró con más fuerza a la mesa.

– ¿Él… él la ayudó a huir?

Hasta Torello pareció percibir algo trascendental en el aire; dejó el tenedor con todo cuidado en el plato y los miró atentamente.

– Sí. Él y otros guardias, los más nuevos. Fue unas semanas después, y sabíamos que los partisanos se acercaban porque se oían los disparos, todo el día. Los fusiles y la artillería rusa. De vez en cuando veíamos un avión, volando a poca altura, con distintivos rusos en las alas. Pero la matanza seguía. Estaban fuera de sí. Por fin una mañana estalló un motín. En la sección de los hombres. Todos sabían que la libertad estaba cerca pero que el asesinato podía llegar más deprisa, así que algunos hombres se abalanzaron sobre los guardias. Después comenzó el tiroteo. Nuestra reacción fue inmediata. De pronto todo el mundo corría, y todos los guardias disparaban. Menos los nuestros. Fue extraño. Creo que los de nuestro grupo fueron los únicos que no dispararon. Sólo nos gritaban. «¡Corred!», decían. «Hacia la parte de atrás. ¡Corred! Cortaremos la alambrada.» Sabíamos que podía ser una estratagema, una forma de dispararnos por la espalda, pero corrimos, y ellos vinieron con nosotros. Cortaron los alambres, y cuando pasamos por la abertura siguieron con nosotros. Debía de haber seis guardias en total, y parecían tan desesperados por escapar como nosotros.

»No lo consiguió todo el mundo. Los otros guardias nos vieron y dispararon. Creo que sólo pudimos escapar veinte, tal vez algunos más. Y sólo dos guardias. Josip y otro. Un chico que se llamaba Dario y que parecía tener unos quince años. Todas lo odiábamos también. Pero ahora corría como todo el mundo.

– ¿Y qué pasó con el resto de su familia?

– Los mataron -dijo ella sin cambiar el tono, pero sus ojos miraban fijamente a Vlado-. Mi madre pasó por la alambrada pero la alcanzaron los disparos. La vi en el suelo detrás de mí. No volví a mirar hacia atrás. Mi padre no debió de llegar a salir. Más tarde oí decir que los partisanos llegaron dos días después, pero entonces ya debía de estar muerto. No sé si murió aquella mañana o no, pero nunca lo volví a ver. Fue un milagro, de veras, que alguno de nosotros quedara con vida.

– ¿Adónde fueron?

– Caminamos durante tres días, hacia el norte y luego hacia el este. Queríamos escapar de los combates. Josip se deshizo del uniforme y la documentación, pero se quedó con la pistola. Entonces ya sabíamos que no iba a hacernos daño, pero creo que él se preguntaba si le haríamos algo a él. Unos días después sólo quedábamos seis. Los demás se habían ido en otras direcciones, intentando volver a sus pueblos. Había algunos eslovenos, pero la mayoría eran bosnios. Dos semanas después cruzamos la frontera de Italia. Medio muertos de hambre, pero lo conseguimos. Unos soldados británicos nos recogieron y nos montaron en camiones. Una semana después estábamos en un campo para desplazados, en Fermo.

– ¿Por qué no volvió a su casa?

– No tenía adonde volver. Nuestro pueblo había sido incendiado y mis padres habían muerto. Mis hermanos estaban en la guerra, no sabía dónde, hacía más de un año que no sabíamos nada de ellos. Pensé en ir a Liubliana, en busca de una tía mía, pero no sabía cómo estaba la situación allí, y me daba demasiado miedo viajar sola. Además, ya estaba con Josip. Sé que puede parecer una locura. Estar con tu carcelero. Pero él nos había liberado, y había cuidado de mí durante el camino. Cuando llegamos al campo para desplazados viajábamos ya como marido y mujer, no porque estuviera enamorada de él, sino porque las cosas eran más fáciles si se estaba casado, si se formaba parte de una pareja. Si una estaba sola podían dejarte en el campo para siempre. Con un marido te reasentaban antes. Y a Josip le preocupaba que descubrieran que había trabajado en aquel campo. Mientras yo estuviera con él, nadie sospecharía. Pero fue por mediación de Josip como conocí a Rudec, o Matek, como ya decía llamarse. El que después se llamó Barzini.