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– Disculpe mi ignorancia, pero ¿cuánto dinero se puede ganar desenterrando unos cientos de minas, incluso unos miles?

– Más de lo que se imagina. Hay millones flotando por ahí. En parte es dinero de Estados Unidos. En parte es de la Unión Europea. El resto es de diversos benefactores internacionales. Piense en lady Di. Era su causa preferida. Le dio glamour, así que ahora se reciben donaciones de todas partes, de personas bienintencionadas que las entregan siempre que alguien las reciba. Y cuando alguien es el primer contratista local de la zona lo normal es que se pueda embolsar más o menos la mitad de la subvención, y después pagar el resto a un puñado de granjeros pobres y bobos que trabajarán por cigarrillos y unos pocos marcos. Las desentierran a la antigua usanza, con palos y palancas. Herramientas de mano. Más o menos una vez a la semana alguien salta en mil pedazos, pero ¿y qué? El jefe saca su tajada y los habitantes de la zona disponen de algunas divisas y de un gran funeral con dos corderos en un asador. ¿Y adivina quién se queda después con parte de las minas no explotadas si nadie presta la debida atención al programa de demoliciones?

– Ah. Un montón de dinero y además armas gratis.

– Por eso la ONU recela de entregar a nuestro hombre una parte del pastel. Usted se presentará como si fuera su ángel de la guarda, el nuevo representante de la Unión Europea para operaciones de remoción de minas en la región, con una nueva y brillante tarjeta de visita que hará que se le caiga la baba. Pensará que puesto que usted es bosnio podrá conseguir por fin un trato equilibrado, porque sabrá hacer negocios como a él le gusta.

– Con sobornos y mordidas, quiere decir.

– Algo así. Pero se enterará de todo lo que debe saber en reuniones en La Haya.

– ¿Cómo se llama ese sospechoso?

– Lo siento, pero aún es confidencial. Todo el mundo sabe que seguimos al general Andric porque su acta de acusación es de hace cuatro años. Esa acusación está sellada. No queremos correr el riesgo de darle el chivatazo y echar por tierra nuestro pequeño trato en el último momento. Pero no es nadie de quien haya oído hablar, eso se lo puedo garantizar.

– ¿Y un emplazamiento?

– Una pequeña ciudad en el centro de Bosnia. Es lo más que puedo concretar por ahora.

– Y usted, señor Pine. ¿Es investigador?

– Abogado, para ser exactos. Soy lo que la oficina del fiscal llama un funcionario judicial, que trabaja con un equipo de unos doce investigadores, más un tipo de inteligencia militar. Hago algunos interrogatorios, un poco de trabajo de campo, y después suelo ser uno de los abogados cuando el caso llega a la sala de vistas, el que puede relacionar todos los puntos. Pero si se fija en el último renglón de la descripción de mi puesto, que es lo que hizo mi jefe el otro día, también dice algo de «realizar las misiones especiales que puedan ser necesarias».

– Lo cual parece significar que preferiría no estar aquí.

– Digamos que estaba harto del aquí y ahora sin tener que pasar unas semanas en la segunda guerra mundial. Todo esto podría ser un tanto peliagudo si se mete la pata. Por eso no se puede hablar de ello.

– ¿Qué hacía en Estados Unidos, antes de estar en el Tribunal?

– Era ayudante de la Fiscalía Federal. Casos de drogas sobre todo. Formé parte de un grupo especial de la DEA durante algún tiempo. Casi siempre matones estadounidenses, con algún que otro sudamericano y nigeriano de propina. Algo parecido a trabajar en una cadena de montaje. Por eso me ofrecí voluntario para venir aquí. Un poco como usted, supongo. Otro proyecto de recuperación muy lejos de casa.

Pero Vlado no estaba seguro de querer que lo recuperasen, especialmente si eso significaba volver al trabajo policial en un país donde la economía se había ido al infierno y la mitad de la población seguía albergando rencores. Era la clase de trabajo que tendía a convertir la honestidad en un juego, en una serie de sesiones de negociación entre la integridad y el interés personal. Si no se tenía cuidado no se tardaba en estar dando palmadas en la espalda y pagando rondas a la gente equivocada.

Tampoco estaba convencido de que esa invitación no tuviera al menos algo que ver con aquello en lo que se había visto implicado allí, un papel que le hacía sentirse más culpable cada minuto que pasaba. Se acabó su reputación de policía limpio. Tendría que comprobar un par de cosas por sí mismo antes de poder decir que sí. También escucharía lo que Jasmina tuviera que decir. Podían esperar hasta más tarde para decidir si regresaban, porque ésa sería la parte dura, la de las discusiones y las lágrimas, sin importar quién se impusiera.

Pero sus entrañas le habían dicho que quería la misión, y si pasar unas semanas en Bosnia le costaba su trabajo de la construcción en la Potsdamer Platz, en fin, ya habría otros agujeros que excavar en el barro, en otras partes de la ciudad que condujeran a otras regiones del pasado.

Pine se quedó a cenar. Eso se daba por sentado a menos que Vlado y Jasmina quisieran transgredir todas las leyes de la hospitalidad balcánica. Hablaron del trabajo durante un rato e intercambiaron historias de antiguos compañeros y casos, relatos llenos de humor y en un lenguaje que debía ser corregido para los oídos de Sonja. Una vez retirados los platos, Jasmina acostó a Sonja. La niña no había dejado de dirigir una mirada hosca a Pine durante toda la cena.

Vlado y Pine estaban relajados, los dos percibían que, incluso sin tener aún una respuesta oficial, el futuro inmediato de ambos estaba decidido, y que había llegado el momento de comenzar a acostumbrarse a la compañía del otro. Vlado descorchó la inevitable botella de slivovitz -brandy de ciruela- y las copas circularon mientras hablaban de familiares, amigos y otros que recordaban en los lejanos paisajes de casa.

Pine dijo que su padre era advokat, un abogado que trabajaba en una pequeña ciudad del sur de Estados Unidos. El de Vlado había sido capataz de un taller de maquinaria. Metalurgia. Era capaz de hacer cualquier cosa con herramientas. Hacía cantar a los utensilios, pero nunca decía gran cosa de sí mismo. Dejaba que su trabajo hablara por él.

– ¿Vive todavía?

– No. Murió hace quince años.

– ¿Y su madre?

– Dos años después.

– ¿Hizo su padre la guerra? Me refiero a la segunda guerra mundial.

– Lo mismo que la mayoría de la gente, creo. Era eso o esconderse en un sótano. Estuvo con algunos voluntarios, aunque aquello nunca fue nada importante. En realidad no hubo muchos combates en la zona donde se crió, sólo tenían que cavar trincheras y hacer guardias hasta la saciedad, algunas marchas de noche por los bosques y hambre constante. En aquella guerra no había mucho margen para un musulmán, y ésa es probablemente una de las razones por las que no intentó hacerlo parecer más noble de lo que fue. Cuando yo era niño eso me molestaba, sobre todo después de oír a otros padres alardear de los héroes que habían sido. Ahora me doy cuenta de que era una virtud. Fueron las mentiras las que al final metieron a todo el mundo en problemas.

– Bueno, bien por él, entonces. -Pine levantó su copa-. ¿Él también era de Sarajevo?

– Más al sur y al oeste. De Podborje. Una pequeña aldea entre las montañas camino de la costa. Después de la guerra no pudo encontrar trabajo, así que se mudó a Sarajevo. Vivimos en un pequeño valle a unos kilómetros de la ciudad hasta que tuve seis años. Después nos mudamos al centro de la ciudad.

– ¿Hermanos y hermanas? ¿Tíos y tías?

– Yo era hijo único. Mis padres empezaron tarde. Eso, o fui lo único que podían aguantar. Algunos tíos y tías de Sarajevo, casi todos por parte de mi madre. Unos cuantos en pequeños lugares en el campo. Íbamos unas pocas veces al año, a bodas y funerales. La mayoría de la familia de mi padre había muerto para entonces. Sólo recuerdo a un tío, en una granja, con cabras que sólo querían comerse mis mangas. Él y mi tía vivían como ermitaños, así que sólo los vimos una o dos veces. Bebían brandy durante toda la noche en la parte de atrás de la casa. Era la única forma de conseguir que mi padre hablara.