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– ¿En Fermo?

– Sí. Era del mismo pueblo de Josip, un pueblecito de Herzegovina, y se vieron en el comedor. Josip me dijo que Matek había estado antes que él en Jasenovac, aunque apenas me contó nada de lo que hacía, pero que lo habían trasladado a Zagreb, no mucho antes de que llegara mi familia.

Por supuesto, pensó Vlado. ¿De qué otra manera iba a terminar Matek en el convoy que salió rumbo al norte con todo aquel oro? El inteligente oportunista había encontrado una vez más la manera más fácil de escapar. Y fue Matek quien organizó la salida de los tres de Fermo, le dijo Lia, que pensaba que había sido una forma inteligente de mantener a Josip en deuda permanente con él. Lo primero que hizo fue conseguir documentos de viaje para los tres, despojándose del apellido Rudec mientras tanto.

– Nunca dijo cómo lo había hecho. Apareció una mañana en nuestro barracón con todos los papeles, y nos dijo que no faltásemos a la misa del domingo para conocer al padre Draganovic, que se ocuparía de nosotros.

A partir de entonces, las cosas sucedieron deprisa.

– Entonces nos fuimos a Roma. Josip quería volver a Yugoslavia, pero Matek siempre tenía algún plan, algún proyecto, y sabía convencer a Josip para que hiciera lo que él decía. Y una mañana Matek apareció con más papeles para nosotros. Pasaportes de la Cruz Roja. Dijo que nos mudábamos aquí, a Castellammare. Así que a partir de entonces fui Lia di Florio. Hasta entonces había sido Lea Breza. Josip era ahora Giuseppe, y Matek era Piro Barzini. Yo sabía ya que estaba enamorada de Josip, y quería estar donde estuviera él. De modo que nos mudamos aquí, y durante quince años fuimos felices, aunque nunca pudimos tener hijos. O todo lo felices que podíamos ser, sabiendo que no podíamos volver a casa, y que en cualquier momento alguien podía averiguar quiénes éramos de verdad. Y siempre estaba Matek, con sus planes y sus proyectos. Hasta la noche en que salieron en la barca. Matek dijo que sólo tardarían unas horas. Pero nunca regresaron.

– ¿En el sesenta y uno? -preguntó Vlado.

Muy pronto tendría que contarle él su historia, y se preguntaba cuál sería la mejor forma de hacerlo. Ahora estaba seguro de que Lia nunca había oído el nombre de Enver Petric, de que Matek y su padre debieron de mantener siempre en secreto esa identidad.

– Sí, en mil novecientos sesenta y uno -dijo ella-. Una noche clara con el mar en calma. Las autoridades llegaron a la conclusión de que se habían ahogado, pero nadie encontró jamás sus cuerpos. Sólo quedó la barca, que apareció en la orilla más adelante. Pero entonces… -Se encogió de hombros-. Yo no tenía adonde ir, así que me quedé. Pero siempre me pregunté si de verdad habían muerto. Si de verdad llegaron a subir en la barca. Y ahora tengo la sensación de que lo voy a averiguar. Y de que la noticia no va a ser precisamente alegre. ¿Estoy en lo cierto? -preguntó y miró a Vlado en actitud de súplica.

Vlado no quería herir sus sentimientos, pero sabía que eso no sería posible. Le había contado una historia de redención que nunca había creído posible, y lo único que podía ofrecer él a cambio era el conocimiento de una traición. Respiró hondo, con la mirada de Lia fija en él, y comenzó a hablar, lentamente, con parsimonia.

– Hay tres cosas que debe saber antes que nada. La primera es que Pero Matek está vivo todavía, y es muy posible que esté aquí, en Castellammare di Stabia.

Lia no se inmutó, como si no esperase menos.

– La segunda es que Josip Iskric vivió hasta mil novecientos ochenta y tres. Llegó a Yugoslavia en mil novecientos sesenta y uno, es muy posible que porque Matek no le dejara otra opción que regresar y guardar silencio al respecto. Cruzaron el Adriático, pasó a llamarse Enver Petric y se instaló cerca de Sarajevo.

»La tercera… -Vlado hizo una pausa, sintiéndose sin aliento, como si apenas quedase aire en la estancia para los tres-. La tercera es que soy el hijo de Enver Petric, su único hijo.

Lia se llevó una mano al corazón y pareció tambalearse. Pero sus ojos estaban secos. Se levantó vacilante de la silla y se dirigió hacia Vlado, que ya se había levantado para recibirla. Ella le puso las manos en los hombros, le miró a los ojos y le abrazó lentamente, primero con timidez, después con fuerza. Vlado la abrazó también, sintiendo una extraña mezcla de emociones. No era su madre, pero era algo parecido, la única persona parecida a un pariente que le quedaba por la parte de su padre, exceptuando a la tía Melania. Sintió sus sollozos, un temblor que le sacudió el esternón, y reaccionó como si fuera una suerte de señal, liberando por fin sus emociones. Una densa bola de calor pareció fundirse en su pecho, y las lágrimas brotaron de sus ojos.

Torello seguía sentado; se limpió la boca con una servilleta, tosió y miró hacia el extremo opuesto de la sala. Sólo se oía el ligero jadeo de Lia, como un nadador cansado que acabara de salir a la superficie en busca de aire.

Al cabo de unos instantes ella dejó de abrazarlo y retrocedió con paso inseguro. Vlado dejó caer lentamente los brazos en los costados; tenía la pechera húmeda. Lia humedeció una servilleta en un vaso de agua y se la pasó por la cara llorosa y después por la de Vlado, moviendo las manos arrugadas con ternura, casi como una caricia.

– ¿Cuánto tiempo has dicho que vivió? -preguntó, con la voz ya firme.

– Hasta mil novecientos ochenta y tres. Yo tenía diecinueve años cuando murió, la misma edad que usted cuando entró en el campo. -Lia asintió-. No encontré la fotografía hasta hace unos días -dijo, mientras señalaba con un gesto la fotografía en blanco y negro que estaba sobre la mesa-. Mi padre se la confió a su hermana hace mucho tiempo, cuando yo era un niño. Mi madre, por lo que yo sé, nunca la vio. Murió hace unos años. Pero no he sabido de verdad quién era usted hasta ahora. Hasta esta noche.

Ella volvió a asentir, ya fuera por estar demasiado afectada o por estar demasiado estupefacta para articular palabra.

Torello carraspeó.

– Tengo la impresión de que se ha revelado la verdad sobre su padre -dijo en voz baja en inglés.

– Sí. Y supongo que ahora deberíamos pasar a las preguntas sustanciosas. Y no porque yo tenga muchas ganas de hacerlas.

– Entonces utilizaremos ese método de las películas americanas de policías -dijo Torello sin alzar la voz-. El policía bueno y el policía malo. Yo me ocuparé de las cuestiones impertinentes, de las preguntas entrometidas. Ella espera que me comporte así de todos modos. Usted puede ponerme al corriente de lo que le ha dicho y descansar un rato. Parece que lo necesita tanto como ella.

– De acuerdo -dijo Vlado mientras se sentaba, agotado, pero todavía transportado por una nueva ligereza.

Miró a Lia, que le sonreía, y le devolvió la sonrisa.

Policía malo o no, Torello supo manejar la situación, pensó Vlado, a juzgar por cosas tan simples como el tono o el ritmo. Pero también estaba claro que las respuestas de Lia di Florio a la mayoría de sus preguntas eran escuetas, y diez minutos después Torello le dijo que sabían poco más que cuando habían llegado, sobre todo en relación con las cajas que Matek o el padre de Vlado podían haber traído con ellos a la ciudad. Habían viajado a Castellammare di Stabia por separado, le había dicho Lia, Matek y Josip habían llegado unos días antes que ella, en un camión. Ella viajó en tren, un trayecto lento y lleno de paradas que había durado días.

Ni Josip ni Pero -Vlado era incapaz de pensar en ellos como Di Florio y Barzini- habían mencionado nunca que hubieran traído consigo algo de Roma, ni un escondite donde pudieran haber ocultado objetos de valor, y no conocía ningún lugar al que Matek pudiera acudir si regresaba.

¿La creía Vlado? No estaba seguro. Pero seguía sintiendo, por alguna razón, que los ayudaría, a su manera, si podía.

Cuando Torello terminó de informar a Vlado sobre su última tanda de preguntas, todos quedaron en silencio, agotados. Los hombres encendieron sendos cigarrillos, y Lia se inclinó para coger uno de la cajetilla de Vlado.