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Levantando con todas sus fuerzas, hizo girar lentamente un extremo de la lápida hacia el saliente que quedaba a su espalda. Cuando comenzó a separarse rechinando y raspando, el aire más caliente del interior de la sepultura salió entre sus dedos con una inquietante sensación de cosquilleo. Confió en que dentro no estuviera el cadáver de un niño, sin importarle qué otra cosa pudiera encontrar.

Se movió hacia un lado arrastrando los pies, sin soltar un extremo de la lápida, dejando en la arenilla las marcas de los zapatos. Soltó la tapa con la mayor suavidad posible para dejarla en el saliente antes de ir al otro extremo para repetir la operación, hasta que la tapa quedó haciendo equilibrio sobre el saliente, con casi la mitad de su anchura colgando en el aire precariamente. Al estar la linterna muy por debajo en la otra parte del recinto, el interior del sepulcro seguía sumido en la penumbra. Vlado estaba sudando y podía sentir la tensión en los brazos y los hombros. Pero llegaba el momento de la verdad.

Recuperó la linterna y dirigió el haz de luz hacia el interior. La vista fue electrizante: dos cajas de madera, cerradas con clavos, con asas metálicas pegadas a ambos costados. Las palabras escritas en negro con plantilla en la tapa estaban en la lengua de Vlado. «Banco Estatal de Croacia» No había ataúd. Ni cadáver.

Por un instante se sintió exultante como un pirata. Quiso gritar, darle palmadas en el hombro a alguien y reírse a carcajadas. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan animado, pero era más importante que nunca permanecer en silencio. Las cajas estaban cerradas con clavos. Necesitaría otra vez la palanca, y la había dejado en la hierba antes de entrar.

Cuando abrió la puerta sintió en su cara el aire fresco y húmedo. Todo seguía en silencio. En ese momento el resplandor del haz de luz de una linterna estalló en su cara, cegándole durante un segundo, y antes de que pudiera dar otro paso vio surgir de pronto dos siluetas oscuras, una a cada lado. Una mano le tapó la boca y otra lo agarró del brazo derecho. Oyó un chasquido metálico, que le hizo saber que sus visitantes estaban armados, y después una voz hablando en inglés.

– Ha sido muy amable por tu parte comenzar el trabajo por nosotros -era Harkness-. Y muy cómodo encontrarte literalmente a la puerta de la muerte, que es hacia donde estás viajando desde el principio. Vuelve adentro, por favor, para que pueda terminar el asunto que me interesa y largarme de aquí.

Vlado se volvió y el otro hombre hizo girar la luz. Pudo ver entonces que era Matek. No dijo nada. Incluso en la oscuridad tenía algo que parecía distinto. Harkness sostenía la pistola. Antes de cruzar el umbral, Vlado pensó en echar a correr, cualquier cosa antes que volver a entrar a punta de pistola. Pero el golpe de un cañón en la espalda lo convenció de lo contrario. Un olor fuerte emanaba de Matek. A sudor, esfuerzo y preocupación. Y también a sangre. Respiraba pesadamente, un sonido bronco que decía que lo había pasado muy mal.

– Vamos. Adentro. -Otro empujón con el cañón-. Pon las manos a la espalda, donde yo pueda verlas.

En cuanto cruzaron el umbral, sus voces sonaron huecas, glaciales.

– Vacía tus bolsillos, despacio por favor, y pon lo que saques en el suelo, con cuidado. Sobre todo cualquier arma de fuego que puedas llevar.

Vlado sólo llevaba un lápiz, unos trozos de papel y algunas monedas. Al ver que eso era todo lo que sacaba, Harkness le metió la mano en los bolsillos para asegurarse.

– Ha estado bien que el Tribunal te enviase al mundo tan bien preparado -dijo-. Puedo decirte cuánto me duele verte aquí, Vlado. Testarudo y entrometido como siempre. Pero al menos te has ganado echar un vistazo al interior de las cajas, supongo. Además, necesito tu ayuda.

– Lo siento. No me pagan para esto.

– Muy bien. En ese caso te mataré. Tú eliges, padre de familia. Avísame cuando lo hayas decidido.

Vlado se desinfló. En los últimos segundos se había dicho que Harnkess no le haría daño de verdad; que aquel hombre podía ser implacable y manipulador pero no un asesino. Ahora sabía que no era así, y debería haberlo sabido desde siempre. Volvió a buscar un resquicio, una oportunidad para propinarle un puntapié o arremeter contra él, pero Harkness se mantenía fuera de su alcance, y parecía tan alerta como siempre. Con la pistola levantada. Apuntándole.

Matek, por su parte, no había abierto la boca todavía, y Vlado lo miró detenidamente en ese momento. Su expresión era de pesadumbre, de derrota, un semblante que sugería que aquella sociedad era cualquier cosa menos voluntaria.

– ¿Por qué no te agachas y desclavas la tapa de esta primera caja, Pero? Retírate, Vlado, y pon las manos en la cabeza. Como te muevas un centímetro te voy a hacer un agujero muy feo en el pecho. Más rápido, Pero, y nada de trucos. Ya has visto adonde lleva eso.

Cuando Matek se agachó gruñendo casi sin aliento, Vlado vio una mancha oscura y húmeda en su axila izquierda. Harkness se dio cuenta de que Vlado estaba mirando.

– No te preocupes por él. Intentó amenazarme con un cuchillo y tuve que poner las cosas en claro. No es mortal. Sigue enfadado por tener que repartir.

Como si Harkness estuviera dispuesto a cumplir de verdad ese acuerdo, pensó Vlado. Matek moriría en cuanto salieran de allí. Se preguntó si Matek se había dado cuenta de ello. Quizás el anciano esperase también un resquicio, una última oportunidad. En ese caso, serían dos contra uno, aunque sólo fuera por un momento.

Matek emitió un gruñido por toda respuesta, pero pareció recuperar en parte su energía. Fulminó con la mirada a Harkness, miró codiciosamente la pistola y comenzó a trabajar en la tapa de la primera caja con la palanca de la que se había apropiado Vlado.

– Levanta la tapa sólo de un lado. Volveremos a clavarla en cuanto hayamos visto lo que hay dentro.

La madera se desclavó con un ruido seco, y ni siquiera Matek pudo evitar una exclamación ahogada, aunque era indudable que sabía lo que había dentro. El haz de luz de la linterna hizo saltar destellos de los lingotes de oro cuidadosamente apilados que llegaban casi hasta el borde, una visión deslumbradora en la oscuridad.

– Tal como se había dicho -dijo Harkness, que después metió una mano en la caja, como si buscara algo que pudiera estar en los costados. La sacó vacía-. Muy bien. Vuelve a poner esa tapa. La clavaremos en un instante. La otra, por favor.

Matek, que seguía sin pronunciar palabra, trabajó concienzudamente en la segunda tapa. Harkness estaba como petrificado, y Vlado comenzó a bajar las manos de detrás de la cabeza. Un par de centímetros. Otros dos. Y dos más. Harkness levantó la vista rápidamente y giró el arma hasta que el cañón se detuvo a unos palmos de su pecho. El tono de su voz se elevó una octava.

– La próxima vez que hagas eso, estás muerto. Basta de pruebas.

Los clavos de la segunda caja rechinaron y crujieron y la tapa se abrió. Pero esta vez lo que vieron causó una conmoción, si bien Matek no mostró el menor signo de sorpresa. La caja estaba casi vacía. Sólo unas pocas hileras de lingotes de oro estaban depositadas en el fondo.

– Por el amor de Dios. Pero, viejo cabrón derrochador. ¿Qué hiciste? ¿Estuviste quince años intentando acaparar el mercado local de limoncello?

Sin embargo, Harkness parecía más divertido que disgustado. Le interesaba más un grueso sobre marrón ajado y con las esquinas dobladas, metido en posición vertical en un costado.

Sacó el sobre del que sobresalían los papeles por un extremo. Parecía contener al menos cien hojas. Vlado las miró con más fascinación que la que le había causado el oro. En algún lugar de aquel fajo de papeles, con toda probabilidad, estaban los documentos que habían cambiado la vida de su padre. Los que habían contribuido, a su manera, a llevarlo hasta aquel mundo. Y que entonces tal vez pudieran sacarlo de él.