Esbozó una mínima sonrisa, luego sonrió abiertamente y finalmente prorrumpió en una carcajada de satisfacción.
– Está bien verle hacer el payaso para variar -dijo-. Sobre todo cuando desde hace años no hay nada que recuperar ahí abajo.
– Lo sacó usted, ¿no es así? -dijo Vlado, con un ligero tono de reprimenda, para darle a entender que tenía que habérselo contado antes-. No se lo habría dicho a Torello, ya lo sabe. Sin duda tiene derecho, después de todo lo que ha pasado.
– Tenía miedo. Con ese oro se pagó esta casa. Antes tu padre y yo apenas podíamos pagar el alquiler.
– ¿Le queda algo?
– No mucho. Pero más que suficiente para seguir viviendo de él. No lo gasto muy deprisa. Además, Pero ya había consumido mucho cuando se fueron. Ésa es una de las razones por las que no caí en la cuenta de que lo había escondido en más de un lugar. Creía que lo había metido todo aquí, hasta esta noche.
– ¿Y dónde está ahora el oro del pozo?
– Dentro de la casa. En un lugar seguro. Lo trasladé hace diez años. Me estaba haciendo demasiado vieja para seguir subiendo por esa escalera. Después, cuando viniste y me enseñaste la fotografía, no supe qué pensar. Me dio miedo que lo supieras todo. Pero cuando me dijiste que eras el hijo de Josip, dejé de preocuparme.
Hubo un momento de silencio, como para poner en orden sus pensamientos. Desde el interior del pozo les llegó un ruido de excavación, y un haz de luz osciló por la abertura cuando el anciano se inclinó ante la falsa promesa del tesoro. Era evidente que Matek no había podido oír su conversación.
– Ahí no hay nada -gritó Vlado, acercándose al borde-. Lia se lo llevó todo.
– Lia nunca supo que estaba aquí -porfió Matek, sin dejar de cavar.
– Josip me lo dijo. Me dejó una nota el día que desaparecisteis.
En ese momento, el viejo dejó de cavar. Nadie pronunció palabra. Hacía casi cuarenta años que Matek no oía esa voz, y le hizo callar con la misma firmeza con que lo hubiera hecho un fantasma. Vlado volvió a ponerse en cuclillas, con los pantalones empapados por el rocío. Inspiró profundamente el frío aire de la noche y miró a Lia, intentando leer en su cara, pero no había suficiente luz.
Voces y pasos que se acercaban por el sendero rompieron su silencio.
– Quizá sea la policía -dijo Vlado-. Deben de haber oído el disparo. -Se volvió hacia Lia, esforzándose de nuevo para ver su cara-. No se preocupe. Nunca diré nada. Y a él no le creerán. Es el único secreto que sigue valiendo la pena guardar de todo este embrollo.
31
A última hora del día siguiente, tres países y dos jurisdicciones locales pugnaban por la custodia de los lingotes de oro hallados en el interior de la cappella Barzini. Italia fue la primera en reclamarla, seguida en rápida sucesión por Croacia y la República Federativa de Yugoslavia. Enviados de Roma, Zagreb y Belgrado estaban en camino, pero tendrían que competir primero con las autoridades municipales de Castellammare di Stabia, que habían trasladado las cajas a la cámara acorazada de un banco de la ciudad. Para ello habían tenido que desoír las enérgicas protestas de funcionarios de la autoridad regional de Nápoles llegados en el último momento. Al caer la noche incluso la Polizia di Stato consideraba la posibilidad de interponer una contrademanda, por entender que nada de valor se habría descubierto de no haber mediado las acciones independientes de uno de sus agentes que, como señalaban ya con énfasis, había puesto en peligro su vida en el cumplimiento del deber.
La prensa popular italiana de la tarde apostaba que la batalla duraría años, y cada hora llegaba por la autostrada la furgoneta de otro equipo de televisión. Las autoridades suizas, mientras tanto, habían comenzado a investigar sin hacer ruido si debían tener algún motivo para sentirse abochornadas o indignadas.
Un tanto perdido en medio de aquel bullicio estaba el hecho de que un importante sospechoso de crímenes de guerra había sido asesinado en la ciudad, y otro personaje más oscuro, al que se buscaba por cargos relacionados con acciones cometidas hacía medio siglo, había sido detenido. Y un indignado diplomático estadounidense parecía estar metido en un buen lío.
Y así fue como, entre el aluvión de entrevistas, interrogatorios y papeleos oficiales que siguió, Vlado no vio a Pine hasta casi el mediodía del día siguiente, cuando se encontró con él en el vestíbulo del hotel. Acordaron comer juntos. Tenían ya sus nuevos pasajes de avión a La Haya. Pero el veredicto acerca de si debían ser aplaudidos o vilipendiados a su regreso continuaba aparentemente en proceso de decisión, mientras Spratt y Contreras seguían observando los vientos dominantes que llegaban desde Washington, París y Berlín. Janet Ecker continuaba con permiso administrativo.
– Bien -dijo Pine mientras se sentaban-. Lo primero que he oído es que Matek no se opondrá a la extradición.
– ¿A Croacia?
– Sí. Está convencido de que puede quedar impune. Al parecer ya ha hablado por teléfono con sus abogados y con sus banqueros suizos. Da la impresión de que piensa que si toma la iniciativa habrá suficientes opiniones a su favor para dejarlo en libertad, sobre todo si el juicio se celebra en Zagreb. Quién sabe, puede que tenga razón.
– Tal vez -dijo Vlado-. Pero podría llevarse una sorpresa. Los croatas pueden decidir que es mejor darle un castigo ejemplar. Les brinda una oportunidad perfecta para la expiación nacional. Y al final, ni siquiera fue un buen fascista, sólo un ladrón que robó a todo el mundo, incluida la Ustashi.
– Lo cual me recuerda una cosa. Los croatas pueden querer que testifiques. Aunque sólo sea para ayudar a determinar la procedencia de algunos documentos.
– Los documentos -dijo Vlado, meneando la cabeza y frunciendo el ceño-. Ojalá me hubiera quedado con ellos.
Era el único aspecto de la noche anterior que seguía apesadumbrándole. Se los había entregado a eso de la medianoche. Una hora después habían intervenido fuerzas exteriores y Torello le había informado con pesar que el sobre y todo lo que contenía se estaba trasladando «arriba», porque de alguna manera habían pasado a formar parte de la ecuación de la lucha por el oro. Torello suponía que se estaba fraguando un trueque: el apoyo de Estados Unidos a la reclamación italiana a cambio de la devolución del material impreso que, por derecho, era legalmente propiedad del ejército estadounidense, al margen de lo que hubieran dicho los sacerdotes de San Girolamo sobre ese argumento.
– No tenía que habérselos entregado -dijo Vlado-. Es la misma historia de siempre.
– Yo no estaría tan seguro -dijo Pine, al tiempo que pasaba un sobre nuevo de papel manila por encima de la mesa-. Éste es tu juego de copias. Tengo otro para mí. Torello me los pasó a las tres de la mañana, nada más irte al hotel. Pudo desviarse unos minutos a la fotocopiadora antes de mandar los originales arriba. No he tenido mucho tiempo para echarles un vistazo, pero lo poco que he visto ha sido muy interesante. Membretes de Angleton, Colleton, el Vaticano. Mucha gente a la que poner en aprietos. Pero sí he visto el nombre de tu padre una o dos veces hacia la mitad del fajo, así que creo que te parecerá bien.
– ¿Qué vas a hacer con los tuyos?
– Lo he hecho ya. He mandado por fax todo el paquete al apartamento de Janet. Ella tiene tiempo de sobra ahora, además de algún que otro interés personal. Me ha asegurado que antes de que termine la semana habrá remitido copias a tres congresistas del comité de información y a los cazadores de nazis de plantilla del fiscal general, además de un juego anotado a un amigo suyo que trabaja en The New York Times. Demasiado para que se guarde el secreto, ¿eh?
A Vlado le entraron ganas de reírse a carcajadas, de ponerse a bailar encima de la mesa. Había sido una semana desgarradora y emotiva, pero aquel final era perfecto.