– ¿Pero qué significa esto para Harkness? ¿Cargos penales?
– No es seguro -dijo Pine, con una sonrisa compungida-. Volvió a la embajada de Estados Unidos en Roma. Según mis noticias, ha salido ya del país. Dispararte le puso en una situación un tanto delicada. Pero falló, por suerte para los dos. La única persona a la que llegó a herir fue a Matek. Ése fue según parece el argumento por parte de Estados Unidos, y dadas sus relaciones, además de que no se llevó ni un centavo, fue suficiente. La policía mantiene su nombre al margen del caso, y a la prensa sólo parece interesarle el oro. Si hay alguien que puede montar un escándalo, es Leblanc.
– ¿Dónde está?
– Siguiendo pistas falsas en Berlín, eso es lo último que he oído. Al parecer sabía que Harkness andaba metido en algo pero no podía imaginarse en qué. ¿Quién sabe si tenía alguna noticia sobre lo que estaba enterrado aquí? Pero puedes apostar que le gustaría echar un vistazo a estos papeles.
– ¿Entonces Harkness sale libre de todo esto?
Pine se encogió de hombros.
– Su carrera se resentirá. Supongo que eso ya es algo. Su carro estaba enganchado al de Colleton, y los dos han visto cómo se les salían las ruedas en las últimas semanas. Pero lo más probable es que llegue a un buen acuerdo. Probablemente una nueva vida en un lugar de clima cálido.
– Un trato mejor que el que nunca consiguió Robert Fordham.
Pine asintió con expresión grave.
– He vuelto a llamar al hospital esta mañana. Me han dicho que falleció podo después de las doce de la noche. Estoy intentando que Torello pida una autopsia. Pero ni aun así es probable que encuentren una marca de inyección. Demasiado fácil de ocultar si se sabe lo que se está haciendo. -Pine bajó la voz-. Otra cosa que debes saber, por si te sirve de algo. Torello me ha dicho que Harkness estaba haciendo ruido anoche sobre lo que te pasó con Popovic en Berlín. No preguntes cómo se ha enterado, pero yo diría que no será la última vez que salga a colación. Lo siento.
– No pasa nada -dijo Vlado-. He decidido hacer un informe completo sobre todo eso.
– ¿Qué quieres decir?
– Una declaración jurada para la policía de Berlín sobre lo que sucedió con Haris y su amigo. Sobre lo que hice. Dónde está el cadáver. Tienen que saberlo.
– ¿Por qué? ¿Por qué lo vas a hacer?
– Porque lo necesito.
– ¿Qué? ¿Confesar? Cuéntaselo a un cura.
– No. Alguien de mi familia tiene que quedar limpio.
Pine hizo una mueca y negó con la cabeza.
– Entonces es por tu padre. «Bendíceme, porque él pecó, y yo también.» Supongo que el catolicismo ha salido a flote.
– No. Es para quedarme tranquilo. Y porque es justo. Mi padre tuvo su oportunidad de redimirse el último día en Jasenovac, y la aprovechó. Lia di Florio es la prueba. Para mí no hay vida que salvar, sólo una historia que contar. Ayer Harkness intentó utilizarlo en mi contra, y supe que estaría sometido a esa clase de presión durante el resto de mi vida.
– Bueno, todavía no es demasiado tarde para cambiar de opinión, ya sabes.
– En realidad sí lo es. Esta mañana he hablado con un teniente de la policía de Berlín.
Pine se quedó sin habla un instante.
– Haré lo que pueda por ti, desde luego -hablaba lentamente-. Tengo algunos contactos en la policía alemana. Pocos, de todos modos. Y además, el Tribunal sin duda os debe una, a ti y a tu familia. Todo puede salir bien todavía.
– Ya ha salido bien -dijo Vlado, más convencido que nunca de tener razón.
EPÍLOGO
Berlín se vistió de gris para recibir a Vlado. Pero por una vez no le importó mientras su avión descendía atravesando sucesivos velos de nubes. Ni siquiera la exasperante llanura se hizo notar mientras el reactor describía círculos a escasa altura en la penumbra de una tarde de invierno en espera de una pista para aterrizar en Tegel.
Las autoridades, según lo acordado previamente, lo estaban esperando. Hasta entonces la policía de Berlín había hecho lo imposible para no parecer marcial ni prusiana. El teniente con el que había hablado desde Italia se había expresado de la manera anodina y razonable del presentador de televisión que modera un debate de un grupo de expertos sobre el euro mientras discutían la probabilidad de que Vlado siguiera siendo un hombre libre.
– Es de inmensa ayuda que usted se presentara -dijo el agente en un inglés escueto-. Dado que no participó realmente en el homicidio, y dadas también las circunstancias del pasado de la víctima, la mayoría de los factores pesan en su favor. Aunque desde luego tendremos que verificar su relato con los dos sospechosos principales.
No había problemas con eso. Haris y Huso habían estado encantados de entregarse a las autoridades internacionales en Sarajevo cuando se supo la noticia, después de llevar unos días esquivando a indeseables del hampa de Belgrado.
Pine había cumplido con su parte. Conocía a un alemán del Tribunal que era amigo de un amigo del inspector jefe. Dos llamadas telefónicas después, todo el mundo se sintió mejor tras restaurar el equilibro de una balanza que de lo contrario podía haberse inclinado injustamente en contra de un bosnio desarraigado.
De modo que Vlado recibió la bienvenida que le había faltado cinco años antes. Avisada como es debido esta vez, Jasmina desenterró un vestido que no se ponía desde antes de la guerra, para asistir a una boda en 1991. Sonja llevaba su único vestido de fiesta, ya una talla pequeño, pero eso sólo hizo que el momento fuera más conmovedor para Vlado, que lo interpretó como un signo de que su niña crecía demasiado deprisa.
Lo esperaban nada más cruzar la entrada de seguridad de su puerta, y salió a una gozosa implosión de gritos balcánicos y brazos que lo agarraban. Intercambiaron las frases al uso que nunca pueden dar de sí para envolver tales momentos.
– Cómo me alegro de que hayas vuelto.
– Y yo me alegro de estar aquí otra vez.
– ¿Los has atrapado a todos, papá?
– Sí, Sonja. He terminado ya con todo eso.
Volvieron a casa en un coche prestado, un Opel, no un Yugo, y Sonja habló como si le hubieran dado cuerda durante toda la mañana. ¿Era verdad que había molinos de viento en Holanda? ¿Había comido muchos espagueti? ¿Seguía habiendo un emperador con fila de centuriones? Chilló de placer cuando Vlado le dio una cajita de piedras del Vesubio que había descubierto justo a tiempo en una tienda de regalos del aeropuerto.
Irrumpieron en su apartamento, donde les recibió una oleada de olores de manjares y la fragancia de flores cortadas. El recuerdo de su deprimente llegada cinco años atrás se disipó entre el vapor del cordero asado y las bolas de masa calientes, y mientras celebraban su banquete el vino floreció como una bendición en la cansada cabeza de Vlado.
Pero cuando llegó el momento de contar las historias -las que sabía que debía contar acerca de su padre, de Lia, de las antiguas guerras y los antiguos pesares que inevitablemente daban lugar a los nuevos-, se sintió extrañamente claustrofóbico. Todo parecía estar atravesado en su garganta como un bocado demasiado inmenso para tragarlo. Y por un instante sintió el peso de aquellos primeros años, solo en un asedio con demasiadas cosas en que pensar y nadie a quien contárselas, mientras las palabras atrapadas se estancaban.
Jasmina, que pareció leer sus pensamientos, se levantó con rapidez de su silla. Durante un momento extraño, Vlado pensó que iba a darle una palmada con todas sus fuerzas en la espalda, como si se hubiera atragantado. Pero se dirigió a una mesa auxiliar, con la mirada expectante.
– Quería decirte que ha llegado esto para ti esta mañana -dijo alegremente, mientras cogía algo.
Era un pequeño sobre blanco, abultado como si fuera un enorme ravioli, con la parte de la derecha cubierta de sellos italianos con matasellos de Castellammare di Stabia. La letra era pequeña y esmerada. Vlado lo rasgó con cuidado y dentro encontró una pequeña nota: «Querido Vlado: Hay muchas cosas que debemos saber aún el uno del otro, y muchos recuerdos que compartir del hombre al que los dos amamos. Trae a tu mujer y a tu hija. Mi casa era suya, y ahora es tuya. Con cariño, Lea».