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Se echó la escopeta al hombro y soltó una descarga sobre el follaje del roble, con lo cual cayó sobre el durmiente una lluvia de hojas, ramitas y bellotas. De inmediato se despertó y, temiendo haber dormido demasiado tiempo, continuó su camino con tanta velocidad que llegó a nosotros faltando un minuto para las cuatro, con la botella en la, mano y una carta autografiada de María Teresa.

Abrimos la botella con ansiedad y el Gran Turco probó su contenido.

– Münchhausen -me dijo-, espero que no tomes a mal que conserve esta botella para mí solo.

Dicho esto, guardó la botella en el armario, bajo llave, y llamó a su tesorero.

– Es menester que pague yo mi deuda ahora. Escucha -dijo al tesorero-, dejarás que este señor tome del Tesoro todo lo que pueda cargar uno de sus hombres.

El tesorero se inclinó tanto, en señal de obediencia, que los cuernos de la media luna de su turbante tocaron el suelo.

Podéis imaginaros que no tardé mucho en hacer valer mi derecho. Mandé llamar a mi forzudo, quien rápidamente acudió con su soga, y los dos nos dirigimos al Tesoro Imperial. Debo decir que no quedaba gran cosa cuando me retiré.

Rápidamente fuimos al puerto, y allí fleté el barco más grande que pude encontrar, para poner a buen resguardo mi tesoro. Fue acertado hacer esto, pues lo que había temido sucedió. Al ver el tesorero lo que yo había hecho, corrió a notificar al Sultán de la manera en que había abusado de la libertad que se me otorgó. Para corregir su error y recobrar lo perdido, dio órdenes de que la flota de guerra zarpara en mi persecución, a fin de hacerme comprender que no era ésa la forma en que debía interpretarse la apuesta.

Apenas nos habíamos alejado dos millas del puerto cuando vi a la armada turca venírseme encima con todas las velas desplegadas, y debo admitir que de nuevo sentí miedo por mi cabeza. Pero mi fiel soplador se acercó y me dijo:

– No tenga temor alguno, señor. Yo me encargo de este detalle.

Y se fue hacia popa, de modo que una de las ventanas de su nariz apuntaba a nuestras velas y la otra a la armada enemiga. Luego, se puso a soplar con tanta fuerza que los turcos fueron devueltos al puerto, con enormes daños, y nosotros arribamos a Italia en pocas horas.

Pero en fin, os diré que no pude sacar mayor provecho de mi tesoro, ya que muy a pesar de las afirmaciones del bibliotecario Jagemann de Weimar, hay tal nivel de mendicidad en Italia y tal abandono en la Policía, que la mayor parte se me escurrió en limosnas.

Los salteadores de caminos se encargaron del resto en los alrededores de Roma. Los malditos no tuvieron reparo alguno en robarme todo, aun sabiendo que una milésima de lo que me quitaron era suficiente para comprar en Roma la indulgencia plenaria de sus crímenes, los de sus hijos y los de sus nietos.

Pero es precisamente la hora en que acostumbro irme a la cama, señores. De modo que, les deseo buenas noches.

Séptima aventura en el mar.

Relatos de un compañero de viaje, en ausencia del Barón

Una vez concluido el relato, el Barón de Münchhausen se retiró, dejando a todos regocijados. Al marcharse, prometió relatar

en la próxima oportunidad, las aventuras de su padre, tan extraordinarias como las suyas.

Como todos se habían puesto a comentar las aventuras del Barón, uno de los presentes, que lo había acompañado en su viaje a Turquía, dijo que, a pocas millas de Constantinopla había una enorme pieza de artillería de la cual hacía mención el Barón Tott en sus memorias, poco más o menos con las siguientes palabras:

"Los turcos habían instalado en una ciudadela a orillas del río Simois, no muy lejos de la ciudad, una pieza de artillería. Era un formidable cañón hecho de bronce, cuyas municiones pesaban mil cien libras. Tenía grandes deseos de disparar este cañón -dice el Barón Tott- para poder juzgar por mí mismo sus efectos. Pero todos temblaban ante tal perspectiva, pues se daba por seguro que el temblor destruiría la ciudadela y la ciudad cercana.

Obtuve, no obstante, la autorización necesaria. Trescientas libras de pólvora hicieron falta para cargar el cañón.

Cuando el artillero se disponía a prender fuego a la mecha, la multitud de curiosos que había alrededor se alejó a una prudente distancia. El propio artillero, mientras aguardaba mi orden para disparar, se había puesto blanco como un papel y temblaba de miedo. Me metí en mi refugio y di la señal. De inmediato, se sintió un temblor idéntico al que produce un terremoto. A eso de unas trescientas toesas de su vuelo, se dividió el proyectil en tres fragmentos que volaron por sobre las aguas del estrecho, cubriendo todo de espuma".

Éstas son, si mi memoria no falla, las palabras del Barón Tott referentes al mayor cañón del mundo.

Cuando visité este país, acompañando al Barón de Münchhausen, todo el mundo tenía al Barón Tott como ejemplo de valentía y serenidad, por su hazaña.

Mi señor, que no podía soportar que un francés fuera más que él, se alzó el cañón al hombro y balanceándolo se arrojó al canal con él a cuestas y nadó hasta la orilla opuesta. Tenía la idea de volver el cañón a su sitio, arrojándolo por sobre el canal. Desgraciadamente, en el momento en que lo balanceaba para darle impulso, resbaló el artefacto de su mano, con lo cual fue a parar al fondo del canal, donde aún permanece y sin dudas permanecerá hasta el fin del mundo.

Aunque el Sultán ya había olvidado y perdonado la historia del Barón con el Tesoro, esta nueva aventura no le hizo ninguna gracia. Más aún, movido por la furia ordenó que se le cortara la cabeza. Por suerte, el Barón gozaba de la gran estima de una de las sultanas, quien nos avisó secretamente. Como no podíamos escapar tan rápidamente, la buena mujer lo mantuvo oculto en sus aposentos, mientras el funcionario encargado de la ejecución lo buscaba con afán, por todas partes.

El Barón no gusta mucho de recordar esta historia, porque no pudo lograr su objetivo con el cañón y además corrió el riesgo de dejar su cabeza, debiendo ser salvado por una mujer. No obstante, como no hace mella alguna a su honor, yo tengo la costumbre de contarla cuando él se retira.

Ahora conocéis a fondo al Barón, y supongo que no abrigaréis duda alguna sobre su veracidad, pero para que no dudéis tampoco de la mía, creo que debo deciros en pocas palabras quién soy yo.

Soy hijo de un hombre de Berna, en Suiza. Mi padre trabajaba allí, como inspector de calles, pasajes, avenidas y puentes; oficio que recibe el nombre de barrendero.

Mi madre, oriunda de las montañas de Saboya, abandonó su hogar muy joven y la fortuna la llevó a Berna. Vagabundeó durante un buen tiempo y, compartiendo con mi padre la misma afición, se encontraron un día en el correccional.

De inmediato se enamoraron y, a la brevedad, contrajeron matrimonio. La dicha no duró demasiado, ya que al poco tiempo mi padre abandonó a mi madre, dejándole la renta de una tienda de ropa usada. La buena señora ingresó entonces en una compañía de títeres hasta que el destino la llevó a Roma, donde se dedicó a vender ostras.

Sin dudas habréis oído hablar del Papa Ganganelli, conocido con el nombre de Clemente XIV, y sabréis de su afición a las ostras. Un jueves, mientras se dirigía a San Pedro para la misa, vio las ostras de mi madre, que eran las mejores y más frescas que se conseguían allí, y no pudo resistir la tentación de detenerse a probarlas. También hizo detenerse a las quinientas personas que lo acompañaban y mandó avisar a quienes lo aguardaban en la iglesia que no podría decir misa aquella mañana. Luego, apeóse el Papa de su montura y entró en la tienda de mi madre, donde acabó con todas las ostras, pero como tenía ella más provisión en el depósito, hizo pasar a todo el séquito, que rápidamente dio cuenta del resto. Estuvieron allí hasta la noche, y antes de salir, el Papa llenó de indulgencias a mi madre por todas sus culpas pasadas, presentes y futuras.