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Ahora, señores, espero que no sea necesario explicaros más profundamente mi relación con la historia de las ostras y que hayáis comprendido bien a qué ateneros con respecto a mi nacimiento.

El Barón de Münchhausen

prosigue su relato

Cada vez que tenían oportunidad, los amigos del Barón le rogaban que prosiguiera el relato de sus aventuras, pero todos sus pedidos fueron inútiles por un tiempo. El Barón tenía la buena costumbre de hacer todo según su capricho.

Al fin, llegó la ansiada noche en que el Barón lanzó una sonora carcajada, anunciando a sus amistades que la inspiración había vuelto a él. Todos guardaron silencio y prestaron oídos a sus palabras. Irguiéndose en el sillón, el Barón comenzó a hablar:

Durante el último sitio de Gibraltar, me embarqué en la flota mandada por Lord Rodney, con la misión de llevar pertrechos. Aproveché para hacerle una visita al general Elliot, que ganó en esa plaza laureles eternos.

Luego de dedicarnos por unos momentos a las usuales expresiones de amistad, recorrí la fortaleza en su compañía. Llevaba conmigo un espléndido telescopio comprado en Londres.

Con la ayuda de este instrumento, descubrí que el enemigo apuntaba precisamente hacia nuestra posición, una pieza de 36. Se lo comuniqué al general, quien de inmediato comprobó la veracidad de mi observación. Con su autorización, hice traer una pieza de 48 de la batería cercana y la apunté con tal exactitud que no podía albergarse ninguna duda acerca de que diera en el blanco. Debo decir con orgullo que jamás encontré nadie que me supere en asuntos de artillería.

Me puse a observar entonces al enemigo con toda atención, y en el instante en que prendían fuego a la mecha del cañón para dispararlo, ordené hacer lo mismo.

Las dos balas se encontraron en mitad del camino, y se produjo un choque tan violento que la bala enemiga rebotó hacia atrás con tanta fuerza que no sólo decapitó al artillero sino que, siguiendo de largo, arrancó las cabezas de dieciséis soldados que huían hacia África, rompió los palos mayores de tres barcos que se hallaban en el puerto, se adentró doscientas millas en el país de Berbería, derribó el techo de la casa de unos campesinos y le arrancó el último diente a una vieja que dormía en su interior, deteniéndose luego en su buche. Su marido, que regresó poco después, intentó infructuosamente quitarle el proyectil, tras lo cual decidió hundirlo a puñetazos en su estómago, de donde salió siguiendo el curso natural.

Mientras tanto, nuestra bala, no satisfecha con haber devuelto la del oponente, continuó su camino y arrancó de su lugar la pieza enemiga, con tanta fuerza que la lanzó contra el casco de un buque que comenzó a hacer agua y se hundió en muy poco tiempo con mil marineros y otros tantos soldados a bordo.

Sin dudas, fue éste un extraordinario hecho de armas, pero aunque el honor de la idea es mío, no quiero atribuírmelo yo solo. La casualidad tuvo también un papel muy importante. Luego del disparo, pude ver que nuestro cañón había recibido doble carga de pólvora, y esto fue lo que dio tanta fuerza a nuestro proyectil.

El general Elliot, muy satisfecho de mi actuación, quiso darme un nombramiento de oficial que me negué a aceptar, conformándome con los cumplidos que me dirigió esa misma noche luego de cenar frente a todo su estado mayor.

Siempre he sentido una fuerte simpatía por los ingleses y su bravura, por lo que decidí no retirarme de la fortaleza sin prestarles otro servicio, y tres semanas después vi presentarse la ocasión.

Me disfracé de sacerdote católico y, a eso de la una de la madrugada, dejé la fortaleza y me dirigí a las líneas enemigas. Luego entré en la tienda donde el Conde de Artois había reunido a todos sus oficiales para comunicarles el plan de ataque del día siguiente. Protegido por mi disfraz, nadie pensó siquiera en echarme, y así pude enterarme perfectamente de sus planes. Una vez terminado el consejo, se retiraron todos a dormir, y advertí que también los centinelas se habían entregado al noble acto del descanso.

Sin perder un minuto, me puse a desarmar todas las piezas de artillería, que fui arrojando al mar, a distancia de unas tres millas. Como estaba solo, puedo aseguraros que ése fue el trabajo más extenuante de mi vida, con excepción del que mi buen compañero os ha relatado en mi ausencia.

Una vez terminado esto, reuní todas las cajas y pertrechos en el centro del campo. Temiendo que el ruido al arrastrarlos pudiera despertar a los centinelas, me iba echando encima cada cosa para llevarla hasta el montón. Al terminar de reunir todo, la montaña tenía una altura semejante a la del peñón de Gibraltar.

Tomé luego una bala de 48 y, golpeándola contra los restos de una construcción, obtuve fuego. Prendí una mecha y me alejé. Olvidé decir antes que había colocado, encima de todo, la totalidad de las municiones de guerra. Las llamas alcanzaron rápidamente la cima del montón, entonces, para evitar sospechas, di la alarma yo mismo.

Es fácil imaginar la consternación que se abatió sobre todo el campamento, convencido de que el ejército enemigo había hecho una incursión nocturna y degollado a los centinelas.

M. Drinckwater menciona en sus memorias de este conflicto la considerable pérdida sufrida por el enemigo, a consecuencia de un incendio, pero no le atribuye ninguna causa. Es cierto que tampoco le era posible hacerlo, ya que a nadie le confié mi secreto, ni siquiera a mi amigo, el general Elliot.

El Conde de Artois huyó con todos sus hombres y no descansó hasta llegar a París. El terror del episodio les impidió a todos comer durante tres meses.

Habrían pasado unos dos meses de mi hazaña cuando, mientras nos hallábamos almorzando con el general Elliot, una bomba atravesó el techo y cayó en nuestra estancia. El general hizo lo que cualquier persona haría en ese caso, o sea, salió de la habitación a gran velocidad. Yo levanté la bomba del suelo antes de que explotara y con ella me dirigí rápidamente a la cima del peñón. Desde allí divisé una gran reunión de gente a poca distancia del campo enemigo, pero desde mi posición no podía verse claramente lo que hacían. Recurrí a mi telescopio y descubrí que el enemigo se disponía a ahorcar como espías a dos de los nuestros. La distancia era excesiva como para lanzar a mano la bomba, pero recordé que en mi bolsillo tenía la honda con que David alcanzó tanta fama en su episodio con el gigante Goliath, y coloqué en ella la bomba. Al caer, estalló matando a todos los presentes, menos a los dos ingleses, quienes por fortuna ya estaban colgando de la horca. Uno de los fragmentos de la bomba dio contra la base del catafalco y lo derribó.

Apenas nuestros compañeros pusieron pie a tierra, intentaron encontrar una explicación a tan curioso hecho, pero al ver a los verdugos y soldados muy ocupados muriendo, se quitaron la soga que les oprimía el cuello y luego de saltar a un bote se dirigieron hacia nuestros barcos de guerra.

Al rato, cuando estaba por contarle al general Elliot la aventura, llegaron ellos. Después de un mutuo y afectuoso intercambio de opiniones y felicitaciones, celebramos entre todos el feliz desenlace.

Seguramente todos deseáis saber cómo es que yo tengo en mi poder un tesoro tan maravilloso como la honda de David. Pues bien, dejaré satisfecha vuestra curiosidad. Yo soy descendiente, como seguramente sabréis, de la mujer de Urías, que como seguramente sabréis también, mantuvo muy estrechas relaciones con el Rey David.

Pasó lo que con frecuencia pasa con el correr del tiempo. Su Majestad dejó enfriar notablemente las relaciones con la Condesa (hubo de recibir ese título tan sólo tres meses después de la muerte de su marido). Un día entablaron una polémica, acerca de una importante cuestión, que consistía en saber en qué parte del mundo había sido construida el arca de Noé y en qué lugar habría ido a parar una vez terminado el diluvio. Mi abuelo tenía la debilidad -tan común entre los grandes- de no tolerar contradicción alguna, y ella tenía el defecto -tan común en las mujeres- de querer tener razón en todo. Sobrevino la separación.