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Con frecuencia, había oído hablar a mi abuela acerca de la susodicha honda como el objeto más precioso de la colección, y creyó oportuno llevársela como recuerdo de mi abuelo. Pero antes de que hubiese tenido tiempo de pasar la frontera, se echó en falta la honda y seis hombres de la guardia del Rey fueron enviados en su búsqueda, con la orden de detener a mi abuela.

Al verse perseguida, la Condesa hizo uso de la honda con tan buena mano que derribó a uno de los soldados. Este hecho ocurrió, casualidad o no, en el mismo paraje donde David llevó a cabo su hazaña.

Los otros guardias, viendo morir a su compañero, discutieron el asunto entre ellos y decidieron que lo mejor sería regresar, para informar al Rey de los acontecimientos. Mi abuela, por su parte, creyó conveniente continuar su viaje hacia Egipto, donde contaba con unos cuantos amigos en la corte.

Olvidé deciros que en su huida, mi abuela había llevado a su hijo predilecto. La fertilidad de las tierras de Egipto dio a este hijo gran cantidad de hermanos, de modo que la Condesa hubo de redactar en su testamento, una cláusula especial por la cual le hacía heredero de la honda, y es de él de quien ha llegado a mí en línea directa.

Este antepasado mío, que vivió hará unos doscientos cincuenta años, trabó conocimiento durante un viaje a Inglaterra, con un poeta que era plagiario y cazador furtivo. Hacíase llamar Shakespeare. Este hombre tomó prestada muchas veces la honda a mi padre, y con ella causó tantas bajas en la fauna de las tierras de sir Thomas Lucy que, a poco estuvo de correr la misma suerte que mis amigos de Gibraltar. Descubierto, fue enviado a prisión, y solamente lo liberaron gracias a un pedido especial de mi antepasado.

Mi padre, de quien yo heredé la honda, me contó una vez una historia cuya veracidad no pondrá en duda ninguno de los que conocieron al digno caballero.

"En uno de mis viajes a Inglaterra -me contaba-, me paseaba yo por las playas de Harwich, cuando se arrojó sobre mí un enorme caballo de mar. No tenía para defenderme más que mi honda, con la cual llegué a arrojarle dos piedras, con tan buena puntería que le vacié ambos ojos. Salté entonces encima de él y lo dirigí hacia el mar, porque al perder la vista había perdido también toda su ferocidad y se dejaba conducir como un caballo. Le calcé la honda a modo de bridas y lo lancé al galope. Menos de tres horas tardé en llegar a la otra orilla, recorriendo en tan poco tiempo más de treinta millas.

En Helvoetsluys, vendí el caballo por setecientos ducados, a un hombre que hizo buen dinero exponiendo públicamente al animal".

Pero según contaba mi padre, lo más extraordinario de esta modalidad de viaje fueron los descubrimientos que pudo hacer.

"El animal que montaba -me dijo- no nadaba, sino que corría por el fondo del mar, espantando en su avance a montones de peces muy distintos de los que usualmente vemos. Algunos de ellos tenían la cabeza en mitad del cuerpo y otros en la punta de la cola. Algunos otros estaban formados en círculo y cantaban a coro. Había algunos que construían, con agua, edificios transparentes de increíble belleza, rodeados de enormes columnas. Los aposentos que constituían estos edificios contaban con todas las comodidades que un pez distinguido pudiera desear: algunas de las salas estaban ya preparadas para la conservación de las huevas, y otras, destinadas evidentemente a la educación de los jóvenes.

Entre muchos otros incidentes, pasé en un momento por una cadena montañosa tan alta como los Alpes. Los flancos de roca se hallaban cubiertos de enormes cantidades de árboles a los que se trepaban cangrejos, ostras, caracoles, almejas y toda clase de animales marinos, algunos de ellos tan grandes que, con uno solo, habría alcanzado para llenar un carro. Los ejemplares que recogemos en nuestras costas son insignificantes, comparados con los que habitan las profundidades, pequeños animalejos que las corrientes submarinas arrancan de las ramas, tal como en la tierra, lo hace el viento con la fruta débil de los árboles.

Me encontraba ya a mitad del camino y calculo que a unas quinientas toesas de profundidad. En este punto, comencé a sentir la falta de aire. Pero esto no era lo único desagradable de mi situación. De vez en cuando, nos cruzábamos con enormes peces que, a juzgar por la abertura de sus bocas, parecían más que dispuestos a tragarnos a mí y a mi cabalgadura al mismo tiempo. Recordemos que mi montura estaba ciega, por lo cual debe agradecerse a mi pericia el haberme salvado de esos ataques. Una vez cerca de las costas de Holanda, con poco más de veinte toesas de agua por sobre mi cabeza, creí ver sobre la arena una figura humana que, a juzgar por su traje, había de ser femenina. Me pareció que aún daba señales de vida, y en efecto, al aproximarme noté que movía una mano. Tomándola de esa mano, llevé conmigo el cuerpo a la orilla.

Aunque en esas épocas estaba menos desarrollado que ahora el arte de resucitar a los muertos, los auxilios del boticario lograron volver a la mujer a la vida. Resultó ser la esposa del capitán de un barco que había salido del puerto hacía muy poco. Parece ser que, en el apresuramiento de la partida, el capitán había embarcado por error a otra mujer en lugar de su esposa. Habiéndose enterado ésta del grave equívoco, se lanzó en persecución de su marido en una lancha, con tan mala suerte que apenas lo hubo alcanzado, cayó al agua, por otro lamentable error del capitán.

Imagino las bendiciones que habrá echado el capitán sobre mí cuando encontró a su mujer viva, al regresar de su viaje. Pero por más que el hombre sienta que le causé daño, mi corazón no sufre remordimiento alguno, ya que obré por pura caridad".

En este punto solía interrumpirse el relato de mi padre, que ha venido a mi mente a causa de la famosa honda de la que os estaba hablando. Por desgracia, mi hazaña con la bomba fue la última de la honda, ya que la mayor parte de ella desapareció junto con el patíbulo y la bomba misma. El trozo que me quedó en la mano se conserva aún hoy en el museo de nuestra familia, junto con varias piezas más de valor incalculable.

Poco tiempo después, abandoné Gibraltar y volví a Inglaterra, donde me aconteció una de las más singulares aventuras de mi vida.

Había ido a Wapping, para supervisar el embarque de unos regalos que enviaba a amigos de Hamburgo. Una vez terminado, regresé con el Tower Warf. Era ya mediodía y la fatiga me vencía. De pronto, se me ocurrió que podría descansar cómodo y a resguardo del Sol, metiéndome en unos de los cañones, y apenas me hube recostado, me dormí profundamente.

Pero resulta que precisamente era ese día el cumpleaños del Rey Jorge III, y a la una en punto todos los barcos debían disparar salvas para saludar al monarca. Los cañones habían sido cargados por la mañana, y como nadie podía sospechar mi presencia en el interior de uno de ellos, me vi lanzado de pronto hacia las casas que se encontraban en la otra orilla, y fui a caer en un corral entre Benmondsey y Deptford. Tuve suerte de caer de cabeza en una parva, donde quedé clavado y dormido, sin duda aturdido por el golpe.

Tres meses más tarde, al parecer, subió el precio del heno de tal manera que el dueño de la parva donde yo había caído consideró conveniente venderla. El ruido de los campesinos que se aprestaban a subir a la parva me despertó, y sorprendido y sin saber dónde me encontraba, quise huir y fui a caer justamente sobre el dueño del campo.

No sufrí ningún daño en la caída, pero no puede decirse lo mismo del dueño, que quedó desnucado, por el golpe de mi cuerpo. Para tranquilidad de mi conciencia, me enteré luego de que el hombre era un infame usurero que almacenaba sus frutos y granos hasta que el hambre hacía subir los precios, de manera que su muerte fue un justo castigo enviado por el Cielo y un servicio prestado a la comunidad.

Imaginad, empero, el asombro de mis amigos de Londres al verme reaparecer luego de tres meses, después de las infructuosas pesquisas que habían ordenado para encontrarme.