Ahora, caballeros, beberemos un trago y continuaré con el relato de otra de mis aventuras.
Octava aventura en el mar
Es muy probable que hayáis oído hablar del último viaje de exploración que hizo el capitán Philipps, hoy conocido como lord Mulgrave. Yo formé parte de aquel famoso viaje, no en calidad de oficial sino simplemente como amigo y por placer.
Nos encontrábamos ya muy al Norte, cuando a través de mi anteojo divisé un enorme témpano. Flotaba a media milla y tendría cuando menos la altura de nuestro palo mayor. En su cima, pude distinguir a dos osos polares aparentemente trenzados en feroz combate.
Nos acercamos y, valiéndome de uno de los botes, me arrimé hasta el témpano. El camino que debía tomar para llegar a los osos estaba erizado de peligros. Abruptos precipicios se abrían a mis pies, y el hielo era tan resbaladizo como un espejo. La mayor parte de mi tiempo la perdía en caerme y levantarme.
No obstante, pude alcanzar a los osos, y me di cuenta de que no estaban luchando, sino más bien dedicándose a lo que ellos considerarían un inocente juego.
Calculé rápidamente el valor que tendrían las pieles de ambos animales y, sin dudar un segundo, me eché la escopeta al hombro, pero con tan mala suerte que en el movimiento resbalé y caí al suelo, perdiendo el conocimiento.
Imaginaos mi espanto cuando, al recuperar mi conciencia, descubrí que una de las bestias me había acomodado cabeza abajo sobre su lomo y, sujetándome los fundillos con los dientes, me transportaba Dios sabe a dónde. Sin perder la calma, eché mano a mi cuchillo y le cercené tres dedos. Al instante me soltó y se puso a aullar en forma horrible, mas yo aproveché para echarme mi escopeta al hombro y dispararle en plena cara, justo en el momento en que se volvía para atacarme.
La bestia dormía ya para no despertarse nunca, pero el ruido del disparo había llamado la atención de millones de compañeros suyos que corrieron rápidamente hacia mí. No tenía un segundo que perder: si no tomaba con celeridad una decisión, mi vida estaba perdida. En menos tiempo del que se necesita para desollar una liebre, quité la piel del oso muerto y me envolví en ella, cubriéndome por completo.
Apenas había terminado de hacer esto, cuando todos los osos se reunieron en mi derredor. Mi espanto no conocía límites.
Pero por suerte, mi estratagema dio resultado, y los osos, tras acercarse de a uno para olfatearme, decidieron que formaba parte de su grupo. Debo decir, sin pecar de exagerado, que con un poco más de corpulencia hubiera sido yo un oso perfecto.
Rápidamente entramos en confianza. Yo imitaba a la perfección todos sus gestos y movimientos, aunque me quedaba un poco atrás en los aullidos y gruñidos.
Pero a pesar de mi enorme parecido, yo seguía siendo un hombre, y como tal, comencé a analizar la mejor manera de sacar provecho de mi situación. Había oído decir a un amigo mío -médico militar- que un corte en la espina dorsal causa la muerte al instante, y me pareció interesante comprobarlo en estos feroces animales.
Tomé de nuevo mi cuchillo y con él herí en la nuca al más grande de los osos. Debo aceptar que tal maniobra era harto atrevida, ya que de fallar, mi muerte sería segura e inmediata. Afortunadamente, tenía razón mi amigo, y el oso cayó muerto, como fulminado, a mis pies.
Viendo esto, asumí la decisión de matarlos a todos de la misma manera.
Luego de la matanza, retorné al buque, me hice acompañar de las tres cuartas partes de la tripulación y regresamos para desollar los osos y llevar a bordo sus pieles y sus perniles.
Después, repartí los perniles entre diversos amigos nuestros, y las pieles se las envié a la Emperatriz de Rusia para que con ellas hiciera confeccionar capas para toda su corte. Su Majestad me respondió con una carta en la que me pedía por favor que fuera a compartir con ella su corona, pero no teniendo yo excesiva afición por la monarquía, rehusé amablemente el ofrecimiento.
No se cuál es el efecto que produzco en las damas, mas debo decir que no es ella la primera de la que recibo ofrecimientos similares.
Se dice, a veces, que el capitán Philipps no llegó en su viaje tan lejos como habría podido; por haber sido su compañero, me creo en el deber de destruir tales rumores. Nuestro barco se hallaba en camino de llegar al polo, pero al cargarlo yo con tantos perniles y pieles, hubiera sido una locura intentar seguir.
El capitán -ya que estamos- está celoso de mi gloria y siempre intenta oscurecerla. Muchas veces hemos discutido por esto. Dice, por ejemplo, que no hay mayor mérito en haber engañado a los osos disfrazándose y que él se hubiera lanzado a matarlos sin hacer uso de disfraz alguno. Pero es mejor no seguir hablando de esto.
Novena aventura en el mar
Otro de mis viajes fue de Inglaterra a las Indias Orientales, en compañía del capitán Hamilton. En esa ocasión, llevé conmigo a un perro de caza que valía literalmente lo que pesaba, ya que jamás me había fallado.
Un día en que, según mis cálculos, estaríamos a unas trescientas millas de la costa, mi perro se puso al acecho. Con asombro, observé que permanecía en esta posición por más de una hora. Le comenté al capitán que debíamos estar cerca de tierra, ya que el perro olía la caza. Tanto él como la tripulación rompieron en carcajadas.
Luego de discutir un buen rato el asunto, terminé por decirle al capitán que confiaba más en la nariz de mi perro que en los ojos de sus marineros, y lo desafié a una apuesta. El hombre, que era una excelente persona, se rió de nuevo y le pidió al médico que me tomara el pulso. Así lo hizo y declaró que mi salud era perfecta.
Pusiéronse entonces a deliberar en voz baja, pero aun así llegué a comprender que el capitán se negaba a aceptar mi apuesta, por considerarme loco, mientras que el médico sostenía que no era así, y que si yo confiaba más en mi perro que en los marineros, tenía merecido perder. Por segunda vez, hice la oferta y mi apuesta fue aceptada.
Apenas habíamos formalizado, cuando unos marinos que pescaban a popa, atraparon un enorme pez. Al despedazarlo, encontraron en su vientre doce perdices vivas.
Los pájaros debían de vivir allí hacía largo tiempo, pues habían puesto huevos, y algunos ya estaban a punto de romper. Criamos estos pollos recién nacidos y tuvimos caza durante todo el viaje.
Décima aventura en el mar
Ya os conté una vez acerca del viaje que hice a la luna en busca de mi hacha de plata. Tiempo después, tuve oportunidad de volver allí, pero de manera mucho más agradable y para quedarme por un lapso más largo.
Uno de mis parientes -quien insistía constantemente en que en alguna parte del mundo debía existir un país como el que Gulliver dice haber hallado en el reino de Brobdingnag- había decidido partir en su búsqueda, rogándome que lo acompañara.
Por mi parte, siempre había pensado que las historias de Gulliver no eran más que simples cuentos para niños, y dudaba de la existencia de tal país, pero como este pariente me había nombrado su heredero universal, comprenderéis que debía tener ciertas consideraciones con él.
Llegamos hasta los mares del Sur, sin encontrar nada notable, a no ser unos hombres y mujeres voladores.
Días después, se desató un huracán tan fuerte que arrancó de cuajo nuestro barco y nos elevó unas mil leguas sobre el nivel del mar, manteniéndonos a esa altura durante mucho tiempo. Por fin, un viento favorable hinchó nuestras velas y nos hizo avanzar a gran velocidad.
Hacía ya seis semanas que navegábamos por sobre las nubes, cuando divisamos una tierra redonda y plateada, parecida a una isla. Entramos en un puerto seguro y confortable, saltamos a tierra y descubrimos que el país estaba habitado. A nuestro alrededor se veían ciudades, bosques, lagos, ríos.
En la Luna (porque allí era donde habíamos llegado) habitan unos seres de gran tamaño que montan en enormes buitres de tres cabezas, en lugar de los caballos que usamos nosotros.