Al momento de nuestro arribo, el rey de la Luna estaba en guerra con el Sol y me ofreció un puesto de oficial que yo rehusé amablemente.
Todo allí es enorme. Una mosca, por ejemplo, tiene el mismo tamaño que un carnero de los nuestros. Las armas comunes, allí son enormes rábanos silvestres que utilizan como jabalinas. Cuando los rábanos se han acabado, usan espárragos con el mismo éxito. A guisa de escudos, recurren a grandes hongos.
También pudimos conocer a algunos habitantes de Sirio que habían llegado a la luna, por negocios. Tienen cabeza de perro y los ojos colocados en la punta de la nariz, más bien abajo. Carecen de párpados, pero para dormir se cubren los ojos con la lengua. Su altura promedio es de veinte pies. Los habitantes de la Luna nunca miden menos de treinta y seis.
Llevan el particular nombre que puede traducirse como seres cocineros. Se los llama así porque preparan la comida como nosotros, cocida, pero no pierden demasiado tiempo en ingerirla, pues tienen en el costado del cuerpo una ventanilla por donde introducen los alimentos en el estómago. Comen una sola vez por mes, así que toman tan sólo doce comidas al año.
Los placeres de la carne y el amor son desconocidos, porque hay un solo sexo. Todo nace en árboles que se distinguen según el fruto que producen. Cuando se quiere sacar lo que hay adentro del fruto, se lo arroja en una gran caldera de agua hirviendo; la cáscara se abre, y entonces sale la criatura, que antes de nacer ha recibido ya un destino determinado por la Naturaleza.
De unos frutos salen soldados, de otros, pensadores, y así sucesivamente. La dificultad radica en saber qué es lo que va a salir de cada fruto, aunque durante mi estancia oí decir a un sabio que poseía el secreto, pero nadie hacía caso de él y todos pensaban que estaba loco.
Cuando estas gentes llegan a la ancianidad, no mueren tal como lo hacemos nosotros, sino que se desvanecen en una nube de humo.
Llevan la cabeza bajo el brazo derecho, y cuando se van de viaje o tienen que hacer algo que requiera mucho movimiento, la dejan en casa, ya que pueden pedirle consejo a distancia. De la misma manera, cuando los nobles desean saber qué es lo que sucede afuera, no se toman la molestia de salir sino que envían su cabeza a la calle. Una vez recogidas las informaciones, regresan al cuerpo al que pertenecen.
Hay en la luna unas uvas cuyas pepitas tienen gran semejanza con nuestro granizo, y estoy convencido de que cuando aquí graniza, en realidad estamos recibiendo una lluvia de pepitas arrancadas allí por alguna tempestad.
Olvidaba uno de los detalles más interesantes. Los habitantes de la Luna usan sus vientres como bolsa de viaje, guardando en ella todo lo que necesitan. Les sobra espacio, ya que no tienen ningún tipo de vísceras. Pueden quitarse y ponerse los ojos, viendo igual de bien en ambos casos. Si llegaran a perder uno en un accidente o por descuido, pueden comprar uno nuevo o incluso alquilarlo.
Sin duda, señores, todo esto parecerá bastante extraño, pero ruego a aquellos que duden de mí, darse una vuelta por la Luna, y así os convenceréis.
Viaje subterráneo y otras aventuras
A juzgar por vuestras miradas anhelantes, parece más probable que yo me canse de relatar mis aventuras que vosotros de escucharlas. Escuchad, por lo tanto, una historia más sorprendente que la anterior, pero igualmente verdadera.
Tras leer las crónicas del viaje de Brydone a Sicilia, me entraron fuertes deseos de conocer el Etna. No me sucedió nada notable por el camino.
Una mañana, muy temprano, me dirigí hacia el volcán con la firme decisión de llegar a su cima, aun cuando dejara la vida en el empeño. Luego de tres horas de dura escalada, la alcancé. Hacía tres semanas que se escuchaba desde el interior del volcán un rumor incesante.
Di tres vueltas al cráter -del cual podréis haceros una idea, imaginando un enorme embudo- y, tras comprobar que no podría verlo mejor por más vueltas que diera, decidí lanzarme a su interior. Apenas había saltado, cuando me envolvió una nube de vapor ardiente. Los carbones encendidos volaban a mi alrededor, llenándome el cuerpo de quemaduras.
Pero por más rápido que los carbones subieran, yo bajaba más velozmente, por la ley de gravedad, y a los pocos minutos toqué fondo.
Lo primero que llegó a mí fue un sordo ruido, un sinfín de insultos, gritos y aullidos. Abrí los ojos y vi al mismísimo Vulcano rodeado de sus servidores. Estas simpáticas gentes, que yo creía meros personajes de fábula, discutían hacia tres semanas ya, por cierto artículo de un reglamento, y su discusión constituía la causa de los rumores que desde afuera se percibían. Mi súbita aparición devolvió la calma a los contendientes.
Vulcano, a pesar de su cojera, corrió a un botiquín del cual trajo cremas y vendas que me aplicó con su propia mano, y a los pocos minutos mis quemaduras y heridas estaban curadas. Me dio luego de comer y beber manjares y licores reservados usualmente a los dioses, y cuando me hube recuperado me presentó a Venus, su esposa.
El lujo de la habitación que se me proporcionó, el encanto que emanaba de su persona y la ternura de su corazón están más allá de cualquier expresión.
Más tarde, el mismísimo Vulcano se encargó de hacerme un detallado relato sobre el Etna. Me dijo que la montaña no era más que un montón de cenizas salidas de la fragua, y que a menudo se veía obligado a castigar a sus operarios, arrojándoles, en su furia, carbones encendidos que ellos a su vez, para defenderse, lanzaban hacia fuera.
"Nuestras discusiones -dijo- suelen durar varios meses, y lo que allí afuera llaman erupciones son, en realidad, consecuencia de esto. El Vesubio es también otra fragua, a la cual se puede llegar desde el Etna, atravesando una galería subterránea".
Pero más aún que el trato con Vulcano me complacía el trato con Venus, y es probable que jamás hubiera yo abandonado aquel paraíso subterráneo, de no ser porque algunas malas lenguas inquietaron a Vulcano, encendiendo en él la llama de los celos. Un día, sin previo aviso, me tomó del cuello y, suspendiéndome sobre un pozo gigante, me devolvió entre maldiciones a la superficie.
Comencé a caer cada vez con más velocidad, hasta que el miedo sumado a la aceleración me hizo perder el conocimiento. Pronto habría de recuperarme, cuando sentí que me zambullía en una anchísima superficie de agua iluminada por los rayos del Sol.
Miré en todas direcciones, sin poder distinguir más que agua y agua. La temperatura era, sin dudas, muy diferente de la que me había acostumbrado a soportar en los dominios de Vulcano.
Al fin logré descubrir relativamente cerca lo que parecía ser una enorme roca, pero al acercarme comprendí que se trataba en realidad de un témpano flotando a la deriva. Luego de dar un par de vueltas a su alrededor, hallé un punto por donde podía treparme y así llegar hasta su cúspide, desde la cual advertí, con gran consternación, que no había a la vista el menor vestigio de tierra.
Pero al caer la tarde, divisé con gran alegría un navío que se acercaba hacia mí. Cuando estuvo al alcance de mi voz, grité con toda la fuerza de mis pulmones y, para gran asombro mío, me respondieron en holandés. Me arrojé entonces al mar y nadé hasta la nave.
Una vez a bordo, pregunté dónde nos encontrábamos y me respondieron que en el mar del Sur. Entonces, todo se aclaró en mi mente. Era obvio que había atravesado el globo a través de un túnel, cayendo desde el Etna al mar del Sur, lo cual sin duda es mucho más directo que dar la vuelta al mundo. Nadie realizó este viaje antes de mí, y si alguna vez lo reitero, prometo hacer observaciones más interesantes.
Pedí algo de comer y me acosté, pues estaba rendido. Al día siguiente, relaté mi aventura a los oficiales, tal como acabo de narrarla a vosotros, pero muchos de ellos, sobre todo el capitán, pusieron en duda su veracidad. Sin embargo, puesto que ellos me habían dado hospitalidad en su nave y les debía la vida, soporté la humillación sin decir palabra.