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Avanzábamos por la misma ruta que había seguido el capitán Cook, y a la mañana siguiente arribamos a Botany Bay, donde el gobierno inglés envía sus criminales en castigo, aunque más bien debería enviar a sus gentes honradas, para recompensarlas, tan hermoso es ese país. Estuvimos allí tan sólo tres días. El cuarto, cuando ya habíamos salido de puerto, se desató una tormenta tan brutal que desgarró nuestras velas y destrozó nuestros palos. Uno de los palos, para empeorarlo todo, cayó sobre la campana de vidrio que cubría nuestra brújula y la hizo añicos. Cualquiera que haya viajado por mar conoce la importancia de este instrumento y sabe que sin él es imposible navegar.

Finalmente, la tormenta cesó y fue reemplazada por un viento suave y constante. Hacía ya tres meses que navegábamos, y notamos de pronto un gran cambio a nuestro alrededor. A nuestras narices llegaban los más delicados y exquisitos aromas. El agua ya no era verde sino blanca.

Poco después avistamos tierra y no muy lejos, un puerto. Al entrar en él, lo encontramos amplio y profundo. Descubrimos que en vez de agua, estábamos flotando en leche de la más absoluta pureza. Al saltar a tierra, advertimos que el continente estaba hecho de queso.

No nos hubiéramos dado cuenta de esto, a no ser porque en la tripulación había un hombre que sentía tal repugnancia por el queso que, al poner los pies en tierra, cayó desmayado. Al volver en sí, nos rogó que lo sacáramos del queso que se extendía bajo nosotros. Entonces, inspeccionamos el terreno y descubrimos el singular hecho.

Había allí gran cantidad de viñas, cargadas todas de enormes racimos que, al ser pisados, también producían leche.

Los naturales de la isla eran esbeltos y de buen aspecto. Muchos medían casi tres metros de altura y tenían tres piernas, pero un solo brazo. Los adultos desarrollaban en la frente un cuerno del cual se servían con gran destreza.

También tienen la particularidad de caminar sobre los líquidos, sin que para esto les haga falta gran cantidad de fe, como sucede entre nosotros, los humanos. Es realmente digno de verse cómo andan de aquí para allá sobre la leche, sin hundirse.

Allí se cultiva una variedad muy particular del trigo, que produce panes ya cocidos, de manera tal que no hay que hacer nada, sino sacarlos de la planta y comerlos.

En nuestra exploración, hallamos en la isla de queso, siete ríos de leche y dos-de vino. Tardamos dieciséis días en llegar hasta la orilla opuesta, donde las costas están formadas de queso azul, con la diferencia de que en vez de gusanos, allí crecen hermosos árboles frutales: cerezos, damascos, duraznos y otras variedades desconocidas para nosotros. Estos árboles, que son enormes, albergan en sus ramas grandes cantidades de pájaros. Uno de los nidos que descubrimos, perteneciente a una pareja de alciones, tenía cinco veces el tamaño de la cúpula de San Pablo en Londres. En su interior, hallamos quinientos huevos. No pudimos llegar a ver los pichones, pero en cambio los oímos trinar. Cuando, después de considerables esfuerzos, logramos romper uno de estos huevos, vimos salir un pájaro pelado, del tamaño de veinte de nuestros buitres. Pero apenas habíamos hecho nuestro daño cuando el padre, visiblemente molesto, se arrojó sobre nosotros y, atrapando al capitán, lo remontó a más de una legua y después de sacudirlo un buen rato lo dejó caer al mar. Afortunadamente, nadie nada tan bien como los holandeses, de modo que muy pronto el capitán estuvo con nosotros y pudimos continuar nuestro viaje.

No seguimos el mismo camino al regresar, de manera que tuvimos oportunidad de hacer nuevos descubrimientos. Cazamos muchos animales, entre los cuales cabe destacar dos búfalos bastante extraños, ya que tenían un solo cuerno que les nacía entre los dos ojos. Lamentamos luego el haberlo matado, pues nos enteramos de que los nativos los domestican y utilizan como nosotros utilizamos al caballo para carga o arrastre.

Dos días antes de llegar de nuevo a donde habíamos dejado anclado nuestro buque, encontramos a tres individuos colgados de las piernas en unos árboles. Al preguntar qué crimen habían cometido para ser castigados así, se me respondió que habían viajado y que a su regreso habían referido un sinnúmero de mentiras. Me pareció muy justo el castigo, porque considero que el primer deber de un viajero es no faltar jamás a la verdad.

Finalmente, levamos anclas y abandonamos ese extraño lugar. A nuestro paso, todos los árboles de la costa se inclinaron dos veces para saludarnos.

Luego de tres días de navegar sin rumbo, porque aún no teníamos brújula, entramos en un mar que parecía totalmente negro. Al probar lo que pensábamos sería agua sucia, descubrimos con asombro que se trataba de vino de la mejor calidad. Sería imposible describir los esfuerzos que tuvimos que hacer para evitar que la tripulación se embriagara. Sin embargo, no duró mucho nuestra euforia, ya que pronto nos vimos rodeados de enormes cetáceos. Uno de ellos tenía tal longitud que ni siquiera con mi anteojo podía llegar a divisar la punta de su cola. Por desgracia, no vimos al monstruo hasta que estuvo ya demasiado cerca de nosotros, y de un solo bocado se tragó nuestro buque.

Luego de haber pasado un tiempo en su boca, se abrió de nuevo ésta para dejar entrar una enorme masa de agua que nos arrastró hasta el estómago del animal, donde nos quedamos tan quietos como si hubiéramos echado anclas. El aire, debo decirlo, era bastante cálido y húmedo. En la enorme bóveda nos encontramos con gran cantidad de buques que habían corrido la misma suerte que nosotros, vacíos unos, cargados otros.

Nos vimos obligados a vivir a la luz de las antorchas. Dos veces al día, estábamos a flote y otras dos, el agua descendía y quedábamos en seco.

Al segundo día de nuestro cautiverio, salí con el capitán y algunos oficiales a hacer un reconocimiento del terreno durante la bajamar. Fuimos provistos de antorchas, y encontramos a unos diez mil hombres de todas las nacionalidades, que se encontraban en nuestra misma situación. Algunos habían pasado ya varios años encerrados y se había formado un consejo, a fin de analizar la manera de obtener nuestra libertad. Pero justo en el momento en que nuestro presidente se disponía a dar inicio a la sesión, al maldito monstruo se le antojó abrir de nuevo la bocota y tuvimos que correr a todo lo que daban nuestras piernas para ponernos a salvo en las naves.

Una vez que estuvimos en seco, de nuevo nos reunimos, y se me ofreció la presidencia, que acepté gustoso. Propuse unir los dos palos más altos que se pudieran encontrar y utilizarlos para trabar la boca del monstruo en cuanto éste la abriera. Mi idea fue aplaudida y aceptada por unanimidad. Los cien hombres más fuertes pusieron manos a la obra y rápidamente estuvo listo el ingenioso aparejo.

Pronto se presentó una ocasión favorable. El monstruo bostezó y nosotros empinamos los palos de inmediato, de manera tal que cuando quiso cerrar sus fauces, no pudo hacerlo. Cuando nos hallamos de nuevo a flote, salimos todos en masa, del estómago del animal.

Éramos una flota de treinta y cinco navíos, y para preservar a los demás navegantes del peligro que aquel monstruo presentaba, dejamos los palos atravesados en su lugar.

Nuestro primer deseo, por supuesto, fue saber en qué parte del globo nos hallábamos. Averiguamos finalmente que estábamos en medio del Mar Caspio. Este hecho nos asombró bastante, porque es sabido que dicho mar está rodeado de tierra y no se comunica con ningún otro mar ni océano. Finalmente, uno de los habitantes de la isla de queso, que había venido con nosotros, sugirió que quizás el monstruo había llegado a este mar por una vía subterránea, explicación que encontramos harto razonable.

La cuestión era que allí estábamos, y bien felices de volver a ver la luz del Sol. Pusimos proa a tierra y buscamos un buen lugar para el desembarco.

Cuando lo encontramos, el primero en saltar a tierra fui yo, pero apenas lo había hecho cuando se lanzó sobre mí un enorme oso. Confiado como soy, pensé que vendría a darme la bienvenida y le tomé las manos con tan vehemente amabilidad que se puso a aullar desesperado. Pero yo, lejos de tenerle compasión, lo mantuve así hasta que murió de hambre. Luego de esta hazaña, los osos me respetaron tanto que nunca más se atrevió uno de ellos a ponerme la zarpa encima.