Citaré como ejemplo el siguiente caso…
Me encontraba una vez en un bosque de Polonia, ya sin municiones; caía la tarde, y yo marchaba de regreso a mi casa, cuando se cruzó en mi camino un enorme oso con la evidente intención de devorarme. Por más que busqué y rebusqué en todos mis bolsillos, sólo pude hallar dos pedernales de ésos que uno siempre lleva encima en previsión de un apuro. Sin pensármelo demasiado, arrojé uno a las fauces abiertas del animal. Al parecer, el bocado no fue del agrado del oso, que dio media vuelta. Aproveché entonces la ocasión para arrojarle la segunda piedra al otro extremo de su aparato digestivo, con tan buena fortuna que no sólo penetró en el animal sino que en su interior chocó con la primera, provocando una cantidad tal de chispas que el oso saltó en mil pedazos por los aires.
Mi destino era, sin duda, ser atacado por las más terribles fieras justamente en los momentos en que estaba más indefenso, como si el instinto les indicara la debilidad de mi posición. Me sucedió una vez que, apenas había terminado de quitar el pedernal de mi escopeta, se lanzó contra mi persona un oso gigantesco. Sólo atiné a trepar a toda velocidad a un árbol, con tan mala fortuna que en la ascensión perdí mi cuchillo de monte, que había utilizado para aflojar el pedernal. El oso rondaba la base del árbol y, de un momento a otro, subiría en pos de mí. Hubiera podido detonar la escopeta sacando chispas de mis ojos, como ya había hecho en otra ocasión, pero la idea no me atraía demasiado, ya que los fuertes dolores que me había provocado persistían. Miraba con tristeza mi cuchillo, clavado en la nieve al pie del árbol, pero ninguna mirada triste podría mejorar la situación. De pronto, se me ocurrió una idea tan feliz como singular. Rebuscando en mi morral, donde suelo llevar una abundante variedad de cosas, encontré un ovillo de hilo, un pequeño trozo de hierro curvo y una buena cantidad de pez. Rápidamente, até el trozo de hierro a uno de los extremos del cordel y luego lo embadurné de pez, que ablandé con el calor de mi pecho. Una vez que tuve todo preparado, arrojé con presteza el aparejo hacia abajo, logrando apoyar el hierro sobre el mango de mi cuchillo, que se adhirió a él por efecto de la mezcla que, al endurecerse por el frío, formaba una especie de fuerte pegamento. Izando el hilo con cuidado, pude así recuperar ingeniosamente mi cuchillo. Apenas había terminado de atornillar de nuevo mi pedernal, cuando el oso decidió que había llegado el momento de venir por mí. "Tenía que ser oso, pensé, para elegir tan bien el momento", y lo recibí con una cálida bienvenida de plomo, de forma que no le quedaron ya más ganas de andar trepando árboles.
Recuerdo otra vez que me vi de pronto cara a cara con un feroz lobo; tan cerca lo tenía que mi único recurso fue hundirle el puño en las fauces. Llevado por el instinto, hundí mi puño cada vez más, hasta el hombro. Ya en este punto, tuve que considerar cuál sería mi próximo paso. Si sacaba el brazo de sus fauces, el lobo se me echaría encima. En consecuencia, y sin pérdida de tiempo, sujeté firmemente sus entrañas y tiré hacia mí, dándolo vuelta como si fuera un guante, y lo dejé muerto sobre la nieve.
No me atreví, sin embargo, a utilizar este método con un perro rabioso que se cruzó en una calle de San Petersburgo. Me eché a correr a toda velocidad, y para hacerlo más cómodamente me quité la capa y la arrojé tras de mí. Permanecí refugiado en mi hogar y, más tarde, envié a uno de mis criados a recuperar la capa perdida.
Al día siguiente, oí gran barullo en la casa, en tanto mi fiel Juan se me acercaba diciéndome:
– ¡Dios santo, señor! ¡Vuestra capa está rabiosa!
Rápidamente me aproximé y descubrí que, en efecto, mi capa estaba rabiosa. En el preciso instante en que yo entraba, ella se lanzó sobre una de mis casacas nuevas, despedazándola sin piedad alguna.
Sobre los perros y caballos del Barón
Fueron mi valor y mi presencia de ánimo los que me permitieron salir airoso en todas estas difíciles situaciones, en las cuales siempre estuvo en peligro mi vida. Esas dos virtudes son las que definen al buen cazador, al buen soldado y al buen marino. Sin embargo, sería muy imprudente el cazador, soldado o marino que confiara sólo en su valor y presencia de ánimo, sin cuidarse de poseer las habilidades e instrumentos que aseguren el éxito de sus acciones. No se me puede reprochar a mí tal defecto, ya que siempre he sido citado como autoridad, tanto por la excelencia de mis perros y caballos como por mi destreza a la hora de valerme de ellos.
No quisiera aburrir a nadie con detalles de mis caballerizas, de mis perreras o de mi armería, como suelen hacerlo los que poseen caballos, perros o armas, pero no puedo menos que mencionar a algunos de mis perros, que quedarán para siempre en mi memoria, por los fieles servicios que me prestaron.
Era el primero de ellos un perdiguero tan inteligente, incansable y precavido, que todo aquel que lo veía me lo envidiaba. Me era tan útil de día como de noche: cuando oscurecía, le sujetaba al rabo una linterna, y por este medio podía hacer caza nocturna tan bien como de día, si no mejor.
A poco de haberme casado, manifestó mi esposa sus deseos de acompañarme en una cacería. Yo cabalgué delante para buscar alguna presa, y a poco vi a mi fiel perdiguero ante una bandada de perdices. Esperé entonces para que llegara mi esposa, que me seguía con mi teniente y uno de mis criados. Como pasaba el tiempo y no se veían ni rastros de ellos, la inquietud empezó a apoderarse de mí, hasta que finalmente decidí volver sobre mis pasos. A mitad de camino, llegaron a mis oídos unos angustiados gemidos, pero por más que miré en todas direcciones, no fui capaz de hallar señal alguna de persona viva.
Apeándome, aproximé el oído al suelo y descubrí con asombro que los gemidos provenían de debajo de la tierra, y no sólo eso, sino que pude distinguir las voces de mi esposa, mi teniente y el criado. Advertí entonces que, a poca distancia, se abría el pozo de una mina de carbón, y ante este descubrimiento ya no me quedaron dudas de que mi esposa y sus acompañantes habían caído en ella. Me dirigí a todo galope al pueblo, donde ubiqué fácilmente a los mineros. Después de denodados esfuerzos, consiguieron rescatarlos del pozo, que mediría cuando menos veinticinco metros de profundidad.
El primero en salir a la superficie fue mi criado con su caballo. Después le tocó a mi teniente con su cabalgadura, y por último, a mi esposa con la suya. Lo más curioso del caso fue que nadie -ni personas ni animales- habían sufrido más daño que unos leves magullones y un considerable susto. Como todos pueden suponer, ya nadie pensó en la partida de caza. Y como pienso que quienes me oyen se habrán olvidado de mi perro, a lo largo de esta narración, me sabrán disculpar que yo también lo haya olvidado.
Al día siguiente debí emprender un viaje por asuntos de servicio, del que recién volví quince días después. Al regresar, pregunté por mi Diana, sólo para descubrir que nadie tenía noticias de ella. Mis criados supusieron que me la había-llevado en mi viaje, pero no siendo así, había que renunciar a la idea de volver a verla con vida.
Mas de pronto se me ocurrió una idea. ¿No estaría aún donde vi las perdices? Me dirigí sin demora al sitio, con la esperanza de ver confirmada mi ilusión, y al llegar encontré a mi fiel perra clavada en el lugar donde la había dejado dos semanas atrás. Le grité para que viniera hacia mí, pero el pobre animal estaba tan extenuado y hambriento que apenas podía seguirme. No tuve más remedio que ponerlo sobre el caballo para llevarlo de regreso a casa. Acepté gustoso la incomodidad. Unos pocos días de reposo y buenos cuidados fueron todo lo que mi Diana necesitó para recuperarse totalmente, y poco tiempo después, me permitió resolver un misterio que jamás hubiera podido dilucidar sin ella.
Durante dos días me había empeñado yo en perseguir a una liebre. Mi perra la corría sin parar, pero yo nunca lograba ponerme a distancia de tiro de ella. No soy dado a creer en brujerías, porque he visto muchas cosas maravillosas en mi vida, pero mi lucha con esa maldita liebre me tenía a mal traer. Por fin, el segundo día, logré acercarme lo suficiente al animal y di fin a la cacería. Entonces, ¿qué creéis que descubrí con gran asombro? La famosa liebre tenía cuatro pares de patas, dos en el vientre y otros dos en el lomo. Así, cuando las patas inferiores se cansaban, el animal daba una vuelta en el aire y renovaba con más bríos su carrera.