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Nunca he vuelto a ver una liebre como ésa, que sin duda se me hubiera escapado, sin la ayuda de mi fiel perra. Diana era muy superior a todos los otros perros de su raza, y me atrevería a llamarla única, si no fuera por otra perra, una galga, también de mi posesión, que le disputaba el puesto. No era tanto su figura sino su velocidad lo que deslumbraba. Nadie que la haya visto en acción dejó de admirarla, y mucho menos se extrañó de que yo la tuviera en tan alta estima y cazara tan a menudo con ella. Tanto fue lo que corrió este sufrido animal, cazando conmigo, que en su vejez las patas se le habían gastado casi hasta la altura del vientre; aun así, supo prestarme buenos servicios de otras maneras.

Una vez, cuando era todavía joven, se lanzó en persecución de una enorme liebre más gorda que cualquiera que jamás se haya visto. Mi perra estaba preñada y daba pena ver los esfuerzos que hacía por correr tan de prisa como siempre. De repente, oí que los ladridos se multiplicabas, como si se acercara una jauría. Me aproximé y pude entonces ver uno de los espectáculos más maravillosos del mundo. La liebre, que según descubría ahora debía su peculiar tamaño al hecho de estar preñada, había parido mientras huía, y la suerte había querido que otro tanto ocurriera con mi perra, dando la casualidad de que la cantidad de lebratillos y cachorros era la misma. Por instinto, los lebratillos huyeron también, pero los perritos no sólo los persiguieron sino que cada uno de ellos capturó uno, de modo que al terminar la cacería tenía en mi poder seis liebres y seis perros, cuando al comenzar había tenido tan sólo una liebre y un perro.

Con el mismo placer recuerdo a un admirable caballo de origen lituano que resultó, a todas luces, inestimable. Me convertí en su dueño merced a un juego del destino que me permitió a la vez demostrar mis habilidades como jinete. Me encontraba como invitado en uno de los palacios del conde de Przobowski de Lituania, y mientras el resto de los caballeros había ido al patio para admirar un hermoso ejemplar equino recién llegado, yo preferí quedarme en el salón, tomando té con las damas. De pronto, oímos un clamor pidiendo ayuda, y al bajar a toda prisa las escaleras, me di de bruces con el susodicho caballo, tan furioso y salvaje que ni los mejores jinetes allí presentes se atrevían siquiera a acercársele. Decididamente, me' arrojé sobre su lomo de un salto, provocando el terror y el asombro en todos los rostros. Sorprendido sin duda por mi imprevisto ataque, el salvaje potro sucumbió pronto a mis habilidades de domador. Para tranquilizar a las señoras presentes, obligué al potro a entrar en el sablón a través de una ventana, y una vez adentro, lo obligué a encaramarse sobre una mesa y a efectuar sobre ella una serie de pruebas, sin romper siquiera una taza. Este suceso me granjeó no sólo la simpatía de las damas, sino también la del conde, que con infinita cortesía me rogó que aceptara al animal para que me acompañase con merecida gloria en mi futura campaña contra los turcos, a las órdenes del conde de Munich.

Aventuras del Barón en la guerra contra los Turcos

Pocos regalos me hubieran regocijado más que el de aquel caballo, sobre todo teniendo en cuenta que me sería de gran utilidad en una campaña en la que por primera vez iba a demostrar mis dotes de soldado. ¡Un caballo tan dócil y tan fogoso a la vez, un animal que era un cordero y un Bucéfalo al mismo tiempo, me recordaría constantemente mis deberes de soldado y las heroicas aventuras de Alejandro en sus conquistas!

El propósito principal de la guerra era, al parecer, lavar el honor del Imperio Ruso, que había quedado bastante manchado en el Pruth, en tiempos del zar Pedro 1. Logramos nuestro objetivo luego de una dura aunque gloriosa campaña, gracias al talento del gran general antes mencionado.

La modestia hace que los subalternos jamás se adjudiquen la autoría de grandes e ilustres hechos de armas.-La gloria se atribuye normalmente a los jefes, por más incapaces e ineptos que sean, o no reyes que no han sentido el olor de la pólvora sino en las cacerías o que jamás han visto maniobrar a un ejército sino en los desfiles.

Por esta razón, yo no voy a reivindicar para mí ni la más ínfima parte de la fama que nuestros ejércitos alcanzaron en el curso de durísimas batallas contra el enemigo. Todos cumplimos con nuestro deber, eso es todo.

En esa época, yo tenía a mi mando un batallón de húsares, y se confiaba en que mi inteligencia y mi valor los llevaría al éxito en sus expediciones. Pero debo ser justo y aclarar que el éxito debe ser atribuido no sólo a mi persona sino también a mis bravos compañeros de aventura.

Un día, mientras rechazábamos una salida de los turcos en Oczakow, los hombres de la vanguardia se encontraron en difícil situación. Yo estaba entre ellos, y de pronto vi venir desde la ciudad un batallón enemigo, envuelto en una enorme nube de polvo que hacía imposible apreciar su cantidad o a qué distancia se encontraba. Podría perfectamente haberme rodeado yo de una nube similar, pero me pareció que este recurso no nos reportaría ningún beneficio y, además, hubiera constituido una estrategia poco menos que vulgar. En cambio, ordené a mis fuerzas que se dispersaran por los flancos, haciendo tanto polvo como pudieran, mientras yo me lanzaba rectamente contra el enemigo para observarlo de cerca. Llegué a las filas enemigas, que lucharon conmigo hasta que mis hombres llegaron y los dispersaron en retirada, obligándolas a retroceder aun más allá de su ciudadela, resultado éste que nunca nos hubiéramos atrevido a esperar.

Pero hete aquí que, al ser mi hermoso caballo mucho más veloz que los otros, yo me puse a la cabeza de la persecución, y viendo que el enemigo huía hacia la otra puerta de la ciudad, juzgué conveniente detenerme unos minutos en la plaza y tocar llamada. Qué enorme fue mi asombro al descubrir que ni el trompeta ni ninguno de mis húsares se ponía a mi lado. Pensé que estarían persiguiendo al enemigo por otras calles, y consideré oportuno permitir a mi caballo acercarse a una fuente que allí había y dejar que bebiera. En efecto, púsose a beber el noble bruto y lo hacía de manera realmente asombrosa, como si tuviera una sed imposible de apagar. Muy pronto aclaré este fenómeno. Al mirar hacia atrás para ver si por fin venían los míos, descubrí con asombro que a mi cabalgadura le faltaba toda la parte trasera, de modo que el agua que bebía se le escapaba de inmediato por detrás. No acerté a explicarme cómo podía haberle ocurrido esto, hasta que uno de mis subordinados, que recién venía del otro extremo de la ciudad, me contó lo sucedido, mezclando en el relato profusas felicitaciones y abundantes juramentos. En el preciso instante en que yo, en medio de los enemigos, entraba en la ciudad, habían dejado caer el rastrillo de la puerta, que de un solo tajo seccionó la parte trasera de mi cabalgadura. Sólo esa parte trasera de mi caballo -que en un comienzo, quedó atrapada entre los enemigos-, les causó graves estragos, a pura coz. Luego se había dirigido hacia un prado cercano, donde la encontraría si me dignaba ir a buscarla. De inmediato, di la vuelta y a la mayor velocidad que me permitía mi medio corcel corrí al prado, donde con gran alegría encontré la mitad posterior, entregada a placenteras actividades con las yeguas que por allí correteaban.

Teniendo así la certeza de que ambas mitades de mi caballo estaban vivas y sanas, mandé llamar a nuestro veterinario. En el acto, él decidió unir las dos, partes, cosiéndolas con los tallos de un laurel que crecía en las cercanías. La herida curó rápidamente y sin problemas, y ocurrió algo que me habría asombrado si no hubiese yo sabido de antemano que se trataba de un animal maravilloso: los tallos del laurel enraizaron en el cuerpo del caballo y brotaron, creando una enramada bajo la cual, en más de una ocasión, pude pasearme a la sombra de mis laureles, para rematar aquel glorioso episodio.