Aprovecharé para relatarles un leve inconveniente, consecuencia del combate recién referido. Había pasado tanto tiempo acuchillando turcos que mi brazo adquirió el irresistible hábito de realizar el movimiento correspondiente, aun en ausencia de enemigos. Temiendo acuchillarme a mí mismo o a alguno de los míos, decidí que lo mejor sería llevar el brazo en cabestrillo durante ocho días, como si lo tuviera herido, y de esa manera inmovilizarlo hasta tanto abandonara la peligrosa costumbre.
Relataré ahora otra hazaña que a nadie debe extrañar, proviniendo de un hombre capaz de montar un caballo como mi potro lituano. Nos hallábamos sitiando una ciudad cuyo nombre no quiero recordar, y era muy importante para el general saber con la mayor exactitud posible qué ocurría dentro de sus murallas. Parecía imposible que uno de los nuestros pudiera colarse al interior de una plaza tan bien defendida, pues para lograrlo, sería necesario abrirse paso sigilosamente a través de puestos de avanzada, líneas de centinelas y las más diversas fortificaciones, y nadie se atrevía a emprender tal viaje. Pero yo lo hice, del modo más ingenioso.
Confiando un poco ciegamente en mi valor, y arrastrado por mi sentido del deber, me ubiqué al lado de uno de nuestros más poderosos cañones, y en el instante en que el tiro salió, me arrojé sobre la bala y me así a ella con todas mis fuerzas, con la idea de penetrar en la plaza por este medio. Estaba ya en mitad de mi vuelo cuando me di cuenta de lo difícil que resultaría volver. ¿Qué sucedería una vez que me encontrara en el interior de la plaza? Sin dudas sería descubierto y me ahorcarían. Éste no era un final digno de mí. Mientras hacía esta reflexión y otras por el estilo, advertí que a mi alrededor pasaban muchas balas de cañón en dirección contraria, las que desde la fortaleza disparaban contra nuestro campo. En cierto momento, una de ellas cruzó a muy poca distancia de mí; entonces, abandoné la mía para saltar sobre ella y así regresé con mi gente. Es cierto que en esta ocasión no logré mi cometido inicial, pero pude retornar sano y salvo.
Nadie vaya a creer, por lo que acabo de narrar, que mi caballo era menos dispuesto que yo para los saltos. No había foso ni vallado que lo detuviera. Recuerdo una ocasión en que una liebre que perseguíamos cruzó el camino real, en momentos en que se aproximaba un carruaje que se interpuso entre la presa y nosotros. Mi potro lituano, lejos de amedrentarse por el obstáculo, atravesó el carruaje por las ventanillas, a tal velocidad que apenas me dio tiempo de quitarme el sombrero para saludar a las damas que en él viajaban y pedirles disculpas por la libertad que me había tomado.
En otra ocasión, intenté saltar por encima de un pantano, pero ya en vuelo, a mitad de camino, advertí que mi cálculo había sido erróneo y que no alcanzaría la otra orilla. De inmediato, volví grupas en medio del salto y caí de nuevo en la misma orilla de la que había partido, desde la cual tomé acrecentado impulso para saltar otra vez. Nuevamente erré el cálculo, y esta vez caí en medio del pantano, en el que me hundí hasta el cuello. Sin dudas allí hubiera perecido, de no mediar la genial idea que tuve de tirar vigorosamente de mi coleta, elevando y arrancando de la muerte tanto a mi propia persona como a mi caballo, al que sujetaba con toda la fuerza de mis piernas.
Aventuras durante su cautiverio
A pesar de todo mi valor, así como de la rapidez y destreza de mi caballo, no todo fueron rosas para mí en la guerra contra los turcos. Mis desgracias llegaron hasta el punto de caer prisionero de ellos y, lo que todavía es peor, ser vendido como esclavo.
No obstante lo humillante de esta situación, no puede decirse que mi trabajo fuera inusitadamente duro, aunque sí era de lo más extraño. Todas las mañanas debía llevar al prado las abejas del Sultán, cuidarlas durante el día y, al oscurecer, conducirlas de nuevo a sus colmenas. Una tarde eché de ver que me faltaba una abeja, y muy pronto descubrí que un par de osos la habían atacado y querían destriparla para sacarle la miel. Mi única arma era un hacha de plata, símbolo que distingue a los jardineros y campesinos del Sultán. Tomando mi hacha, se la arrojé a los osos para asustarlos y obligarlos a huir. De esta manera conseguí, en efecto, espantar a los osos y salvar a la abeja bajo mi custodia, pero quiso la mala fortuna que lanzara el hacha con tanta fuerza que, muy lejos de detenerse, continuó su vuelo hasta caer nada menos que en la luna.
¿Cómo iba a recuperar mi hacha? No había ninguna escalera a mano y mucho menos una suficientemente elevada.
Recordé entonces que el guisante de Turquía crece con increíble velocidad y con igual rapidez alcanza extraordinaria altura. En el acto, planté un guisante que de inmediato germinó, brotó, empezó a crecer, y en un abrir y cerrar de ojos fue a enroscar uno de sus zarcillos precisamente en uno de los cuernos de la Luna.
Trepando con gran celeridad por el largo tallo, llegué sin inconvenientes al astro, pero no era tarea fácil encontrar un hacha de plata en un lugar donde todo es de plata. Finalmente, la hallé en medio de un montón de paja. Decidí entonces regresar, pero descubrí consternado que el calor del Sol había marchitado el tallo de mi escala vegetal y lo había vuelto tan quebradizo que, descender por él, era arriesgarse a romperse la cabeza. ¿Qué podía hacer en semejante apuro?
Recordé entonces la paja sobre la cual había encontrado mi hacha y trencé con ella una cuerda de la mayor longitud posible. Até uno de sus extremos a uno de los cuernos de la Luna y descolgándome por ella emprendí el regreso. Me sostenía con la mano derecha y llevaba el hacha en la izquierda. Cuando llegué al extremo inferior, corté con el hacha la parte superior de la cuerda, por encima de mi puño, la anudé a la punta inferior-de la que me sostenía- y reanudé el descenso. Repitiendo esta operación unas cuantas veces, pude distinguir, debajo de mí, los campos del Sultán. Me debía encontrar tan sólo a dos leguas del suelo cuando la improvisada cuerda, cediendo a mi peso, se quebró. Por el golpe que me di al caer contra el suelo quedé medio aturdido. Al recuperar la conciencia, descubrí que el impacto de mi cuerpo sobre la tierra había producido un hoyo de varios metros de profundidad, en cuyo fondo me encontraba. Pero como la necesidad es muy buena consejera, pronto se me ocurrió que podía fácilmente excavar una escalera con mis uñas, que tenían un largo de cuarenta años. Así pude volver a ver la luz del día.
Habiendo pasado por esa experiencia, decidí que sería mejor buscar una manera de liberarse de los osos. Pronto ideé una. Unté con miel la lanza de un carro y me escondí en las cercanías, al acecho, durante la noche. A poco llegó un oso atraído por el olor de la miel. Comenzó a lamer con tanta glotonería que pronto acabó por tragarse todo el palo, que le atravesaba las fauces, el estómago y el vientre hasta salirle por el agujero trasero. Cuando la lanza asomó, introduje en el orificio de la punta una clavija, de forma tal que la bestia no tenía manera alguna de retirarse, y así lo dejé hasta el día siguiente. El Sultán, que casualmente se paseó por esos campos, durante la mañana, casi murió de risa al ver al oso así capturado.
No pasó mucho tiempo hasta que rusos y turcos hicieron las paces, y fui enviado de nuevo a San Petersburgo junto con otros muchos prisioneros de guerra. Una vez allí, tomé licencia y dejé Rusia precisamente en el momento en que se gestaba la gran revolución que estalló hará unos cuarenta años y en la cual el Emperador, aún en pañales, así como sus padres, el Duque de Brunswick, el general Munich y tantos más, fueron deportados a Siberia.