Recuerdo que aquel invierno fue extraordinariamente frío en toda Europa, tanto que hasta al mismo Sol le salieron sabañones y todavía se pueden ver las marcas en su cara.
Como es de suponer, yo también sufrí las consecuencias del frío y mi viaje de vuelta fue mucho más penoso que el de ida.
Mi hermoso corcel lituano había quedado en manos de los turcos, de manera que muy a mi pesar me vi obligado a viajar en posta. Nos encontramos de pronto en un angosto camino flanqueado por altísimos arbustos y terraplenes. Conociendo los peligros que tal situación implicaba, sugerí al conductor que hiciera sonar su cuerno, a fin de evitar que otro carruaje se nos acercara en dirección contraria. El hombre intentó poner en práctica mi consejo, pero por más que sopló y sopló con todas sus fuerzas, no logró hacer salir el más leve sonido del cuerno. Esto, que en un principio era tan sólo un misterio inexplicable, se transformó pronto en motivo de inquietud, cuando advertimos que venía a nuestro encuentro otro coche que abarcaba todo el ancho de la senda. A toda prisa eché pie a tierra y, tomando primero la precaución de desenganchar los caballos, cargué a mis espaldas el carruaje y salté por encima de los arbustos y el terraplén, que tendría cuando menos nueve pies de altura. Luego, de otro salto, pasé por encima del otro carruaje y volví a depositar el nuestro en el camino. Rápidamente, regresé hasta donde se encontraban nuestros dos caballos y, cargando uno bajo cada brazo, repetí mis saltos. Después los enganché de nuevo al carruaje y así pudimos continuar tranquilamente nuestra marcha hasta la próxima posada. Uno de los caballos, sin embargo, no pareció muy apegado a los deportes aéreos, ya que a mitad del segundo salto comenzó a cocear de tal manera que estuvo muy cercano a lastimarme. Afortunadamente, pude meter sus patas traseras en los bolsillos de mi casaca, inmovilizándolo.
Al llegar a la posada, nos dispusimos todos a descansar y a recuperarnos de nuestra aventura. El conductor colgó su cuerno de un clavo de la chimenea y tomamos asiento. Entonces, para asombro de todos los presentes, el cuerno comenzó a sonar solo. Pronto el estupor dejó paso a la explicación racionaclass="underline" las notas que el conductor había intentado emitir inútilmente se habían congelado en el interior del cuerno, y ahora salían de a poco, al calor de la chimenea. De esta manera, gozamos durante una buena media hora del sonido del cuerno, sin necesidad de que nadie se lo llevara a los labios.
Creo que ésta fue la última aventura de mi viaje a Rusia que merece ser relatada.
Muchos viajeros prolongan sus relatos apelando a la fantasía. Sería entendible que mis lectores desconfíen de la veracidad de mis aventuras. Si hubiera alguien que dudase, le pediré con gran dolor, por su desconfianza, que se retire antes de que comience a narrar mis aventuras en el mar, pues son aún más extraordinarias aunque igualmente verídicas.
Primera aventura en el mar
E1 primer viaje de mi vida, que tuvo lugar un tiempo antes del viaje a Rusia que os acabo de relatar, fue por mar.
Mi tío solía decirme en esa época -en que aún estaba en competencia con las ocas y no se sabía si la pelusa rubia que me cubría la barbilla se convertiría en barba o en plumón- que ya por entonces eran los viajes mi único interés.
Esta afición a los viajes desde tan temprana edad debe achacarse a mi padre, quien había pasado la mayor parte de su juventud viajando, y acostumbraba amenizar las charlas con relatos de algunas de sus muchas aventuras.
Yo aprovechaba cada oportunidad que se me presentaba de convencer a mi padre para que me dejase emprender un viaje. Por desgracia, todos mis esfuerzos fracasaban: si alguna vez lograba hacer ceder poco a poco a mi padre, mi madre y mi tía se resistían a la idea con más fuerza que nunca.
Cierto día, por uno de esos inexplicables juegos del destino, vino a visitarnos un pariente materno del que muy pronto supe convertirme en favorito. Con frecuencia, me decía que yo era un joven sumamente gallardo e inteligente, y que haría todo lo que estuviera a su alcance para ayudarme a obtener el favor de mis padres en cuanto a emprender un viaje. Dicho y hecho, luego de una serie de discusiones y consideraciones por parte de ambos bandos, se decidió que lo acompañaría en uno de sus próximos viajes a Ceilán, país donde su tío había sido gobernador durante muchos años.
Zarpamos de Amsterdam con una importante misión encargada por el Alto Poder de los Estados Holandeses, y puede decirse que nuestro viaje fue tranquilo y sin grandes particularidades, aunque pasamos por una feroz tempestad que me veo obligado a mencionar, por las consecuencias maravillosas que produjo.
Se desencadenó precisamente cuando habíamos echado el ancla frente a una isla para aprovisionarnos de agua dulce y leña, y con tanta violencia que arrancó e hizo volar por los aires una gran cantidad de árboles. Era cosa maravillosa ver cómo esos enormes árboles, a pesar de su enorme peso, se mantenían suspendidos en el aire a tal altura que apenas si se los distinguía. Una vez calmada la tormenta, sin embargo, todos los árboles volvieron a caer verticalmente y echaron raíces con gran velocidad, de forma tal que era imposible advertir el menor vestigio de los daños causados por el vendaval. Solamente uno de los árboles, el más grande de todos, fue una excepción. En el momento de la tormenta se hallaban en él un buen hombre y su mujer, recogiendo pepinos, que en esas latitudes crecen en los árboles. El asombrado matrimonio realizó su travesía aérea con tanta tranquilidad como el carnero de Blanchard, pero modificó con su peso la trayectoria del árbol, que en vez de caer vertical, cayó de costado.
El Cacique de la isla, temiendo morir sepultado bajo las ruinas de su morada, había abandonado su palacio junto a la mayor parte de sus súbditos. Ahora, una vez calmada la tormenta, regresaba a través de los jardines cuando el árbol, cayendo a toda velocidad, lo aplastó y, por fortuna, lo mató al instante.
– ¿Por fortuna ha dicho?
Sí, por fortuna, porque debo decir que.el Cacique era, con todo respeto, el más repugnante y déspota de los tiranos, y los habitantes de la isla eran por su causa, sin excepción, los seres más desventurados del planeta. Enormes cantidades de víveres se echaban a perder en sus almacenes, mientras el pueblo moría de hambre.
Para demostrarle al matrimonio su gratitud por el involuntario servicio prestado, el pueblo erigió en caciques al recolector de pepinos y su esposa.
Después de reparar nuestro barco de los daños sufridos durante la tormenta, nos despedimos de los flamantes monarcas de la isla y continuamos nuestro viaje hasta arribar a Ceilán, aproximadamente seis semanas más tarde.
Habrían transcurrido unos quince días desde nuestra llegada, cuando recibí del hijo mayor del gobernador una invitación para una partida de caza. No hace falta decir que accedí prontamente y con muy buena voluntad. Era mi amigo un hombre alto y robusto, perfectamente acostumbrado a las elevadas temperaturas de aquel clima. Yo, en cambio, no tardé mucho en sentirme fatigado aunque no hubiera hecho grandes esfuerzos, y al momento de llegar a la selva ya había quedado bastante rezagado.
Me disponía a sentarme para tomar un respiro a orillas de un río que había llamado mi atención, cuando oí gran ruido a mis espaldas. Me di rápidamente vuelta y vi con horror a un gran león que se acercaba a mi extenuada persona, con la evidente intención de devorarme sin siquiera pedirme permiso. Mi escopeta estaba cargada con perdigones, pero como no tenía tiempo ni para cambiar la carga ni para pensar demasiado, decidí hacer fuego para ver si al menos lo espantaba. Pero al apuntarle, la fiera debió adivinar mis intenciones, ya que se lanzó de un salto sobre mí, sin darme tiempo a oprimir el gatillo. Dejándome guiar más por el instinto que por la razón, intenté lo imposible: huir.
Giré para salir corriendo y -aún tiemblo al recordarlo- descubrí a pocos pasos a un gigantesco cocodrilo, que ya abría, para devorarme, las más grandes mandíbulas que jamás se hayan visto.