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No hace falta ser muy imaginativo para ver lo horrible de mi situación: detrás de mí, un furioso león; enfrente, el más enorme cocodrilo; a mi izquierda, un río de rápidos; y a la derecha, un precipicio que según supe más tarde, era hogar de serpientes venenosas.

Confundido ante la variedad de peligros y la difícil situación, caí al suelo. Lo único que esperaba era sentir de un momento a otro los dientes del león o las mandíbulas del cocodrilo. Pero, pasados unos segundos, escuché un fuerte y violento ruido, aunque ningún dolor. Me atreví a levantar levemente la cabeza, y descubrí con sorpresa que el león, al saltar sobre mí, había caído en las fauces abiertas del cocodrilo. Sin perder tiempo, me puse de pie y con mi espada corté la cabeza del león, cuyo cuerpo sin vida cayó a mis pies. Acto seguido, empujé con la culata de mi escopeta la cabeza del león hasta lo más profundo de la garganta del cocodrilo, que tardó muy poco tiempo en morir asfixiado.

Minutos después llegó mi compañero, quien había vuelto por mí, alarmado por tan prolongada ausencia. Luego de felicitarme largamente por el feliz producto de mi jornada, procedimos a medir las piezas, descubriendo que el cocodrilo medía nada menos que cuarenta pies parisienses y siete pulgadas.

A nuestro regreso, relatamos la aventura al gobernador, quien envió al lugar un carro y los hombres suficientes para traer las bestias. Con la piel del león, me hice confeccionar una cantidad de bolsas para tabaco que repartí entre mis amigos de Ceilán. La piel del cocodrilo fue disecada y hoy constituye una de las mayores atracciones del Museo de Amsterdam, donde el guía relata la historia completa. Debo aclarar que el buen hombre suele agregar gran cantidad de detalles de su invención, que degeneran la historia y afectan gravemente su credibilidad.

Suele decir, por ejemplo, que el león recorrió al cocodrilo en toda su longitud y que al asomar su cabeza por el otro extremo le fue cortada la misma por el Ilustrísimo Barón (así acostumbra llamarme), quien al mismo tiempo seccionó tres pies de la cola del reptil. El cocodrilo -continúa el guía- sintiéndose humillado por la amputación, se dio la vuelta y se tragó la espada del Barón, con tanta fuerza que se le clavó en medio del corazón, provocando su muerte.

No hace falta decir, señores, que tales exageraciones ofenden mi modestia. Nos hallamos en una época de escepticismo, y no sería extraño que la gente que no me conoce, erróneamente impresionada por las charlatanerías del guía, diera en descreer de la totalidad de mis aventuras, cosa que ofendería en grado sumo mi honor de caballero.

Segunda aventura en el mar

Corría el año 1776 cuando zarpé de Portsmouth hacia América del Norte, a bordo de un buque de guerra inglés de primera categoría, con cien cañones y una tripulación de mil cuatrocientos hombres. Dejaré para otra ocasión el relato de mis aventuras en Inglaterra, pero no puedo renunciar al deseo de contar una muy peculiar.

Tuve la oportunidad de ver pasar al Rey, quien se dirigía al Parlamento en su coche oficial. Iba al pescante un cochero de imponente tamaño, en cuya barba podía verse, por obra del peluquero, el escudo inglés.

Nuestra travesía transcurrió tranquilamente hasta que nos hallamos a unas trescientas millas del río San Lorenzo, donde nuestra nave chocó contra lo que supusimos una roca. Sin embargo, al echar la sonda al agua no pudimos encontrar fondo ni aun a quinientas brazas. Y lo que hacía más extraordinario el accidente era que, con la fuerza del choque, habíamos perdido el timón, el bauprés se había partido en dos, los palos se habían rajado al medio y más aún, dos de ellos se precipitaron sobre cubierta. Un pobre marino que se encontraba en los aparejos salió arrojado por los aires y cayó a más de tres leguas de distancia. Por suerte, el hombre tuvo la buena idea de aferrarse al cuello de una grulla que pasaba volando, con lo cual no sólo amortiguó su caída sino que pudo volver al buque.

La violencia del choque fue tal que toda la tripulación salió despedida contra el castillo de proa. Yo mismo terminé con la cabeza hundida entre los hombros, y fue menester que pasaran muchos meses antes de que ésta recuperara su posición normal.

Fuimos arrancados del asombro, por la aparición de una enorme ballena. Evidentemente, el animal dormitaba en la superficie cuando lo embestimos, y la agresión no le había caído muy en gracia. Por si lo dudábamos, se encargó de demostrarnos su malhumor, sacudiendo coletazos contra el barco. Enfurecida, sujetó el ancla con la boca y se lanzó a toda carrera, arrastrando nuestro buque a unas sesenta millas, a razón de seis por hora. Dios sabe hasta dónde nos habría remolcado, si el cable del ancla no se hubiera cortado por obra y gracia divina.

En nuestro viaje de regreso a Europa, muchos meses después, nos encontramos de nuevo con la ballena que flotaba ya muerta. Era tan grande el animal que no podíamos llevar a bordo más que una pequeña porción, y al efecto echamos al agua los botes. Luego de complejas y largas maniobras, conseguimos seccionarle la cabeza. En su interior, encontramos no sólo nuestra ancla sino también cuatro toesas de cable.

Creo que ése fue el único acontecimiento digno de mención que nos sucedió. ¡No!

Un minuto tan sólo. Olvidaba otro incidente que, por poco, no nos fue fatal.

Cuando fuimos arrastrados por esa bendita ballena, nuestro buque comenzó a hacer agua. Ni siquiera haciendo funcionar todas las bombas hubiéramos podido evitar el irnos a pique en media hora. Afortunadamente, pude descubrir el lugar de la avería, que no tendría menos de un pie de diámetro. En vano intenté reparar el casco, por todos los medios. Por suerte, se me ocurrió entonces una genial idea, que demuestra cómo con poca cosa pueden sortearse los más difíciles obstáculos. Sin perder tiempo en quitarme los calzones, encajé mis posaderas en el boquete. Aun en el caso de que la avería hubiese sido más ancha habría logrado taparla, lo cual no os extrañará cuando sepáis que desciendo de familia holandesa. De más está decir que mi posición no era la más cómoda del mundo, pero muy pronto me sacó de ella, la habilidad del carpintero.

Tercera aventura en el mar

E n cierta ocasión, estuve muy cerca de morir en el Mediterráneo. Aprovechaba una hermosa tarde de verano bañándome en las cercanías de Marsella, cuando vi a un enorme pez que se me acercaba con la boca abierta. Era evidente la imposibilidad de huir, por lo que decidí achicar el tamaño de mi cuerpo, haciéndome un ovillo. De esta manera, pude deslizarme entre las mandíbulas del pez de una sola pieza, hasta introducirme en su garganta. Reinaba allí absoluta oscuridad y un nada desagradable calor. Era evidente, a su vez, que mi presencia en la garganta molestaba al pez, por lo cual no creo equivocarme al pensar que estaría considerando seriamente el devolverme al exterior. Para ayudarlo en su decisión, comencé a caminar, brincar y a hacer todo tipo de piruetas que incrementaran su malestar. La danza escocesa parecía ser una de las que más lo incomodaban. El pez manifestaba sus molestias con gemidos y sacando medio cuerpo fuera del agua. En este trance estaba, cuando fue avistado por la tripulación de un pesquero italiano que le echó el arpón.

Una vez que nos hallábamos a bordo, oí a los pescadores deliberar sobre cuál sería la mejor manera de cortarlo para obtener la mayor cantidad posible de aceite, y como entiendo a la perfección el italiano, me entró miedo de que sus filos pudieran dañarme a mí también. Para ponerme a salvo, me refugié en el centro mismo de su estómago -donde cabían cómodamente varios hombres-, suponiendo que comenzarían por los extremos. Había calculado mal, ya que empezaron por cortar el vientre, aunque por suerte, sin dañarme. Apenas vislumbré la luz a través del primer tajo, comencé a gritar, expresando mi alegría por ser liberado de tan opresivo cautiverio.