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Me es imposible describir con palabras el asombro de los marineros al sentir una voz humana surgir de las entrañas del animal, asombro que creció aún más cuando vieron salir del vientre del pez a un hombre totalmente desnudo.

Para aclarar la situación, les narré la historia tal cual la acabo de contar ahora, y si bien es cierto que se compadecieron de mí, tampoco se cuidaron demasiado de ocultar su risa. Luego de tomar algún alimento, me eché al agua para lavarme y regresé nadando a la playa, donde encontré mis ropas en el mismo lugar donde las había dejado.

Calculo que habré permanecido en el interior del pez unos tres cuartos de hora, más o menos.

Cuarta aventura en el mar

Cuando estaba al servicio de los turcos, tenía la costumbre de pasearme en mi yate por el mar de Mármara, desde donde se goza de una admirable vista de Constantinopla.

Una mañana en que me encontraba absorto en la belleza y serenidad de aquel cielo, vi flotando en el aire un objeto redondo del tamaño de una bola de billar, del que parecía colgar algo. De inmediato, eché mano de mi carabina, que nunca dejo en casa, y cargándola con bala hice fuego sobre el misterioso objeto. Al parecer, no acerté el tiro, por lo que decidí repetirlo con doble munición, también sin éxito. Finalmente, al tercer intento, logré acertarle con cuatro o cinco balas que perforaron su costado, de modo que empezó a descender.

Imaginaos mi sorpresa cuando vi caer a dos toesas de mi nave, una especie de cilindro dorado, suspendido de un enorme globo cuyo tamaño superaba el de la cúpula de una catedral. En el interior del cilindro había un hombre y medio carnero asado.

Recuperándome de mi sorpresa, formé con mis hombres un círculo en torno al misterioso personaje.

El desconocido, que supuse francés, tenía los bolsillos repletos de oro y joyas. Sus dedos estaban cubiertos de exquisitos anillos guarnecidos de diamantes y todo él, en general, daba la impresión de enorme riqueza. Para mis adentros, no pude menos que pensar que aquel hombre debía de haber prestado enormes servicios a la humanidad para que los nobles, a pesar de su habitual tacañería, le hubieran hecho tan fastuosos regalos.

El golpe de la caída lo había aturdido un poco, de modo que hubo que esperar algún tiempo hasta que se halló en condiciones de responder a nuestras preguntas. Finalmente se recuperó y nos contó lo siguiente:

"No he sido yo, claro está, quien ideó este ingenioso medio de transporte, pero sin dudas he sido el primero en utilizarlo para dejar en ridículo a los acróbatas y equilibristas, elevándome más alto que ellos. Hará unos siete u ocho días, realicé una ascensión a la punta del Cornouailles, en Inglaterra. Llevaba conmigo un carnero, con la intención de dejarlo caer desde las alturas, para diversión de los espectadores. Por desgracia, el viento cambió su dirección diez minutos después de mi partida, y en vez de llevarme hacia Exeter me condujo hacia el mar, sobre el cual he estado flotando a gran altura. Entonces me alegré de no haber lanzado el carnero, ya que al tercer día, acuciado por el hambre, no tuve más remedio que sacrificar al desdichado animal. Hacía ya un buen tiempo que había superado la altura de la Luna, y a decir verdad me hallaba tan cerca del Sol que se me habían quemado ya las pestañas. Coloqué al carnero, previamente desollado, en la parte donde más daba el Sol y así, en tres cuartos de hora, estuvo asado. Con él me alimenté durante mi viaje".

"No podía descender, ya que se había roto la cuerda que acciona la válvula del globo, a través de la cual se supone que deben escapar los gases que lo sustentan, provocando un lento descenso. Si no hubierais disparado contra el globo, perforándolo, muy probablemente habría permanecido en el aire como Mahoma, suspendido entre el Cielo y la Tierra hasta el último Día."

El hombre, acto seguido, regaló la barquilla a mi piloto, quien en ningún momento había abandonado el timón, y arrojó al mar los restos del carnero. El globo, ya averiado por mis disparos, había terminado de destrozarse durante la caída.

Quinta aventura en el mar

Y a que aún queda tiempo para otra botella de vino, me permitirán relatarles otra asombrosa historia que me aconteció pocos meses antes de emprender el regreso a Europa.

El Gran Señor, al que había sido presentado por los embajadores, me encomendó una misión de la más alta importancia en El Cairo, la cual debía llevar a cabo lo más discretamente posible.

Durante la travesía tuve oportunidad de aumentar mi servidumbre con algunos personajes de los más interesantes. Me hallaba a poca distancia de Constantinopla, cuando vi a un hombre correr a través del campo a una velocidad asombrosa, más aún cuando noté que llevaba atado a cada pie un lastre de plomo de por lo menos cincuenta libras.

Movido por la sorpresa lo llamé y le pregunté a dónde se dirigía con tanta prisa y por qué razón se estorbaba los pies de tal manera.

Me contestó que había partido media hora antes de Viena, donde un gran personaje había prescindido de sus servicios, y no teniendo ya necesidad de su rapidez, la limitaba con el peso de sus lastres.

El joven me caía tan simpático que le pregunté si no querría ponerse a mis órdenes, y sin pensarlo mucho aceptó la propuesta.

Más adelante, no muy lejos del camino que seguíamos, avisté a un hombre que permanecía tendido, inmóvil, en el suelo. Cualquiera hubiese pensado a primera vista que estaba durmiendo, pero no era así, puesto que tenía el oído aplicado a la tierra, como si quisiera escuchar las conversaciones de los habitantes subterráneos.

– ¿Qué es lo que se escucha, amigo? -le grité.

– Estoy oyendo crecer la hierba… sirve para matar el aburrimiento -me respondió.

– ¿Y la oyes crecer, en efecto? -Pues claro que sí, señor.

Un oído tan fino sería de gran utilidad sin duda, así que lo invité a unirse a mi servicio.

No muy lejos de allí, vi a un cazador que apuntaba su escopeta al cielo y la disparaba. Asombrado, le pregunté a qué le disparaba, ya que nada se veía en el cielo.

– ¡Oh! -me dijo-, tan sólo estoy probando esta escopeta. Parado en la veleta de la catedral de Estrasburgo había un pájaro al que acabo de derribar.

Conociendo mi pasión por la caza, no les asombrará que haya abrazado fuertemente a tan eximio tirador. Y ni hace falta decir que lo atraje a mi servicio por todos los medios posibles.

Siguiendo nuestro camino, llegamos por fin al Monte Líbano. Allí, en medio de un bosque de cedros, encontramos a un hombre petiso y gordo, tirando de una soga que rodeaba el bosque. Le pregunté de qué estaba tirando, y me respondió que al salir de su casa en busca de madera, había olvidado en aquélla el hacha y trataba de suplir la herramienta, de la mejor manera posible. Y diciendo esto, de un solo tirón echó por tierra todo el bosque, como si los cedros hubieran sido arbustos. Adivinaréis fácilmente los esfuerzos que hice para evitar que se me escapara este joven.

Ya en territorio egipcio, nos vimos envueltos por un huracán tan furioso que, por un momento, temí que fuéramos arrastrados por el viento. A la izquierda del camino, las aspas de una fila de molinos giraban a toda velocidad. Y a poca distancia de allí, había un personaje con un cuerpo digno de John Falstaff, que permanecía de pie y con un dedo apoyado en la ventana derecha de su nariz. Cuando vio nuestros esfuerzos en medio del huracán, se quitó respetuosamente el sombrero y, de inmediato, el viento cesó como por encantamiento y los molinos quedaron inmóviles. Asombrado ante un fenómeno tan poco natural, interrogué al corpulento muchacho.

– Le ruego que me disculpe, señor -me respondió- hago un poco de viento para mi amo, dueño de estos molinos.

De inmediato pensé que el hombre podría serme de gran utilidad cuando, de regreso en casa, me faltara el aliento para relatar mis numerosas aventuras. Pronto llegamos a un acuerdo, y el famoso soplador abandonó los molinos para unirse a mí.