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Pero ya era tiempo de cumplir mi misión en El Cairo, y una vez terminados mis deberes decidí deshacerme de mi séquito ya inútil, con excepción de mis últimas adquisiciones. Con ellas, emprendí el regreso como un simple caballero.

Aprovechando el espléndido tiempo que hacía, quise darme el gusto de alquilar un bote y remontar el Nilo hasta la altura de Alejandría.

Todo marchó perfectamente hasta el tercer día.

Sin dudas, habréis oído hablar de las inundaciones que una vez por año afectan los campos que rodean al río. Al tercer día, como recién dije, comenzaron a crecer las aguas con increíble rapidez, y al día siguiente, varias millas de campo estaban totalmente cubiertas con las aguas. El quinto día, luego de la puesta del Sol, nuestra barca encalló en algo que confundimos en principio con un cañaveral. Cuál no sería nuestra sorpresa cuando a la mañana siguiente, nos hallamos rodeados de almendros. La sonda indicaba sesenta pies de profundidad, y no había forma de avanzar ni retroceder. A eso de las ocho o las nueve, según calculé por la altura del Sol, una ráfaga volcó nuestra embarcación, mandándola a pique rápidamente. Por suerte, ninguno de nosotros -éramos ocho hombres y dos niños- murió en el accidente, ya que pudimos sujetarnos a las ramas, lo bastante fuertes como para soportar nuestro peso, pero no así el de la barca.

Permanecimos de ese modo por tres días, alimentándonos sólo con almendras. De más está decir que teníamos sobradamente con qué apagar la sed.

Veintitrés días después de este accidente, volvieron las aguas a su cauce normal, con tanta rapidez como habían crecido, y en el día veintiséis, pudimos volver a tocar la tierra.

El primer objeto con el cual chocó nuestra vista fue la barca, que yacía a cierta distancia del sitio donde se había hundido. Luego de haber secado nuestras pertenencias, tomamos de la barca lo imprescindible y nos pusimos en camino. Según los cálculos, nos habíamos desviado más de cincuenta millas de nuestro rumbo. Luego de siete días, llegamos al río y le contamos nuestras aventuras a un bey que solícitamente nos ayudó, poniendo a nuestra disposición su barca.

Después de seis jornadas de viaje arribamos a Alejandría, y desde allí nos embarcamos hacia Constantinopla, donde el Gran Señor me recibió con los brazos abiertos y tuvo la generosidad de otorgarme el honor de visitar su harén, y de llegar al extremo de permitirme elegir de entre sus mujeres las que fueran de mi agrado, incluyendo a sus favoritas.

Como no es mi costumbre fanfarronear de mis aventuras con mujeres, terminaré aquí mi narración.

Sexta aventura en el mar

E1 Barón se disponía a acostarse una vez terminado el relato de sus aventuras en Egipto, pero el auditorio, motivado por la palabra "harén", quería enterarse de sus aventuras allí. De más está decir que el Barón fue inflexible en este punto, pero para satisfacer la curiosidad de sus amigos, accedió a relatarles algunas aventuras concernientes a sus peculiares amigos y compañeros de viaje, y prosiguió de la siguiente manera.

Desde mi regreso de El Cairo, compartíamos con el Gran Señor una intimidad tan estrecha que llegó al punto de que Su Majestad no podía pasar un día sin mí, invitándome siempre a comer y a cenar.

Debo decir, a mero título informativo, que el Emperador de los Turcos es, entre todos los potentados del mundo, el que más se mima, al menos en lo que a comidas se refiere, porque ya sabéis que en lo que respecta a bebidas, Mahoma prohíbe a sus fieles, tomar alcohol. Por lo tanto, no hay que esperar beber ni siquiera un trago del divino licor, cuando se encuentra uno a la mesa de un turco. Pero no por no hacerse en público es menos frecuente allí que alguien empine el codo en secreto, por más que esto le pese a Mahoma y al mismísimo Alá.

Durante las comidas, a las que asistía normalmente el capellán mayor del palacio, no se veía en la mesa ni una gota de vino. Pero cuando nos levantábamos, un buen frasco aguardaba al Sultán en su gabinete privado.

En una ocasión, me hizo el Gran Señor gesto de que lo siguiera, y yo marché tras de sus pasos, sin demora.

Apenas nos encontramos a puerta cerrada, sacó de un armario una botella y me dijo:

– Münchhausen, sé que los cristianos son grandes entendidos en vinos. Aquí tienes una botella de tokay, única de mi posesión, y estoy seguro de que en tu vida has probado nada parecido.

Y diciendo esto, llenó dos vasos que rápidamente terminamos.

– ¿Qué dices, amigo mío? ¿Has probado alguna vez algo semejante? -me preguntó.

– Es bueno -respondí-, pero si se me permite, os diré que he bebido vinos superiores en la mesa del excelso Emperador Carlos VI de Viena.

– Mi estimado caballero Münchhausen -respondió el Sultán-, no es mi intención tratarlo de mentiroso, pero se me hace imposible que exista en el mundo una botella de tokay superior a ésta, que me ha sido regalada por un noble húngaro que entendía del tema.

– Ese señor húngaro, con su permiso, se vanaglorió en exceso. Y a decir verdad, no fue tampoco tan generoso.

– Tienes razón en lo último, pero…

– Y en lo primero también. ¿Deseáis apostar algo a que dentro de una hora pongo a vuestra disposición una botella de auténtico tokay de la bodega imperial de Viena, infinitamente superior a éste?

– Me parece, amigo, que deliras.

– Nada de eso, caro mío. Dentro de una hora tendremos aquí la botella.

– ¡Me temo, Münchhausen, que estás tomándome a broma y eso me desagrada en extremo! Siempre he creído que eras hombre serio, pero me estoy inclinando a pensar lo contrario.

– Pues entonces, señor, aceptad la apuesta y veremos. Si no cumplo con lo dicho, podéis mandar que me corten la cabeza sin contemplaciones.

– Acepto la apuesta. Si a las cuatro en punto no está aquí la botella, tu cabeza rodará por el suelo. Por el contrario, si cumples, te permitiré tomar del Tesoro Imperial cuantas joyas, plata y oro pueda cargar el más fuerte de tus hombres.

Pedí enseres para escribir y dirigí a la Em peratriz María Teresa la siguiente esquela:

"Vuestra Majestad, como heredera universal del Imperio, tiene sin duda la bodega de su excelso padre. Me permito rogarle tenga la bondad de entregar al portador de esta misiva una botella del excelente tokay que en ella se guarda y que tantas veces bebí en compañía de vuestro padre. Os pido encarecidamente que sea del mejor, ya que se halla en juego mi cabeza. Aprovecho la ocasión para asegurar a Vuestra Majestad el profundo respeto que debo a su Ilustre Ser, etcétera."

Como habían pasado ya cinco minutos de las tres, entregué la carta a mi corredor, que se desató las pesas de los pies y rápidamente salió corriendo hacia la capital de Austria.

Mientras tanto, a la espera de la respuesta, el Gran Turco y yo continuamos atacando la botella.

Dieron las tres y cuarto, las tres y media, las cuatro menos cuarto… y no regresaba mi mensajero. Debo confesar que, poco a poco, la inquietud hacía nido en mi pecho. Probablemente a causa de que el Gran Turco, de vez en cuando, clavaba su mirada en el cordón de la campanilla, para llamar al verdugo.

Notando sin duda mi malestar, el Gran Turco me permitió bajar a los jardines a tomar el aire, bajo la custodia de dos hombres.

Eran ya las cuatro menos cinco. Mi angustia no tenía límites. Mandé llamar a mi escucha y a mi tirador.

Mi escucha se echó al suelo y pegó el oído para averiguar si se acercaba o no mi mensajero, y para desazón de mi alma me anunció que se encontraba lejos de allí y durmiendo a pierna suelta. Habiendo oído esto, mi cazador se dirigió a la terraza más alta y poniéndose en puntas de pie para ver mejor exclamó:

– Pues claro que lo veo. Allí está, echado bajo un roble cerca de Belgrado, con la botella a un costado. Le haré algunas cosquillas para que se despierte.