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En un momento posterior de mi sueño, descubrí que el olor procedía del santuario central, donde, yacente y visible, se hallaba el cuerpo de un hombre barbudo, llevando una corona de oro. La gente circulaba alrededor del ataúd, inclinándose para besar las narinas del rey. Esta era la razón por la que nadie observaba a los luchadores, pensé. Me aproximé respetuosamente al ataúd y traté de imitar a los demás. Pero al inclinarme me desplomé, sintiendo un gran peso sobre mi cuerpo. Mientras giraba y me revolvía en el suelo, incapaz de levantarme, un anciano me amonestó severamente. «Hay una habitación para este tipo de cosas» dijo. Consultó brevemente con los otros. «Ponlo en la habitación», dijo otro, «antes de que lo haga aquí.» Pensé que querían llevarme al confesionario.

Alguien añadió, «Ponlo en la silla». Me asieron fuertemente y me sentaron en una silla eléctrica negra, como las que yo había visto en las películas norteamericanas de gangsters. Comprendí con horror que aquello no era para confesarse. Pero mientras aguardaba, temblando, que lanzasen la descarga, la silla parecía elevarse conmigo. Me atreví a mirar hacia abajo y vi que la silla permanecía aún sujeta al suelo. Era yo sólo el que ascendía, elevándome cada vez más, en lo que era ahora una inmensa catedral con cristales rosas y azules. Me elevaba hacia una abertura en la bóveda, mucho más alta todavía, flotando hacia arriba a través de una sustancia densa y húmeda que me lamía el rostro.

«Es sólo un sueño», dije a los que estaban por debajo de mí, convertidos en diminutas figuras negras sobre un gran suelo de piedra cruciforme. «Estoy teniendo un sueño religioso.» Seguí ascendiendo hasta que, cuando acababa de horadar el techo, desperté.

Este sueño, que tuve mientras reposaba de mi calculada felicidad con Frau Anders, me informó de que no tendría descanso en mis tareas de investigación. En cierto sentido, el sueño me pareció enigmático. Este nuevo sueño, tal vez por ser el más reciente, parecía ofrecer algunos aspectos más sugestivos que los tormentos y las delicias que había interpretado como mis sueños eróticos del año anterior. ¿No estaban presentes en mi primer sueño, «el sueño de las dos habitaciones», las dos especies de amor y dominación, en estilos masculino y femenino? ¿Y no me proporcionó el segundo, «el sueño de la fiesta original», una guía para mi vida erótica, en la persona de Frau Anders? Pero ¿qué era lo que este tercer sueño -los luchadores, mi viejo amigo el bañista, el rey, la catedral, la ascensión- me dictaba?

Ciertamente, este sueño no era menos enigmático que los precedentes, a pesar del raro hecho de haber elaborado en el sueño, por así decirlo, una interpretación antes de despedirme. Esta no podía ser la significación verdadera del sueño, pero debía interpretarse junto con cualquier otro elemento de los descritos dentro del paréntesis del sueño.

De todos modos, no podía negarse al comentario una cierta situación privilegiada en el orden de los pensamientos del sueño. Sin prescindir de que era, tan claramente, «un sueño religioso», el sueño de una persona devota, plena de culpa, pendiente de la absolución.

No quiero negar un obvio sentido erótico a todos los sueños. Pero en éste, lo sexual se ocultaba tras propósitos más abstractos de unión y penetración. Lo sexual se representó en las escenas de muerte y en palpables imágenes de excremento -¿de qué otro modo podía interpretarse el escondido olor, y aquella repulsiva sustancia que me envolvía al final del sueño? Una desagradable conjunción, ¡lo admito! Pero mientras trato de poner orden en todo esto, para ahorrar al lector cualquier rubor indebido, es necesario escribir sincera y detalladamente.

La creciente clasificación temática de mis sueños me hundió en una nueva melancolía. La tarea que había emprendido era, ahora lo sé, enorme. Compréndase que mi desánimo no provenía del mero reconocimiento del papel de oprimido actor principal que yo jugaba en mis propios sueños. No buscaba en los sueños una interpretación de mi vida, sino, en mi vida, una interpretación de mis sueños. Pero entonces me di cuenta de que era una tarea mucho más agobiante de lo que había imaginado. En mis sueños he actuado bien y adecuadamente. Pero la simple ejecución de las imágenes de los sueños, el proceso mediante el cual las inscribía en mi vida, no era suficiente. Tal vez, pensé, los sueños no sólo me enseñaban a hacer algo, seducir a una mujer, sino también a no hacer nada, excepto concentrarme en purgar alguna impureza, que pueden contener los sueños mismos. No podía seguir aislando lo erótico en mi interpretación y representación de los sueños.

Para ello, se me daba la clave en el marco del último sueño. ¿En qué momento de la historia el hombre fue investido con indescriptibles ansiedades y anhelos? Con seguridad no fue en la comunión de los cuerpos, sino en la exaltación de los espíritus. Sin duda, los primeros hombres religiosos estuvieron tan perplejos como yo, ya que carecían de un nombre que dar a lo que experimentaban.

Fue así como llegué a adquirir el sentimiento de que mis sueños habían marcado y definido mi vida diurna. Llegué a la conclusión de que, siendo mis sueños susceptibles de muchas interpretaciones, no lo eran menos de una interpretación religiosa: a saber, que algo que uno puede, a falta de un nombre mejor, llamar religioso, había irrumpido en mi interior. Esto, en sí mismo, no me proporcionaba placer, ya que no soy una persona crédula ni dada a postergar mi felicidad para otra vida. Tampoco reclamo el dudoso prestigio de la palabra «religión» para volver respetables ante mis ojos los esfuerzos espirituales. Sin embargo, sé que soy una persona capaz de devoción. Sí, definitivamente, diría que, en ciertas circunstancias, no disfruto más que siendo devoto.

He dicho que la primera reacción ante mi sueño fue la melancolía. Posteriores reflexiones la convirtieron rápidamente en meditación, y experimenté una maravillosa calma. Una de mis reflexiones era acerca de mis propios pensamientos; advertí que nunca había pensado realmente, sino cuando escribía o hablaba. Decidí aumentar mi silencio, sin hacerme moroso. Esto era mucho más fácil en ausencia de Frau Anders; tenía el hábito de interrumpir mis silencios para preguntarme en qué estaba pensando. Siendo a ratos una persona sociable, seguí frecuentando el café y asistiendo a algunas fiestas, pero ciertos amigos, herederos de las solicitudes de Frau Anders, subrayaban la diferencia y juzgaban que yo era nuevamente infeliz.

Uno de mis amigos, el sacerdote que dirigía el programa radiofónico, se propuso curar mi melancolía invitándome a dar largos paseos por los famosos bosques que se extienden en las afueras de la ciudad. Era un hombre amable, despierto y de una conversación que yo estimaba, pues para ser un clérigo de mi país, era mucho más cultivado de lo habitual. (Siempre hay algo conmovedor en los esfuerzos tardíos hacia la autosuperación que hace una institución o un sentimiento en decadencia.) Aceptaba sus consejos con interés, debido al reciente giro de mis pensamientos hacia esquemas religiosos. Lo que me dijo después de una serie de conversaciones fue que mis sueños representaban la rebelión de mi conciencia contra una vocación religiosa que yo había abortado.