– No quiero decir -dijo el buen Padre Trissotin- que yo crea que debas aspirar al sacerdocio.
Me sonrojé y le aseguré que tomaría sus palabras en el sentido que él les daba.
– Lo que quiero decir -continuó, naturalmente animado-, es que tú deberías ir a confesarte. Nuestras conversaciones sólo son una preparación para este paso, que ya en tus sueños estabas anhelando. Es en la confesión donde lograrás tu purificación.
Debo decir que siempre he respetado a la Iglesia que me bautizó, y que sólo un millón y medio de ciudadanos de mi país desaprueban hasta el extremo de pertenecer a otra comunidad religiosa. No hay duda de que la Iglesia ha hecho mucho bien, e incluso hoy, cuando veo correr a los sacerdotes jóvenes en sus motocicletas a través de la ciudad, con sus negras sotanas ondeando en el viento, generalmente me detengo a observarlos. No pueden dañar a las almas afligidas sobre las que ejercen su ministerio: los moribundos, las piadosas amas de casa, las muchachas preñadas, abandonadas y llenas de remordimientos, los criminales, los dementes, los intolerantes. Tengo una susceptibilidad congénita, que alguien podría llamar debilidad, hacia los que profesan la cura de almas.
Estéticamente, también disfruto la religión. Tal como mi sueño indica, me siento atraído por las solemnes ceremonias de la catedral. No me son indiferentes el incienso, las vidrieras, la genuflexión. Me gusta cómo los españoles besan su dedo gordo, después de hacer la señal de la cruz. En pocas palabras, me gustan los gestos repetidos. Supongo que uno de los motivos que tuve para intrigarme acerca de mis sueños fue que cada sueño era un sueño repetido. De este modo, todo gesto en el sueño alcanzaba el grado de ritual.
Pero no veo cómo un gesto puede suprimir a otro. Y no quería ser fácilmente consolado.
– Confesarse, mejor que expresarse, hijo mío.
La rosada cara del Padre Trissotin parecía preocupada.
Ya dije que estaba dispuesto a admitir que algo religioso había surgido en mi interior. Pero no me gustó la bienintencionada suposición del Padre Trissotin de que mis sueños eran algo de lo que yo quería necesariamente librarme. No obstante, pensé que sería mejor guardarme esta objeción para mí, y decidí aceptar el reto de mi amigo sobre la conveniencia y la eficacia de la confesión.
– ¿Piensa realmente -dije por fin- que una confesión me librará de mis sueños?
No intentaba discutir con él acerca del valor de mis sueños. Pero pareció adivinar mi reserva interior.
– Yo creo -dijo, sin aparentar ninguna presunción- que tú estás poseído, si no por Dios, sí por el diablo. Has admitido libremente los perversos y arbitrarios impulsos que últimamente te han gobernado y los atribuyes a tus sueños. Pero, simplemente, no puedes hacerte responsable de tus sueños. ¿Y si te han sido enviados por el diablo? Es tu deber combatirlos y no abandonarte a ellos.
Como yo no le respondí inmediatamente, advertí que tomaba mi silencio como un buen presagio del éxito de su consejo.
– Todos los sueños -añadió amablemente- son mensajes espirituales.
– Quizás estos sueños son un mensaje -dije-, y así lo he pensado más de una vez. Pero creo que son un mensaje de una de mis partes hacia otra.
El Padre Trissotin movió su cabeza con un gesto desaprobatorio. Continué:
– ¿Cómo puedo atreverme a no contestar al remitente de estos mensajes con mi propio cuerpo? Digo con mi cuerpo, dado que los sueños están grosera, indecentemente preocupados por la suerte de mi cuerpo. ¿Cómo puedo atreverme a sustituirlo por un intermediario? Especialmente el que usted propone, un sacerdote, una persona educada en el arte de menospreciar el cuerpo.
– No creas en tu propia claridad -dijo-. El cuerpo es más misterioso de lo que tú piensas.
Volví a guardar silencio. Hubiera sido poco afortunado discutir con el Padre Trissotin acerca de estos temas; el desprecio vocacional de su propio cuerpo le inmunizaba contra compañías embarazosas. Aunque proselitizara en círculos íntimos y libertinos, como el de Frau Anders, o en la radio a la masa de compatriotas (la mayoría de los cuales se preocupaban mucho más por el resultado de la carrera anual de bicicletas que por la salvación de sus almas) nunca arriesgaba nada. Siempre hablaba a través del infranqueable foso de su propia castidad.
– Te ha sido enviado un mensaje que no puedes comprender -continuó, con maravillosa confidencia-. Si fueras analfabeto, no dudarías en buscar un escriba que llevase tu correspondencia.
– Ah -respondí-, en tal caso, aún sería yo quien dictara las cartas. Pero cuando acepto el consejo de los sacerdotes, acepto una carta hecha. Y mientras admito que mis sueños pueden no ser tan originales como me parecen, no puedo desprenderme de la idea de que una respuesta diferente, sólo mía, se espera de mí.
Ante esto, el Padre Trissotin me miró con pena, y dijo:
– Eres un ingenuo. El campesino analfabeto nunca sabe si el escriba realmente escribe las palabras tal como le son dictadas. A menudo ocurre que el escriba piensa que él sabe mejor que su cliente lo que debe poner. Después de todo, él tiene mayor experiencia en anticipar las reacciones de los que leen las cartas. -Y continuó-: Tú eres precisamente ese analfabeto en transacciones espirituales, y el sacerdote el escriba con experiencia. Todas las cartas son cartas acabadas, ¿no es cierto? Cartas de esperanza, de amor, de desesperación, de hipócrita solicitud… ¿Por qué no buscar la forma acabada más conveniente que tu mensaje pueda tomar, ya que tu propósito no es sólo ser entendido sino también tener o producir un cierto efecto en la persona que recibe tu carta?
– Quizás -repliqué-, yo no quiero producir ninguna clase de efecto. -No pude contenerme a mí mismo, no pude dejar de contárselo-. Usted supone, Padre, que yo deseo librarme a mí mismo de mis sueños, y me recomienda para eso que acuda al confesionario. Pero, ¡no! Lo que yo quiero, si es que quiero algo, es librar a mis sueños de mí.
Parecía casi derrotado por mi obstinación, ya que dejó caer, con acento turbado, una respuesta muy impersonaclass="underline"
– Dios te ha dado tu alma para que la salves.
Yo no iba a permitirle esta evasión.
– Padre, déjeme continuar con mi explicación -dije, dirigiendo mis pasos hacia un banco próximo a la fuente. Nos sentamos en lúgubre silencio, a modo de tregua, y observamos cómo jugaban los niños. Entonces me levanté y dije-: Lo que quiero decir es esto. Veo la confesión como un dudoso medio de responder a un mensaje que viene de mí mismo. Es emprender el camino más largo, como salir por la puerta principal hacia la carretera para alcanzar la puerta trasera. O ir al aeropuerto, y alquilar un avión para viajar del ático al sótano. -Parecía disgustado, pero yo continué-: No es la distancia, compréndame, lo que objeto a estas maniobras. Ya que en una casa raramente proyectada la puerta delantera puede estar muy lejos de la trasera, el ático del sótano. ¿Pero por qué salir fuera de la casa?
Escuchando mis propias palabras, dudé de mi habilidad para convencer al Padre Trissotin, pues he observado que el camino más directo para una persona, parece intolerablemente complicado a otra.
– Elegir a un sacerdote para responder a mi propio mensaje, me parece… -me detuve, temiendo ser poco delicado-, me recuerda, si me permite la franqueza, Padre, me recuerda las poco racionales convenciones sobre la sexualidad. Quiero decir -concluí secamente- que no puedo realmente comprender la razón por la que haya que recurrir a una mujer para obtener un placer tan intenso y puro como el que puedo lograr por mí mismo.
Con mi última reflexión, quedó visiblemente impresionado y sugirió una entrevista con su obispo o con alguien de la radio, no recuerdo bien. La tarde casi había transcurrido, pero me quedé un tiempo más sentado en el parque, pensando en nuestra conversación.