Nos encontrábamos en su café favorito a la hora del aperitivo. El acababa de emerger de su régimen de escritor y me saludaba siempre con una mirada fría y distraída. Pronto comprendí que esto significaba tan sólo el lento retorno de su atención, desde las nubes de su retiro literario. Después del segundo vermut estaría ya conversando alegremente sobre antigüedades o sobre ópera, o yo lo llevaría al centro de mi última reflexión acerca de mis sueños.
Cuando sus energías ya habían retornado, dejábamos el café e íbamos a su hotel. Jean-Jacques estaba permanente y confortablemente instalado en una gran habitación, de amplias dimensiones, en el último piso. Durante un rato, solía sentarme en la cama y observarlo mientras se afeitaba y vestía. El era muy consciente del vestido, quizás porque se consideraba feo, enjuto y hasta un poco difícil de descubrir. «Tengo cara de accionista», le oí exclamar una vez ante su imagen reflejada en el espejo. La elección de su atuendo para la noche era tan meticulosamente considerada como si él fuera un actor maquillándose en su camerino, lo que en parte era cierto. A veces se sentía turbulento y se ponía un auténtico disfraz: el pañuelo rojo, la camisa rayada, y los ceñidos pantalones negros de un apache. Generalmente, la elección era más delicada: se trataba de la línea del pantalón; chaqueta de cuero o suéter con cuello de cisne, anillos, aire militar o dandy; las botas o zapatos puntiagudos.
Más tarde, cuando la fascinación de su vestimenta me era más familiar, acostumbraba a divertirme observando los objetos de su habitación. Jean-Jacques era coleccionista. En los estantes, en el suelo, debajo de la cama y en las esquinas de la habitación, tenía cajas con extraños tesoros. En una caja, había cientos de postales de fines de siglo, de bailarines de music-hall. Había archivos de recortes de diario sobre premios de boxeo y luchadores, fotos autografiadas de estrellas de cine e informes confidenciales de la policía (nunca pude saber cómo llegó a conseguirlos), sobre casos de robo a mano armada cometidos en la capital durante los últimos veinte años. En otras cajas se amontonaban corbatas postizas, abanicos, conchas marinas, plumas de adorno, joyería barata, piezas sueltas de ajedrez talladas en madera, pelucas… Me parecía que cada vez que iba a visitarlo, había instalado algo nuevo en su habitación -otro grabado de Epinal, un sombrero de boy-scout, un espejo art-nouveau en forma de serpiente, una lámpara con colgantes, una pieza de estatuaria fúnebre, un cartel de circo, una colección de marionetas representando a Barba Azul y sus ocho mujeres, una estera de lana blanca y verde con la forma y el dibujo de un billete de dólar americano. Cuando ya estaba harto de mirar y de tocar, él interpretaba viejas piezas para mí: el aria de una oscura ópera melodramática del siglo pasado, o una vieja java. Yo no compartía estos entusiasmos, ya que conocía el escrupuloso juicio que tenía Jean-Jacques para todas las artes; su amor por estos exagerados, triviales y vulgares artefactos era un misterio para mí. «Mi querido Hippolyte» me hubiera dicho, «nunca entenderás, pero cualquier día te lo explicaré, de todos modos.» No me considero una persona solemne, pero Jean-Jacques me ha hecho sentir así.
Cuando había terminado de vestirse, bajábamos a la calle. Al pasar frente al viejo y sordo conserje, éste nunca dejaba de soltar algún triste y obsceno improperio como cumplido a Jean-Jacques. Ya en la calle, Jean-Jacques caminaba recatado, pero firmemente, y yo lo seguía a distancia. En general no debíamos esperar más de media hora para que alguien, silenciosamente, se le uniera. Si hubiera estado preocupado únicamente por su propio placer, podría haber sido un conductor de camión, un inmaculado hombre de negocios italiano, un árabe o un estudiante; la primera condición que imponía era que su acompañante fuera evidentemente varonil, en apariencia y gustos. Para satisfacer este propósito, podía aventurarse por cualquier parte de la ciudad y permanecer con quienquiera que encontrara, durante toda la noche. Pero si salía a obtener dinero, se limitaba a ciertos barrios y cafés donde encontraba a los homosexuales conocidos, invariablemente hombres de mediana edad o mayores que él, frente a los que se presentaba como un tipo rudo, y al que estaban dispuestos a pagar por unos minutos de su viril compañía. El y su acompañante iban simplemente al muelle y desaparecían bajo un puente; si los pronósticos financieros eran más favorables, Jean-Jacques se llevaba al hombre a su propia habitación y no regresaba para continuar su itinerario hasta una o dos horas después.
Yo, por lo tanto, no puedo hablar con demasiado conocimiento de lo que Jean-Jacques hacía para su propio placer; en estas excursiones iba, por supuesto, completamente solo. Pero en las sucesivas noches que, a lo largo de la semana, dedicaba al negocio, lo acompañaba durante toda la velada. Mientras él permanecía con un cliente, yo lo esperaba en diversos cafés, que eran el terreno especializado para la prostitución masculina, llenos de muchachos de facciones delicadas, de rudos y rufianes como Jean-Jacques, o de travestís. Gradualmente empecé a ser conocido y a sentarme en las mesas de la expectante y murmuradora congregación de «hermanas», los rubios oxigenados y cargados de anillos, amigos de mi amigo. No conversaban mucho conmigo, pero me miraban siempre amistosamente; una educada conversación en aquel círculo, una conversación que no versara acerca de su vocación, era impensable. Sus frases eran categóricas, nunca expositivas. No tenían opiniones, conocían tan sólo dos emociones: los celos y el amor, y su conversación, a menudo rencorosa, no salía de los límites de la belleza. Folies de nuit, mujeres locas de la noche, se llamaban jocosamente a sí mismos. La genuina prostitución es rara, la mayoría son hombres de negocios que aman realmente a sus clientes. Han ido demasiado lejos para demostrar su amor hacia los cuerpos de su propio sexo, como para sentir el distanciamiento que una prostituta acostumbra a sentir hacia el hombre. Estaban tan orgullosos de su habilidad para proporcionar placer que no llegaban a sentirse desgraciados cuando, tras el amor, sus clientes se dedicaban torvamente a injuriarles.
Cuando no estaba sentado en estos cafés, durante las noches de aquel verano, también yo recorría las calles -observando más detalladamente cómo se emplean los hombres entre sí para su placer. Frecuenté las otras estaciones públicas de esta concupiscencia pasajera, donde aprendí a reconocer a los más ocultos homosexuales que se citaban en los urinarios y en las últimas filas de butacas de los cines. No puedo imaginar una forma mejor de entendimiento sin palabras que estos impecables encuentros. No cruzaban ni una sola palabra, sino que alguna misteriosa atracción química los impulsaba a reunirse para estrecharse unos a otros en lugares públicos -nunca parecían cometer una equivocación- y actuaban con tal prontitud como si cada hombre trabajara individualmente en soledad, mientras el otro parecía asistir invisible.
En cierta ocasión, presencié una de estas escenas, ya iniciada, entre algunos hombres reunidos en un pis-soir. Reinaba un perfecto silencio. Un árabe de buena estatura, con un traje azul, inadecuado para su tamaño, había tomado la iniciativa. Ninguno de aquellos hombres parecía afeminado, todos actuaban como respondiendo a una señal previa. Era como un sueño en que lo extraño se había hecho fácil, y lo deseado, simplemente necesario. Y después, con igual velocidad, la hilera se deshizo, y los bailarines abandonaron su ritmo; se había terminado.
Otra vez, en un lavabo del Metro, presencié la escena desde el principio. Empezó con bromas y la lucha entre un africano y un negro, bien vestido; todo por un insulto que no llegué a oír. Comenzaron a luchar entre sí, y los demás, animándolos, se colocaron cerca de los primeros, hasta que la lucha -que pronto comprendí era un delicado pretexto-, se extendió también a los espectadores, y cada hombre empujaba y agarraba a su vecino, lanzando obscenos insultos. Uno de ellos gritó