«¡No te atreverás!» y otro, «¡Te desafío a que lo repitas fuera!» y otro aún, «Déjame salir de aquí», pero ninguno salió. El manoseo de los participantes continuaba al mismo nivel -el africano y el hombre de negocios estaban ya de rodillas- y me uní al grupo, cuidando de no superar ni estar por debajo de la vehemencia de mis vecinos. Me pregunté por qué el griterío continuaba, si era tan reiterado, y ellos parecían cada vez menos enojados. Entonces se arrodilló otro hombre, y después, otros. Ahora, el espíritu de grupo lo abarcaba todo y expulsaba las oscuras e inciertas muestras de personalidad de cada hombre. El silencio llegó a cada uno, como por turno, parecido a una serie de velas extinguiéndose.
Cuando comencé a acompañar a mi amigo, el escritor, yo no tenía opinión sobre sus actividades e incluso de haberme sentido autorizado a presionarlo para abandonar una vida perversa y promiscua, me hubiera contenido. Jean-Jacques, sin embargo, no admitía mi silencio. A pesar de que yo no le atacaba, él era activo e ingenioso en su propia defensa, o, mejor, en la defensa de los placeres ocultos, secretos, tramposos y de ser-lo-que-uno-no-es.
Varias veces, aquel verano, trató de derrumbar mis calladas objeciones. «No seas tan solemne. Hippolyte, eres peor que un moralista.» Entretanto yo no podía dejar de observar ese mundo de lujuria ilícita como un sueño, hábil pero a la vez pesado y peligroso; él lo veía simplemente como un teatro. «¿Por qué no podemos cambiarnos nuestras máscaras una vez cada noche, una vez cada mes, una vez cada año?», dijo. «Las máscaras del propio trabajo, de la propia clase, nacionalidad, de las opiniones. Las máscaras de marido y mujer, padre e hijo, amo y esclavo. Hasta las máscaras del cuerpo -macho y hembra, feo y hermoso, viejo y joven-. Muchos hombres se las ponen sin resistencia para llevarlas durante toda su vida, pero no los hombres que nos rodean en este café. La homosexualidad, como puedes ver, es la principal forma del juego de máscaras. Pruébalo, y verás cómo produce un grato alejamiento de uno mismo.»
Pero yo no quiero alejarme de mí mismo, sino más bien en mí mismo.
– ¿Qué es, en nuestro tiempo, un acto revolucionario? -me preguntó retóricamente, en otra ocasión-. Derribar una convención es como responder a una pregunta. El que pregunta ya excluye mucho de lo que contendría la respuesta. Por lo menos, separa una zona y la excluye, la zona de las respuestas legítimas a la pregunta. ¿Comprendes?
– Sí, lo comprendo, pero no entiendo su aplicación. -Mira, Hippolyte, ya sabes la poca audacia que se requiere hoy día para no ser convencional. Las convenciones sexuales y sociales de nuestro tiempo prescriben la parodia homosexual.
– Se necesita coraje para parodiar la normalidad -dije-. Coraje y una gran capacidad de culpa. No encuentro humor en tus procedimientos, amigo mío. Sería más fácil para ellos -te excluyo a ti, Jean-Jacques, porque tú no eres como los otros- si las cosas fueran como dices.
– Estás equivocado -replicó-. El precio no es tan exagerado como crees.
– ¿Acaso el travestido que deambula por las calles no añora a su familia, a la que ya no podrá mirar de frente, porque se ha pintado los ojos?
– Hippolyte -dijo, en un tono exasperado-. Estoy muy disgustado porque hablas de ellos y me excluyes. ¡Y de este modo tratas de complacerme!
– Pero tú no eres como ellos, Jean-Jacques. Tú eliges. Ellos son obsesos.
– Tanto peor para mí -dijo-. No -continuó-. Pretender algo es sólo no pretender otras cosas. Pero estar obsesionado es no pretender nada en absoluto.
El sol no juega a levantarse cada mañana. ¿Sabes por qué? Porque el sol está obsesionado con su trabajo. Todo lo que admiramos en la naturaleza bajo el nombre de orden, y la confianza fundamental que depositamos en sus movimientos regulares, es obsesión.
La idea me pareció correcta.
– La obsesión, entonces, no la virtud, es el único terreno posible para la confianza.
– Correcto -dijo-. Y es por eso que yo confío en ti.
En ese momento descubrí que era esta misma razón la que me impedía confiar en ti, Jean-Jacques. Pero eso no te lo dije.
Aun sin confiar en Jean-Jacques, lo respetaba y admiraba como guía y compañero en la búsqueda de mi propio yo. Pero muchos gustos y rasgos de carácter nos separaban. Porque estaba completamente dedicado a su trabajo, escribir, podía permitirse el lujo de ser indigno de confianza en cualquier otro aspecto y adornar su vida con juegos, estrategias y simulacros. Estos extraños ritos que practicaba consigo mismo, no eran adecuados para mí.
– Tú y yo somos muy parecidos -me explicó otra noche de aquel agitado verano.
Demostré gran sorpresa.
– La diferencia -continuó-, es que tú no tendrás éxito y yo sí. Yo estoy preparado para llevar mi carácter hasta sus últimas consecuencias.
– Yo también lo estoy -interrumpí.
– Estoy preparado para llevar mi carácter al extremo, lo que es una modificación del carácter. Tú no sabes nada acerca de tu propia modificación. Deseas tu carácter concentrado y claro, pero encontrarás que, después de haber evaporado el agua, has quedado reducido a un ácido demasiado fuerte para tu propio olfato, por no decir el del mundo. Te quemarás, mientras yo me renuevo en una continua destilación.
Por supuesto, protesté.
– Ya sé -continuó diciendo-que tú piensas que mi vida es aventurera. ¡Qué poco sabes sobre el riesgo! Tú eres el aventurero, el que se arriesga, porque no sabes claramente cuál es el territorio que estás inspeccionando, si tu cuerpo o tu mente. Si confundes uno con otro, tropezarás.
Escuché atentamente. Aunque no soy una persona vanidosa, disfruto oyendo a mis amigos cuando hablan de mí.
– Mi vida es extravagante pero admisible -prosiguió-. La tuya es demasiado decidida y llena de peligros… Está bien ser serio, pero no entender la seriedad como una exigencia.
– Si lo que quieres decir es -repliqué-, que yo no tengo tu catolicidad de gustos, es cierto.
– Hay muchas exigencias -dijo-. La seriedad es sólo una de ellas. Pero me gustas, Hippolyte -añadió, sonriendo, mientras me pasaba un brazo por los hombros-. Tienes carácter, como una templada región americana o la gran catedral inacabada de Barcelona. Todo lo que haces eres tú. No puedes ser de otra manera. Es por esa razón que yo… te colecciono.
Aunque yo lo quisiera, no podía esperar que Jean-Jacques me encontrase precisamente divertido. Supongo que ésta fue la primera vez que me molesté con sus palabras.
– Quiero ser yo mismo, más que cualquier otra persona en el mundo -declaré firmemente.
– Y esto es lo que eres, querido Hippolyte -dijo sonriente, acompañándome hacia la puerta del atiborrado café en el que nos sentamos aquella tarde de agosto.
Y sólo para demostrarme que era capaz de actuar fuera de carácter, que podía sorprenderme como yo jamás podría sorprenderle a él, aquella noche me llevó a su habitación.
Este imprevisto «encuentro» no modificó nuestras relaciones. Nos despedimos amistosamente. Pero aunque el experimento no se repitió, me consternó la ligereza de Jean-Jacques, e hice la solemne promesa de mantenerme en guardia contra él. Nunca sentí la tentación de discutir sobre Frau Anders con mi amigo, porque era naturalmente discreto. Jean-Jacques, en cambio, era muy indiscreto. Siempre tenía una nueva historia que contarme acerca de su última conquista o su último entusiasmo, discutía sus escapadas sexuales -como su pobre infancia, su carrera de boxeador, sus robos, cualquier cosa menos sus libros- pródigamente, sin reservas, y supe, con gran sorpresa de mi parte, que a menudo era impotente. A través de estas confidencias, yo aumentaba mis elementos de juicio acerca de sus gustos poco naturales y su vida desarreglada, pero aunque disentía de la curiosa teoría de Jean-Jacques sobre la homosexualidad, según la cual esa práctica tenía tanto de culpa como de humor, de rebelión como de convención, nunca estuvo en mi ánimo interferir con la felicidad de los otros. Esta, como recordarán, fue una de las máximas que había decidido en primer lugar, durante mis aventuras intelectuales. Y Jean-Jacques me pareció un hombre feliz.