Tal vez, yo hubiera podido imaginar que su cínica virilidad era en parte fingida: había algo en sus pequeños ojos y ancha frente, un indicio de mala salud -pero no, esto era falso-. Estaba en perfecto estado de salud. Yo, por el contrario, aparentaba la buena salud que proviene de una infancia bien nutrida y mi cuerpo confirmaba la apariencia. El lector puede imaginar acaso que yo no experimento dificultades del tipo de las de Jean-Jacques. A pesar de lo extravagante de la situación, no me sorprendería saber que pierdo ciertas cimas de satisfacción en el curso de mi tranquila potencia.
Nunca sufrí, durante los períodos de abstinencia sexual. En ausencia de Frau Anders, me ocupé de la lectura y la correspondencia, con ocasionales participaciones en la vida nocturna de Jean-Jacques, y en constante meditación sobre mis sueños.
Hice inventario de mis posesiones. Tenía un modesto y aceptable guardarropa -nada para tirar-. Pensé vender mis libros. Pero no me había librado del hábito de leer un fragmento cada día. Con los muebles era diferente. Todo, excepto lo más necesario, una cama, una consola, estanterías para libros, lo di a mis compañeros de estudio. Hasta la silla, ya que podía sentarme en la cama. También dispuse de las pocas pinturas que poseía y de la flauta que había comprado después del primer sueño. Más tarde me deshice también de la cama, y dormía sobre una esterilla que enrollaba cada mañana y metía en el armario durante el día. Me preocupaba también por el mantenimiento adecuado de mi cuerpo, que nunca descuido ni estoy tentado de olvidar. Durante aquella época me gustaba dar largos paseos y me pareció que cualquier cambio de escenario reanimaba mis energías demasiado fáciles de disipar. Para suplir mis paseos, Jean-Jacques sugirió un programa de ejercicios como los que se practican en Oriente, que podría hacer en mi propia habitación. El propósito de estos ejercicios no tenía nada que ver con el vanidoso deseo de fortalecer el cuerpo. No guardaban relación con él, su objetivo era alcanzar un perfecto control sobre él. Pretendían, por medio del cuerpo y dirigidos a la mente, producir un estado de vigilia sin contenido, un estado de vaga levedad. Pero fue sobre todo la idea de los ejercicios lo que me atrajo; quizá por eso no llegué a alcanzar un buen grado de aprovechamiento. Nunca tuve éxito en el control de mi digestión, ni de mi esfínter anal, de modo que pudiera vomitar, excretar o ingerir voluntariamente. Aun después de haber abandonado los ejercicios, con frecuencia me imaginaba a mí mismo haciéndolos, llevando un ajustado bañador de lana negra.
Practicaba regularmente un ejercicio menos agotador, de mi invención, y lo realizaba con un invisible instrumento electrónico. Me sentaba, muy quieto, tratando de encontrar la postura correcta, la exacta disposición de mis piernas y brazos, a fin de tocar todos los nódulos invisibles e impulsar la corriente. A veces no era un instrumento electrónico el que yo tocaba, sino un impalpable instrumento de viento, como una flauta. Entonces debía descubrir dónde iba a poner la boca, dónde estaban los agujeros y la partitura.
Tuve menos éxito, en mi preocupación por el cuerpo, ensayando regímenes dietéticos. Sabía que algunas sectas religiosas prohíben a sus miembros ingerir comidas sazonadas, picantes y toda clase de carnes y bebidas tóxicas. Decidí comprobar si estas leyes me eran aplicables. Durante algunas semanas no comía más que arroz y fruta, mientras que en otros períodos comía únicamente los alimentos prohibidos. En ningún caso observé cambios significativos en las sensaciones de mi cuerpo.
Un día se me ocurrió que no había razón para reprocharme a mí mismo por no cumplir todos los ejercicios. Después de todo, ¿cuáles son sus funciones? Los ejercicios son un método para eliminar el pensamiento, para dedicarse a lo más vacuo, pero ¿no era éste el propósito de la meditación sobre mis sueños?
La sustitución se confirmó, mediante la recomendación del libro de ejercicios que Jean-Jacques me había dejado: una vez logrado el dominio del cuerpo, estar totalmente quieto, seleccionar un punto y concentrarse en él. Este acto de concentración es el clímax real de los ejercicios. Concentrarse sobre un punto en particular es algo que despeja o elimina cualquier otro pensamiento.
La mente se abre y la luz brilla en su interior. Según el libro de ejercicios, el punto de concentración puede ser tanto una pequeña parte, situada en cualquier lugar del propio cuerpo, como un pequeño objeto de la habitación. Pero ¿no era esto lo que había estado haciendo? Yo tenía algo mejor que mi nariz o mi ombligo o que un paisaje en la pared. Tenía mis sueños.
Me volví ahora hacia mis sueños con una nueva exigencia. Si tenía que concentrarme en mis sueños como sustitución de los ejercicios o del ayuno, quería que se presentasen desnudos, y taciturnos. Pero fui desobedecido; no eran lacónicos, sino llenos de conversaciones. Pensé qué podía hacer para contener la locuacidad de mis sueños.
Me atreví a esperar que alguno de mis sueños fuera totalmente silencioso, tal como Jean-Jacques había sugerido. Pero para esta gran superación, sentí que necesitaba modelos. Encontré un modelo en una de mis diversiones favoritas, el templo de los sueños públicos, el cine. Las películas ya eran habladas en aquel tiempo, pero en las salas más atrasadas todavía podían verse viejas películas, afortunadamente mudas. La lectura de libros de medicina me brindó un nuevo modelo, en los capítulos sobre afasia. Yo quería emular a los que oían la voz, el sonido de la conversación, pero no las palabras. Para un afásico, las palabras no se pronuncian ellas mismas. A pesar de que estaba aún muy lejos de poner en práctica todo esto en mis sueños, llegué a entender que las palabras coartan los sentimientos que intentan encarnar. Las palabras no son el vehículo apropiado para una elevación general que destruye la vieja acumulación de sentimientos.
Supongo que se me podrá considerar una persona terca. Pero mi terquedad no es superficial o pretenciosa. Yace en lo profundo y se comporta con deferencia y humildad. Por lo menos, yo no era de mente estrecha, la causa más corriente de la terquedad. De haberlo sido, no hubiera continuado hablando con mis amigos.
– Querido Hippolyte -me dijo Jean-Jacques una tarde, mientras paseábamos a lo largo del bulevar-, has hecho el voto de ser absurdo y no un solo voto, sino muchos. Haces votos como un pobre ansioso comprando arriesgadamente en un gran almacén. Cada vez estás más y más en deuda contigo mismo, has llegado a la bancarrota. ¿Qué sentido tiene encumbrarse a sí mismo de esta manera?
Le expliqué a Jean-Jacques que su metáfora era equivocada.
– No estoy interesado en comprar o poseer nada -dije-. Estoy interesado solamente en las posturas.
– En ese caso, te aconsejo que rompas con tu postura y bailes. Te contemplas demasiado a ti mismo. Este es el principio de todo el absurdo. Mira a tu alrededor. El mundo es un lugar interesante.
Le repliqué que esperaba que alguien interpretase mis sueños.
– No hay explicaciones -dijo él-, del mismo modo que no debería haber votos ni promesas. Explicar una cosa es hacer otra cosa, con lo que sólo conseguiremos desordenar más el mundo. ¡Qué ciegamente inútiles serán tus explicaciones cuando finalmente te aposentes sobre ellas!
– Pero tú, Jean-Jacques, tienes tu vida llena de inútiles pasiones y placeres contradictorios.
– No es lo mismo -dijo-. Déjame que te cuente una historia que lo aclarará. Conozco a dos pacifistas: uno es un hombre que cree que la violencia es incorrecta y actúa de acuerdo con sus creencias. Se ha confirmado a sí mismo como pacifista y esto es lo que es. Actúa como pacifista porque lo es.