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– ¿Y el otro?

– El otro hombre reniega de la violencia en cualquier situación y, por consiguiente, sabe que es un pacifista. Este es pacifista porque cree que actúa como tal. ¿Ves la diferencia?

– No la veo y nunca ha sido mi costumbre pretender entender más de lo que entiendo.

– Mira -dijo-. Yo soy un escritor, ¿no es cierto? Sabes que escribo cada día. Sin embargo, mañana puedo no escribir, o no escribir nunca más a partir de mañana. Soy un escritor porque escribo. No escribo porque sea un escritor.

Pensé que lo había comprendido, y me sentí descorazonado por la distancia que Jean-Jacques ponía entre nosotros.

– Pero me has dicho que ibas a explicar una historia -dije, dejando de lado mis pensamientos melancólicos-. Hasta ahora sólo has introducido dos personajes.

– La historia es que el hombre que era pacifista porque actuaba como tal mató ayer a su mujer. Esta mañana estuve en el juzgado, cuando se le tomaba declaración.

– ¿Y el otro?

Rió.

– El otro todavía es un pacifista.

– ¿Y tú ves alguna… belleza… en el asesino que violó sus principios?

Otra vez me sentí vencido.

– Belleza no. Sólo vida. ¿Acaso no comprendes que aquel hombre nunca actuó fuera de sus principios? El no había formulado ningún voto, tampoco lo he hecho yo. Por lo tanto, nada de lo que haga es inútil o contradictorio, como pensabas hace un momento. Eres tú quien está fragmentado, dividido.

– El lenguaje actúa así sobre mí -murmuré, como hablándome a mí mismo-. Mis sueños son demasiado conversadores. Tal vez si yo no hablara…

– No, no, no te investigues como has estado haciendo. Es mucho más simple. Todo lo que tienes que hacer es hablar sin tratar de prolongar la vida de tus palabras. Por cada palabra dicha, otra debe morir.

– Entonces, debo aprender a destruir.

– Tampoco destruir. -Empezaba a exasperarse conmigo-. La vida ya se ocupará, si no está diluida por un exceso de vida.

– Quiero mejorar la mezcla, pero tú dices que estoy fermentando un ácido.

– Exactamente -dijo-. Pero sabes, no es bueno decirte estas cosas. ¡Ah! Podría contarte muchas cosas… Escucha, si te digo algo, ¿prometerás no aferrarte a ello como si fuera un nuevo elemento que puedes introducir en tu condenado juego de reglas para gobernarte a ti mismo? Promete, por favor.

Lo prometí.

– Uno debe estar siempre sumergido. Pero nunca en una sola cosa. -Hizo una pausa-. Dime, ¿esto no parece una regla?

Reconocí que era así.

– Pero no lo es, no necesita serlo. Imagínate que la inmersión no es una regla o un voto para actuar, obligándote a diversificar tus gustos y diversiones, sino algo que descubres cada día sobre ti mismo. Cada día, tú -mejor dicho, yo-, descubro que estoy absorto, sumergido en algo o en alguien.

– Pero, ¿no piensas nunca lo que puedes hacer con tus descubrimientos? ¿No te sucede que uno supera a los demás y hace que quieras cambiar tu vida?

– ¿Por qué iba yo a querer cambiar mi vida? -dijo- ¿Porque no puedo tener todo lo que quiero? ¿Ves -sonrió picaramente- cómo las abejas van directamente a la miel?

¿Era ésta otra escena de seducción? Mejor cambiar el tema.

– Creo, con todo -dije lenta y solemnemente- que uno debe estar siempre sumergido. Como tú, Jean-Jacques. Pero el resto no puede decidirse. Mi temperamento es mucho más serio que el tuyo, y pienso que estamos de acuerdo, pero no me caricaturices como un hombre que decide todo sin sentir nada. Te aseguro que soy un hombre de sentimientos.

Pensé tiernamente en Frau Anders.

– No, pequeño Hippolyte, tú no decides nada. Tú persistes atrozmente en tus sueños. Dejas que influyan en tus actos, sólo porque has decidido ser el-hombre-que-sueña. Eres como el hombre que descubre un tronco en su camino y, en lugar de apartarlo, llama a una compañía constructora para que ensanche el camino. Vas a tropezar -dijo a mis espaldas, mientras me alejaba.

CAPITULO VI

«No», me dije a mí mismo un día. «Es muy claro, todavía no he terminado con Frau Anders. Estoy esperándola.»

Extrañamente irritable, Frau Anders regresó de acompañar a su marido en el viaje de negocios que por fin se convirtió en una vuelta al mundo y su segunda luna de miel. Nunca la había conocido bajo este aspecto. «Qué muerto está el mundo», gritó, «¡qué insípida es la gente! Yo tan alegre, tenía tantos deseos de vivir… Ahora apenas puedo levantar la cabeza de la almohada por las mañanas.» Insistí para que viviera conmigo, para que abandonara a su marido y su dinero, su hija y su salón.

Ella asintió, quizás debido a la intensa compañía de su marido, con quien había compartido muy poco tiempo en los últimos años. Frau Anders quería una última entrevista con él para acusarlo de conducirla, con su negligencia, a varios adulterios, pero evité el melodrama. Al principio fue difícil disuadirla, pero me hice fuerte en mi propósito, ya que, si debíamos vivir juntos, era necesario que afirmase mi autoridad desde el principio. Eventualmente, y no sin sorpresa para mí -ella era por naturaleza una mujer imperiosa-, también accedió en este aspecto.

Esperó a que su marido volviera a marcharse. Dijo a su hija que iba a visitar a un familiar en su país natal. Nuestra salida de la ciudad fue clandestina. Nadie, excepto Jean-Jacques, supo que yo la acompañaba.

Cuando empezamos a viajar, observé que mi compañera tenía una ilimitada capacidad de aburrimiento. Requería entretenimiento permanente y visitaba las ciudades como si se tratara de servilletas de papel que una vez usadas se tiran al cesto. Su apetito por lo exótico era insaciable, ya que su único propósito era devorar y seguir adelante. Hice cuanto estuvo a mi alcance para distraerla, y al mismo tiempo, trabajaba para remodelar su idea acerca de nuestras relaciones. Antes de su viaje, yo me había sentido, como dije, extremadamente frustrado. Frau Anders no entendió nuestro vínculo, ni tampoco mis sentimientos. Yo sabía que nuestras relaciones eran mucho más serias de lo que ella suponía -y lamenté no ser capaz de complacerla, cuando no me hubiera costado nada, sino la verdad, un fácil trofeo. Debió observar mi falta de interés romántico en ella, pero deseaba que advirtiera también cuan profunda, aunque impersonalmente, la apreciaba como encarnación de mi apasionada relación con mis sueños. A través de las voluntarias escenificaciones de mis sueños, ella me ha atraído sexualmente como antes ninguna otra, y como, posiblemente, ninguna podrá conseguirlo.

Después de algunos meses de agitado y costoso viaje, Frau Anders estaba suficientemente serena y confidente como para descansar por un tiempo. Nos afincamos en una pequeña isla, y pasaba los días junto a las barcas, hablando con los pescadores y los buscadores de esponjas y nadando en el cálido mar azul. Soy muy aficionado a los isleños, que poseen una dignidad que los habitantes de las ciudades han perdido, y un espíritu cosmopolita que los campesinos nunca podrán alcanzar. Hacia el atardecer regresaba a la casa que habíamos alquilado, para tomar el sol que caía con mi pareja. Al anochecer nos sentábamos junto al muelle, en uno de los tres cafés de la isla, bebiendo ajenjo y conversando con los otros residentes extranjeros sobre el esplendor de los yates visitantes. A veces un policía, abrigado con su capa y luciendo gorra de visera, se paseaba ostentosamente y la conversación de los extranjeros se detenía para admirar su vanidad. Mis sentidos se aguzaron sensiblemente en la isla con este flexible régimen de sol, agua, sexo y vacua conversación. Mi paladar, por ejemplo: la cena empapada en aceite de oliva y ajo trinchado llegó a tener un gusto y un olor exquisitamente variados. Y también mi oído. Cuando a las diez de la noche, la electricidad de la isla era cortada y se encendían las lámparas de queroseno, podía distinguir, a una distancia de muchas millas, los sonidos de diferentes campanas. Desde el pesado cascabel que llevaba el burro, hasta el estridente sonido del cencerro de la cabra. A medianoche, cuando el último toque de campana del monasterio situado en la colina, a espaldas de la ciudad, se dejaba oír, nos retirábamos.