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Lejos de la ingeniosa conversación con sus huéspedes de la ciudad, y descubriendo (resistidamente) mi propia necesidad de soledad, Frau Anders se aburría abiertamente. Sugerí que tratara de meditar, ahora que había silencio. La idea pareció reanimar su espíritu. Pero, pocos días después, me confesó que sus esfuerzos no le proporcionaban ningún fruto y me pidió que la dejara escribir. De mala gana, accedí. Digo de mala gana, porque tenía poca confianza en la mente de Frau Anders y consideraba que sus mejores cualidades -su dulzura e insistencia -florecían únicamente porque habían escapado a su propio conocimiento. Temí que el esfuerzo de asumir la identidad de escritor pudiera privarla del escaso realismo del que disponía. «Poesía no», dije, firmemente. «Por supuesto que no», replicó, ofendida por mi insinuación. «Sólo la filosofía despierta mi interés.» Se decidió a comunicar sus intimidades al mundo en forma de cartas a su hija, que, a nuestra partida, había abandonado al anciano director de orquesta por el nada más que maduro doctor.

«Querida Lucrecia», suspiraba en la terraza, mientras tomábamos baños de sol. Esta era la señal de que sus esfuerzos epistolares estaban a punto de reanudarse. Entraba en la casa y tomaba su perfumado papel de carta y su pluma con tinta roja y llenaba varias páginas con sus reflexiones. Al terminar, volvía afuera conmigo y me leía en voz alta la carta. Generalmente solía rechazar todos mis sinceros esfuerzos por mejorarla.

«Querida Lucrecia», recuerdo que empezaba una carta. «¿Has considerado alguna vez que los hombres se sienten obligados a probar que son hombres, mientras las mujeres no tienen que afirmar su feminidad para ser consideradas como tales? ¿Sabes a qué se debe esto? Deja que con mi sabiduría de madre y de mujer te instruya. Ser mujer es ser lo que los seres humanos están destinados a ser, plenos de amor y serenidad» -en este punto, ella acariciaba mi tupido cabello, consolándome-«mientras que ser hombre es intentar algo antinatural, algo que la naturaleza nunca ha intentado. La labor de ser hombre fuerza la máquina» -pido al lector que observe su confusión en cuanto a las metáforas naturales y mecánicas- «lo que comporta continuas averías. La violencia y la rudeza, todas las pretensiones patéticas con que el hombre persiste en su vano intento de probarse a sí mismo, son conocidas y apreciadas como actos de hombría. Sin ellas no se es hombre. ¡Por supuesto que no!»

Admito que si debo ser encomiado como hombre, preferiría serlo por Jean-Jacques, cuya arrogancia estaba al menos compensada por el hábito de la ironía, que es la segunda naturaleza de todos los que juegan con su identidad sexual. Sin embargo, ¿cómo podía estar irritado con Frau Anders? Su imprudencia era tan ingenua, su habilidad para hacerse querer tan divertida… y aunque hubiera estado irritado, habría pensado que no tenía derecho a juzgar a aquella mujer sin haber conocido a mi propia madre.

«Querida Lucrecia, el dinero entorpece el espíritu. Los falsos valores empiezan con la adoración de las cosas. Lo mismo ocurre con la reputación. ¿Podemos pedir algo más que indiferencia a nuestra sociedad, algo más que libertad para obtener nuestros placeres?» Este era el tema de otra carta, que me gustó por el intento de emular mi indiferencia hacia las posesiones y la reputación, sentimiento que durante esa época demostré a menudo a Frau Anders.

«No te asustes por tu cuerpo, querida Lucrecia, el cuerpo más encantador del mundo. Procura apartar todas las mojigaterías y goza tus placeres como te aconseja tu sabia madre. ¡Ojalá todas las madres instruyesen así a sus hijas! El mundo sería un jardín, en este caso, un paraíso. No dejes que la mano muerta de la realidad inhiba tus sensaciones. Toma y te será dado. ¡Aparta de tu alrededor a todos aquellos que se miden por el ahorro y el gasto! Atrévete a pedir más.»

Mientras me leía estas líneas, recordé a la plácida muchacha rubia que su madre imaginaba como una gran cortesana. Sentí pena por Lucrecia, y enfado hacia su madre, por continuar jugando a distancia con sus desvelos, puramente teóricos. Años después tuve que corregir este rápido juicio, ya que supe que Lucrecia nunca había sido una chica inocente, corrompida por una madre mundana. Quizás fue al revés, como Lucrecia me explicó luego: fue la libertina adolescencia de la hija que incidió sobre la carrera de libre erotismo de la madre, mucho más inocente y afectiva. Durante la época a la que me refiero, sin embargo, veía a Lucrecia sólo a través de los ojos de los turbios consejos de su madre, como antes la había visto con los ojos del deseo del anciano director. La juzgaba como víctima de ambos.

«Hay sólo una comunicación, querida Lucrecia, la del instinto. Durante dos mil años, el instinto ha trabajado bajo los pretenciosos dictados del espíritu, pero observo que emerge una nueva desnudez, que nos liberará a todos de las cadenas de la legalidad y de los convencionalismos. Nuestros sentidos están adormecidos por el peso abrumador de la civilización. Los pueblos negros conocen esta verdad; nuestra raza blanca está acabada. El hombre con sus máquinas, su inteligencia, su ciencia, su tecnología, dará paso a la intuición de la mujer, al poder sensual y a la crueldad del hombre negro.»

Con esto basta, pues no debo cansar más al lector. Y no quiero dar la impresión de que mis sentimientos hacia Frau Anders estaban totalmente consumidos por vivir en árida proximidad. En la intimidad del lecho, conocí sus teorías, y la encontré más complaciente que nunca. Yo era un amante vigoroso (pese a mi piel blanca); no obstante, ya lo he dicho, sus ardores me parecían demasiado fáciles de satisfacer. Había en la isla un joven pescador que seguía a mi compañera como un perro perdido y le demostré muy claramente mi total ausencia de celos. Una vez que hubo empezado a dudar de su capacidad de atracción sobre mí, dobló su solicitud y yo me vi sumergido en la paz de la carne, si no en la del espíritu.

Después del primer invierno en la isla, le propuse continuar viaje a otra parte. Pronto nos encaminamos hacia el Sur, rumbo a las tierras exóticas que decía admirar. Durante el camino hicimos muchas compras de «objetos nativos», pero yo quería viajar, en la medida de lo posible, sin tener que preocuparme por el equipaje, y sugerí que lo enviáramos todo a mi hotel en la ciudad. Yo mismo llevé los paquetes, cuidadosamente preparados por Frau Anders, a la oficina de correos, y los envié a una dirección inexistente.

Un día llegamos a una ciudad de árabes y, tras mi invitación, nos dispusimos a instalarnos allí por un tiempo largo. Visitamos el barrio nativo con un muchacho de catorce años que se había acercado a nosotros en las proximidades del hotel. Aquel era el mes anual de abstinencia, establecido por su religión, durante el que los creyentes están obligados a la continencia sexual y a ayunar entre sol y sol. El muchacho nos miraba inexpresivamente mientras bebíamos vasos de delicioso té con menta en el palacio de un sultán (abierto ahora a los turistas) y comíamos los alargados pastelillos de miel que vendían en el mercado. Frau Anders trató, sin éxito, de hacer que el muchacho los comiera con nosotros. Para distraer su atención de aquella impiedad, le sugerí que consiguiera del muchacho un placer prohibido, ya que él no lo aceptaba de nosotros. Le preguntó dónde podíamos conseguir algunos de los narcóticos que hacían famosa a la ciudad. El muchacho pareció satisfecho por nuestro interés, ya que habíamos establecido un vínculo con él, y nos llevó hasta el equivalente árabe de una farmacia, donde compramos dos pipas de barro y cinco paquetes de un grueso polvo verde, que llevamos al hotel y probamos más tarde. No apruebo los narcóticos -o por lo menos nunca he sentido su necesidad, ni he creído que mis sentidos estuviesen agotados- pero tenía curiosidad por saber qué efectos producirían en mi pareja. De pronto se desperezó sobre la cama y empezó a sonreír. La invitación sexual era inconfundible. Pero yo quería ver algo nuevo y, tomándola del brazo, le dije que debíamos marcharnos, que la ciudad sería esta noche su amante, que se nos aparecería dilatada, en un lento movimiento, más sensual que cualquier otra ciudad que ella hubiera podido conocer. Me permitió que la levantase de la cama. Después de ponerse su mejor vestido y de arreglar mi corbata, fue lentamente hacia el ascensor, apoyándose en mí para no caer.