En las calles sonaban disparos. Alquilamos un carruaje para que nos llevara a un desvencijado edificio de madera cercano al puerto, que albergaba un bar donde los marineros y los turistas menos respetables se reunían. El camarero, un alto y fornido árabe, me estrechó la mano cuando pagué nuestra primera ronda. Los músicos tocaban javas, flamenco, polcas; nos sentamos a una mesa y observamos a los bailarines. Una hora después el barman se acercó y nos presentó a su mujer. La mujer, árabe y pelirroja, rodeó con su brazo el desnudo hombro de Frau Anders y susurró algo a su oído. Noté la mirada, levemente embarazosa, con que mi compañera miró a la mujer, seguida de otra, vaga y complacida, que dirigió hacia mí.
– Nos han invitado a tomar unas copas con ellos cuando hayan cerrado el bar, querido Hippolyte. En su apartamento, encima de aquí. ¿No es encantador?
Contesté que lo era.
De modo que, una vez finalizado el ruido, y pagadas o anotadas las últimas sumas escritas con tiza sobre el mostrador, nos retiramos a las oscuras habitaciones del piso superior. Nos ofrecieron más bebida, que yo rechacé. Fue muy fácil. Todo lo que hice fue dar mi consentimiento en el momento crucial en que mi compañera me hizo señas. El hombre y yo nos sentamos en la sala, y él me recitó algunas poesías acompañándose con una guitarra. No pude prestar toda mi atención a su recital, puesto que tenía el oído constantemente distraído con los sonidos que creí provenían de la habitación contigua. Después de todo, yo era algo celoso.
A la mañana siguiente -o mejor dicho, al mediodía- Frau Anders atribuía a su aventura una satisfacción que me pareció algo menos que sincera. Como siempre, en los momentos en que aspiraba a una emoción que no experimentaba por completo, pensaba en su hija. «Querida Lucrecia», empezó a escribir en la estrecha mesa del hotel. «El amor rebasa todas las fronteras. Te he animado frecuentemente a descubrir esto por ti misma, pues el amor entre dos personas de edades muy diferentes no es una barrera para las mutuas satisfacciones. Deja que añada a este consejo, querida mía, que el amor no conoce tampoco barreras de sexo. ¿Qué más bello que el amor entre dos hombres varoniles, o el amor de una refinada mujer de nuestros climas nórdicos hacia una esbelta muchacha del mundo pagano? Todos tienen mucho que enseñarse recíprocamente. No te asustes ante estas experiencias cuando las encuentres genuinamente en tu corazón.»
Quemé esta carta al día siguiente, mientras Frau Anders hacía las compras. Escribí a Jean-Jacques una carta llena de aburridas disquisiciones sobre el carácter de mi compañera. Pero lo pensé mejor y la rompí. Carta por carta. Me arrepentí de mis aires de censor a los que todavía estaba sujeto, a pesar de mis buenas intenciones. Una vez más traté de pensar qué podía haber de beneficioso en la naturaleza de Frau Anders, tanto para ella como para mí.
Que ella hacía progresos, era indudable. Hasta llegó a parecerme más atractiva. Para una mujer de cuarenta años (nunca quiso decirme su edad exacta) resultaba, en todas las ocasiones, de muy agradable presencia. Ahora florecía bajo el sol meridional y del corazón de sus fantasías narcóticas surgió la despreocupación por su vestido, permitiéndome verla sin cosméticos. No por esto la deseé más, pues cualquier complicidad con un capricho mío me fatigaba. Pero, a medida que mi pasión se diluía, sentí una atracción mucho mayor hacia ella.
Pensé dar una última oportunidad a mi pasión, haciendo a Frau Anders cómplice de mis sueños. Escuchó en un perezoso silencio y, cuando le hube contado varios de mis secretos, me arrepentí de lo que había hecho.
– Mi querido Hippolyte -exclamó-, son adorables. Tú eres un poeta del sexo. ¿Lo sabías? Todos tus sueños son místicamente sexuales.
– Yo creo -dije tétricamente- que todos son sueños vergonzosos.
– Pero tú no tienes de qué avergonzarte, querido.
– Algunas veces me avergüenzo de tener estos sueños -repliqué-. Por otro lado, no hay nada en mí vida de lo que pueda avergonzarme.
– ¿Ves, querido? -dijo ella apasionadamente.
– Pruébame que puedo estar orgulloso de mis sueños.
– ¿Cómo?
– Te diré algo -fue mi serena respuesta-. ¿Qué pensarías si te dijera que cada vez que te abrazo no me preocupa tu placer, ni el mío, sino tan sólo los sueños?
– La fantasía es perfectamente normal -dijo, tratando de aliviar su herida.
– ¿Y si te dijera que mi participación en la fantasía no es ya suficiente, que necesito tu cooperación consciente en mis sueños para seguir amándote?
Ella accedió a hacer lo que le pedía -¿acaso esperaba yo otra cosa?- y le mostré cómo interpretar sucesivamente las escenas de mis sueños. Ella representó al hombre del bañador, a la mujer de la segunda habitación, a sí misma como la anfitriona de mi «fiesta original», al bailarín de ballet, al cura, a la estatua de la Virgen, al rey muerto -todos los papeles de mis sueños. Nuestra vida amorosa se convirtió en un ensayo de sueños, en lugar de ser un generador de sueños. Pero a pesar de mis cuidadosas instrucciones, y de su deseo de complacerme, algo no andaba bien. Era este gran deseo de complacerme, creo. Yo necesitaba un contrincante más que un cómplice y Frau Anders no me correspondía siempre con la convicción que requerían los sueños. Este teatro de dormitorio no me llegó a satisfacer porque, mientras mi amante me prestaba su cuerpo para jugar sobre él los variados papeles de mi fantasía, ella había dejado de saber cómo apoyarme.
Pero, ¿puede realmente una persona participar en los sueños de otra? Seguramente éste fue un proyecto infantil y delirante, y no puedo culpar a Frau Anders de su fracaso. Reflexionando sobre estos hechos, pienso que, de algún modo, mi preocupación por ella había aumentado. Es cierto que sufría por esto -sabiéndose amada no como mujer sino como persona- y sin embargo no se defendió haciéndome sentir ridículo. Había llegado a amarme mucho. Y el hecho de que no me mostrara afectado por el ridículo no disminuye la gratitud que le debo por trascender su almacén de clichés para aceptarme, o tal vez comprenderme. Afortunadamente, no soy la clase de hombre que teme el ridículo, y aún menos lejos de mis misteriosos sueños; pero conozco suficientemente el mundo como para poderlo reconocer.
Desde que ella consintió en considerar seriamente mis sueños, pensé que sería justo agradecérselo con mi amabilidad. Pero debo confesar que no pude igualar su ingenua seriedad.
Mis propios esfuerzos para convertir sus fantasías en actos llegaban a hacerme reír. No puedo excusar la mórbida ligereza que entonces me poseía. Debe comprenderse que yo no intentaba en modo alguno ser cruel, aunque mis actos pudieran ser interpretados de ese modo.
Por iniciativa de Frau Anders, en gran parte, comenzamos a pasar los atardeceres en el barrio nativo. Había llegado el verano y ni siquiera las horas que dejábamos transcurrir en las amplias y hermosas playas nos mantenían frescos durante el resto del día. Por la prodigalidad con que mi compañera gastaba el dinero, éramos bien recibidos en todas partes. Continuó ocupando sus días con el ejercicio de la buena disposición erótica que le proporcionaba el kiffi, y con sus exuberantes cartas a Lucrecia, que en aquel entonces tenía un affaire con el bailarín negro y presidía el salón de su madre con un éxito que ella sugería sólo modestamente en sus cartas. Frau Anders no estaba tan fuera de la realidad como para no sentirse afectada por las noticias, intranquila y, ocasionalmente, irritada.